octubre 28, 2023

Pináculos o balaustres

El gato con botas escucha divertido, desde unas zarzas que arden al sol de la tarde, la conversación entre los dos conejos. ¿Son galgos o podencos? Efectivamente se aproximan a la carrera unos perros, no muy lejos. Los conejos discuten. Esperad, ¿son conejos?, se pregunta el gato. Desde su posición agazapada no los distingue. Por el olor diría que sí, que son tiernos conejitos asustados, aunque si atiende a las voces ásperas podría tratarse de liebres corpulentas. Aumentan los ladridos en la polvareda. Hay que actuar rápido. Las piezas están sobre el saco, siguen discutiendo, los muy lagomorfos. Quedan unos veinte segundos para que la jauría los alcance. Como tantas otras veces, tira de la cuerda con un salto y desaparece de la trayectoria canina con las presas cobradas. Menudo jarrito de agua en el pescuezo. De camino a los dominios del marqués de Carabás, el gato encuentra a dos hombres enterrados hasta el cuello en un páramo. No es habitual esta forma de castigo, aunque tampoco insólita. ¿Qué delito atroz habrán cometido? La sed y la impotencia les ha hecho perder la cabeza. Discuten sobre si lo de la catedral de Augsburgo son pináculos o balaustres. Uno sostiene que las formas verticales pinzan con su altura los arbotantes. El otro que cómo va a ser eso, si la catedral de Augsburgo no tiene arbotantes, no como estructura externa al menos, aunque sí las suficientes terrazas como para albergar una buena cantidad de balaustradas. Y le replica el primero que las terrazas y balaustres se los ha sacado de la manga, porque las cubiertas de las construcciones en la región de Schawben son siempre a dos aguas. El gato con botas pasa entre las cabezas sin detenerse. Una gata sin botas, agazapada en unas zarzas oscuras, acecha a los enterrados en el crepúsculo. Será una gata cerval, pero parece una leona, se admira el gato. Si los reos supieran lo que se les viene encima no dirían tantas tonterías. 

octubre 21, 2023

Pan negro y queso

 Cuando la Bella Durmiente despertó, el reino se había quedado anticuado. Ella, como es lógico, no lo percibía de esta forma. Acababa de despertar de la siesta. Nada tenía por qué haber cambiado. Nos cuenta papá Perrault que sus ropas eran creación reciente de un joven sastre muy prestigioso, los muebles del castillo estaban a la última en panes de oro y trucos de ebanista, la música ambiente era la de siempre, una mezcla modernísima mitad fox-trot, mitad cuplé. El príncipe, a pesar del flechazo de Cupido, apenas podía evitar mirarla raro. Sus ropas se parecían a las que vestía su bisabuela en el óleo del gran salón del trono de papi, el rey, los muebles eran tallas policromadas del año de la tos, la música, madre mía, la música era todita sin autotune. Como su erección creciente estaba por ser lo único importante, no dio pábulo a anacronismos y carcomas. El amor fluyó junto a las viandas de la cena, que resultaron ser por igual añejas y exquisitas. Sonó el maestro Couperin, forlanas, rigodones, minuetos, y aunque la boda no fue en Las Vegas, se ofició en latín. Los besos y las caricias de los novios se les caían de las manos y los labios. Algo de gerentofilia había, para qué engañarnos. Él rondaba más o menos la veintena y ella debía tener no más de ciento diecisiete. A la mañana siguiente, saciados ambos del cuerpo del otro, se separaron. Ella para reanudar la gerencia en su reino aún medio dormido, como fray Luis su cátedra, tras un siglo en la cárcel del sueño. Él para que no le echasen en falta allá en el suyo, ni sus papis, los reyes, lo pensasen malherido, muerto o, casi peor, cautivo del Gran Turco al otro lado del mar. Inventó entonces, por no dar muchas explicaciones, la historia del carbonero que lo había acogido en su choza y aderezó el relato de su extravío con pan negro y queso, lo poco que el humilde paisano habría compartido a la hora de la cena, porque en realidad, hasta aquel reino pretérito aún no habían llegado el pan blanco y otras moderneces culinarias. 

octubre 07, 2023

Palingenesia

 Aunque no conocemos la Hintegridad de la Palabra, nuestra teoría es muy simple: el Huniverso contiene muy pocos Hespíritus fabuladores. Hauténticos fabuladores, queremos decir. No cuentan las Habuelas, ni los Hexecutive coaches, ni por supuesto los Habogados. Mediante palingenesia, dichos Hespíritus invaden los cuerpos de gente a priori Hanodina, convirtiéndolos durante el brevísimo lapso de sus vidas en literatos abrumadores. Así podríamos Hesnifar líneas metempsicóticas a lo largo de las generaciones e ir saltando de narrador en narrador desde Tartessos hasta Futuroscope sin tocar suelo. A nuestra derecha Lee Krasner, pictomercenaria pizpireta, toma notas rápidas junto a la desembocadura del Harlem, boceta mandalas Hirregulares en tonos verdes y morados y sufre un leve vahído cada vez que recuerda a su Hamado Pollock. Remontarse más allá de la raíz perraultiana, explicamos, supondría un Hesfuerzo indoeuropeo, aunque se cree que recogió el hálito de Malherbe, o puede que de Catalina de Zúñiga, a saber. Lo que sí parece quedar demostrado —y la palingenesia, digan lo que digan, fue también objeto de la ciencia Hempírica— es su transmigración inmediata al cuerpo de la véneta Bergalli, Hillustre rimatrice d’ogni grado, d’ogni forma, d’ogni età que pasó la primera mitad del siglo XVIII escribiendo sus versos y poniendo en valor los de otras rimatrici célebres, y desde tal fenómeno lírico del barroco veneciano fue el Hánima eterna a parar nada menos que a don Leandro Fernández de Moratín, que en aquel año de nuestro señor de 1760 daba sus primeros lloros en la Villa y Corte, Hastro Hindiscutible de la dramaturgia protorromántica patria y contrario a los matrimonios desiguales, el cual al morir, ya viejo, dejó vagar de nuevo su Hesencia fabulante en el Huniverso —los caminos de la palingenesia son Hinescrutables—. ¿Cómo es esto posible?, interrumpió incrédula Lee Krasner. Pues aún hay más, reímos, porque viajó también hasta Yàsnaia Poliana, lugar donde fue a toparse con el recién nacido Lev Nikoláyevich Tolstói, varón, aparentemente sano, tres trescientos, algo cabezón, ligeramente ictérico, que tiró de nodrizas de pechos Hopulentos y saludable Haspecto, complacientes por temerosas quizá de ser despedidas, creció, escribió y fue sepultado, y su Halma migró con insistencia al tercer día, caracoleando una vez más en el éter, hasta la minúscula parroquia de Serantes, cerca de un bosquecillo de robles y nogales en el fin del mundo, yendo a posarse allí en un nuevo Hinfante, primogénito bautizado como Gonzalo por su padre, rudo marino de paternidad vacante, y criado por su Hamantísima madre Ángela, mucho menos ausente, un niño que fue miope hasta las trancas y sin embargo pronto despierto para la lectura, las Hensoñaciones, las guerras entre lampreas y Hestorninos y los pasos de frontera portugueses. Lee Krasner levantó en ese momento la cabeza y se nos quedó mirando. ¿Entonces el Hespíritu de Perrault habitará hoy en algún otro cuerpo?, dijo, ¿se podría saber? Aún no, aseguramos, pero podría estar en Irene Franco o en Anastasia Untila, ni idea. ¿Y Hespíritus  pictóricos?, preguntó de repente Hilusionada, ¿haylos? La Hintegridad de la Palabra es un misterio y lo que conocemos de ella Hopera resurrecciones restringidas, repetimos. La viuda suspiró tristemente y volvió a sus bocetos como quien entretiene sus nostalgias con un producto inmoral —y por tanto fálico— de la Hindustria Hextranjera. 

octubre 01, 2023

Postwar abstracción

 Siempre hablamos mucho de papá Perrault, pero al otro lado de la ciudad está Madame d’Aulnoy, reflexionando en la cama sobre su turbulenta vida y cómo debería ser capaz de aislarse de la especie dentro de la especie misma. Con idénticos mimbres, levantar una catedral desde la mugre y la fealdad y la miseria. Se ha dormido bajo estos pensamientos, aliviada por la noche y el cansancio parisinos. Tras tres horas de sueño, escucha aún dormida un siseo que la obliga a despertar. El siseo se concreta en la voz quizá de un dios niño, o tal vez de una serpiente verde, nunca lo tendrá claro, que la impele con dulzura a abandonar el lecho. Como a madame le ha dado por remoloner un poco, la voz se ha vuelto tumulto en un momento. Asustada, se pone una bata, trata sin éxito de encender una vela y al final corre a abrir a oscuras la puerta vidriera del balcón que da a la calle de donde proceden los gritos. Lo primero que siente es el frío de la madrugada. Lo segundo, una luz diurna en absoluto posible. Abajo, en la rue Saint-Benoît, en formación paramilitar, Madame d’Aulnoy descubre todas las maravillas con que el arte secunda la naturaleza. Allí están Clyfford Still, espatulando el lienzo en flagrante prescindencia de bellezas, y Mark Rothko, estampándole en la cara los susurros de lo inmenso. Desde fuera se podría calificar como una suerte de batallón contrartístico, pero sería una imagen pobre para tamaño desconcierto. Lee Krasner va trotando entre las filas, pizpireta como un hada de los colores borracha; Robert Motherwell, delicadamente rojo pero abrumadoramente negro, emborrona de carbón la fachada de Marguerite Duras; y Ellsworth Kelly trata de ordenar tanto lo disperso y como lo soleado, de no perder la formación cartesiana, de no caminar sin rumbo. Una gran columna de minions dedicados a la abstracción, con Meyer Schapiro, oh capitán, mi capitán de hordas degeneradas, con John Chamberlain, lieutenant volumétrico, a la caza de la chatarra que tapia patios y desguaces. Y Robert, sobre todo el tito Robert, que si un Kennedy aquí, que si una cabra allá, bailando con Sigmar Polke un tenue valsecito sobre sus colchas sucias, pisoteadas, una parte de erección matutina y tres de deshilado nocturno. Las narices aplastadas o las bocas en las orejas, los ojos bizcos, ni pies ni manos y otras normales deformaciones. Apartado y excéntrico, Basquiat pinta una cabeza de burro en la pared de la Escuela de los Benedictinos. No sabrá nunca Madame d’Aulnoy el tiempo que duró la revelación. Congelada, entra al desvanecerse aquella de nuevo en el gabinete y se abalanza al escritorio para consignar en texto cada una de las figuritas inclasificables de su epifanía, con cabezas y manos móviles, en su mayoría de porcelana pero no necesariamente, pequeñas y pequeñísimas, feas y parlanchinas, metáforas estúpidas de una humanidad épsilon, lambda, pi que vomita su cochambre después de la guerra. 

Paradojas de Zenón

Íncipit. Los primeros son pasos breves, tanteadores. Introductorios. Tal vez circulares. Existía una idea difusa, seguramente generativa: se...