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noviembre 30, 2024

Periplo del [meta]héroe

 Monomito abajo solo hay sombríos intrarquetipos. Lo descubrí una mañana sin sol pero también sin nubes, una de esas mañanas anodinas como los matorrales de los bosques, la mañana en que dije mierda. Eché a andar apabullado por épicas seculares de excéntricos semidioses. No es real, no es real, me repetía. La realidad era mucho más prosaica e insuficiente. Estaba harto de salvar a mis semejantes y que cada gesto heroico no fuese sino una gota de agua fría en el océano caliente. En mis oídos resonaba la noticia de otras tantas redenciones insignificantes aplastadas bajo cúmulos de catástrofes. Era como intentar cazar un huracán, surcar los sueños, hacer bailar a las estrellas. Y me fui. Me fui sin más. Abandoné esperanza y coraje y me sentí renacido. El sacrificio que arrastraba se revirtió, para sorpresa de nadie, como quien desabrocha una cremallera o esgrime un insulto. Frente a la acción temeraria y el designio aciago de los hados, el héroe nunca es héroe hacia fuera, sino hacia dentro. La heroicidad solo pugna por quedarse en el pecho. El viejo sabio que fui se convirtió en joven inmaduro en lo más hondo de la fosa y estaba bien que así fuera. Tal vez la inocencia general pudiese salvar el mundo donde los tratados, las proezas y la ciencia habían fracasado. La epifanía patas arriba, el triunfo del ocultamiento. Aquel héroe talludo es hoy una esfinge campestre, una inacción catalizadora, un contemplarse el ombligo. Maté al padre, abracé mis impulsos, rechacé la disciplina. Cada día al revés hasta reiniciar el mundo. Y otra de esas mañanas áridas, invertido por completo el periplo, alcancé en efecto el umbral, pero desde el otro lado, y lo atravesé y volví a casa, a mi puta casa, a mi amniótica casa. Ahora eran otros los héroes inútiles y yo una nada caliente en la extinción. Si no hay aventura no hay interés, dicen con decisión los próceres. Y yo digo: salvar a la humanidad es mucho más fácil que distraer al reloj. Nadie puede ser héroe para nadie sin ser antes villano de sí mismo. 

noviembre 23, 2024

Pido gracia para este pasaje

La idea fue de la Bella durmiente, aunque tampoco está claro. Lo raro es que a casi nadie le pareciese estúpida. A toro pasado resulta fácil darse cuenta de que lo de las caretas no hablaría demasiado bien de nosotros, porque hasta el tonto del ogro intuía que había una amplia componente de acoso laboral en lo que hacíamos, y aún así lo hicimos. Supongo que la perspectiva de perder de vista a Cenicienta nos alegró el día por encima de nuestras esperanzas. Ocurrió muy rápido. Pulgarcito apenas podía contener la risa. Y no es que la muchacha fuese mala gente, ni siquiera caía mal a la mayoría del equipo. Solo había ido a dar con la horma de su zapato y, puestos a elegir bando, el mundillo eligió team rueca, por supuesto, qué íbamos a hacer. El oropel atrae más que la ceniza. Ahora bien, una cosa es alegrarse de su marcha por lo bajini y otra muy distinta participar en aquella encerrona distópica, aquel carnaval psicótico, no sé cómo llamarlo, al que Cenicienta acudió confiada como ternera al matadero. En realidad no había nada que celebrar, los personajes entran y salen de las fantasías continuamente. Hoy eres un cuento barroco y mañana un remake del último enfant terrible del cine independiente. Ya cansa tanto zapatito de cristal y tanta calabaza maravillosa. Decidió por sí misma dejar esta novela, así que a princesa que huye, puente de plata. Fue la Bella durmiente, como digo, la que organizó la verbena homenaje, dolida, manifestó con pompa, por no haber tratado a la muchacha con más cortesía. Sería una fiesta sorpresa, habría caviar ruso y barra libre de Hendrick’s con pepino, que no se respire miseria. La plantilla al completo se apuntó, por supuesto. El gato con botas fue el encargado del cátering y Grisélida, hacendosa, de la decoración. Hasta ahí, todo correcto. Nos pareció que la Bella pretendía enmendar a última hora lo mal que se portó siempre con la sucia mosquita muerta. ¿Qué más nos daba a nosotros el motivo si lo que había montado era una techno rave hasta el amanecer? Una hora antes ya estábamos listos para sorprender a la homenajeada, corrían el champán, la perdiz escabechada y las manzanas fuji, pero no fue hasta menos cinco cuando la Bella durmiente repartió las caretas. En nuestra defensa diremos que no hubo tiempo material para calcular las consecuencias. Simplemente nos pareció divertido e inocente ir disfrazados de Cenicienta, pero como el que se pone una máscara de Guy Fawkes, eh, sin segunda intención ni nada. Entre los que con dos gintonics de más ya no distinguían las caras de cartón de las reales y los que guardaron silencio por inquina, nadie supo prever la tremenda hostia que íbamos a darle a una muchacha que venía con tan severas carencias afectivas de serie. Si hubo alguno sensato que se negó a cubrirse la jeta fue presionado por la manada y acabó por sucumbir a regañadientes. A las doce en punto, con la primera campanada, llegó la invitada principal. Imaginaos el número cuando abrió la puerta, su cara de espanto cuando se vio reflejada en nuestros rostros miméticos. Cientos de Cenicientas silenciosas miraban cómo la auténtica Cenicienta, aterrada, rompía a llorar, echaba a correr por donde había venido y abandonaba esta novela para siempre jamás con la última campanada. Todos vimos claramente cómo perdía un zapato de cristal en su huida. La Bella durmiente se quitó la careta y lo recogió. Tuvo los santos ovarios de asegurar que la idea se la había dado Caperucita, la única que no estaba allí para defenderse, qué casualidad, y que este rollo de las caretas siempre le pareció una maldad sin paliativos, un bulling arquetípico, una tortura despiadada, y que no entendía, nos señaló con el zapato, que nadie, ninguno de nosotros la hubiera avisado de que aquello era una idea estúpida. 

noviembre 16, 2024

Personalidades en desorden

Vitti y Antonioni están tomando Tom Collins en un antro swinger de Niza, cerca del puerto. Fuman. Se sientan tête-à-tête en la semioscuridad y se besan apasionadamente sin descanso. En la barra hay una pareja que tal vez. La voz áspera de Vitti mezcla el italiano y el francés con soltura. Su sonrisa nunca deja de ser cáustica, como si supiera que a su alrededor cada elemento de la realidad es tan falso como en el cine. Fuma. A Antonioni aún no le hemos visto las manos, a saber dónde andarán. Es un tipo en apariencia serio, casi diríamos de figura triste, un espíritu definitivamente ausente. Sin embargo, se muestra afable en el trato y ameno en la conversación. Algo no concuerda. Fuman. Apuesto a que ninguno de los dos lleva ropa interior. Alehop! La puerta se abre y con el olor marino entra una pareja que viene de muy lejos. Él es un tipo grande, fuertote, barbudo. Su fisonomía se explicaría si un bisonte se volviese humano sin volverse humano del todo. A pesar del pelo mira con fervor a la mujer que le acompaña. Ella es una joven pálida que un día, por lo que sea, dejó de sonreír. Tiene rasgos del este, cabello tirando a claro, ojos un tanto oblicuos. Es menuda, pero camina con altivez nobiliaria. Fuman. Los dos. Se sientan en una mesa y piden vino. Son mucho más interesantes que la pareja de la barra. Será la novedad. Vitti y Antonioni cruzan unas palabras, se les van los ojos, terminan sus copas. Parecen turistas húngaros. Y eso por qué, Monica? Te digo que son húngaros. Fuma. Ella es perfecta, parece de porcelana, la has visto? Perfecta. Perfecta. Y él, te gusta? No es guapo. Fuma. No, no es guapo, pero tiene un no sé qué. Atracción húngara, ríe Antonioni. Zitto, scemo. El bisonte y la chica han empezado a sentirse observados. Se vigilan los cuatro de reojo. Vitti y Antonioni actúan como críos compulsivos. Attendete, amici! que la pareja de la barra está a punto de abalanzarse. Decisión tomada. Se cuelan por delante y saludan. Sois húngaros?, pregunta Vitti sentándose frente a ellos, tenéis que ser húngaros. Deja el tabaco en pleno centro de la mesa. Pues yo preferiría que no, dice riendo Antonioni, he apostado una botella de champán del caro. Michelangelo! La otra pareja se ha quedado un poco pasmada, ha sido una entrada triunfal, pasan unos segundos hasta que reaccionan. Yo soy de París, lo siento, dice el barbas, pero ella… Lo sabía!, estalla Vitti, graciosísima. Consigue que el hielo se rompa. Sí, bueno, empieza a contar la joven con una voz dulce, marcado acento del este, mi aldea siempre fue húngara, muy cerca de Bratislava, pero ahora creo que pertenece a Eslovaquia. Hace siglos que no voy. Maravilloso, voy pidiendo el champán. No venís mucho por aquí? No, dice el bisonte, es la primera vez que hacemos esto. Esto? Sí, lo del intercambio, me refería, nos da un poco de vergüenza. Ah, non parliamone più! Ahora estáis con nosotros, os ayudaremos. Yo soy Monica Vitti y este estirado es Antonioni. El director de cine? El mismo. Y tú eres la actriz. Ecco! Io sono! Besa al bisonte en la boca. Reparte tabaco. Te vimos en Desierto rojo. La chica besa a Antonioni en la mejilla afeitada. Hay cierta confusión de posiciones y bocas que desanuda la tensión. Buena peli. Sí, buena peli. Gracias. Pues cuando os digamos quienes somos nosotros lo vais a flipar aún más. Podríamos adivinarlo, dijo Antonioni divertido. Llega el champán. Brindan. Beben. Fuman. Venga, a ver… tú eres parisino… Auguste Rodin! No, y bebes, Vitti. Espera, interviene Antonioni, lo intento yo y si pierdo, bebemos los dos. A ver, a ver… París, eh?… Charles Aznavour! Risas. Joder, no, yo llevo barba. Bebéis. Beben. Me toca, dice la húngara, quién soy yo? Antonioni le coge la mano. Como queriendo leer en las líneas. A ver, a ver… Zsa Zsa Gabor! No, no. Te toca, Monica. Ah! Zsi Zsi Emperatrice! Estalla en una gran carcajada. Todos estallan. Qué ocurrencia! Beben, fuman y se tocan. Dadnos una pista. Bueno, diría que soy un personaje de ficción, asegura el barbas. Non mi dire! Vitti y Antonioni dan unos grititos de entusiasmo. A ver, a ver… Antonioni tuerce el gesto, piensa, piensa y resuelve: Grenouille! No me jodas! En serio? Ese era lampiño. No se te ocurre nada más? Antonioni levanta los hombros y pone cara de póquer. Vitti detiene las voces con las manos. Se concentra. No puedes ser el capitán Nemo. Frío, frío, asiente el bisonte. Tampoco creo que seas Jean Valjean. Frío. Eres Des Grieux? Uhm, te vas acercando en el tiempo. Se miden y brota, de repente, la complicidad. Antonioni y la húngara se han dado cuenta y sonríen, celosos. Más atrás? París, París… No tienes cara de ser un bufón de Molière, ni un príncipe de d'Aulnoy… Caliente, caliente… Nadie respira. Monica Vitti se ilumina: Eres el puto Barba Azul!!!, exclama triunfante. Se deja caer como una avalancha sobre el gran bisonte y casi se caen de espaldas con silla y todo. Se rehacen entre risas y caricias y, con la copa en la mano, Vitti brinda por los cuentos de viejas, por las esposas asesinadas, por el amor interracial. Beben, ríen y fuman sin medida. Te toca adivinar, Michelangelo, pide la única que sigue sin nombre. La muchacha parece que sonríe, como si se hubiese quitado una máscara o un peso de encima. Sí, sí, voy. Eres real o imaginaria?, pregunta el cineasta. Real, dice ella impaciente, tan real que hace algo más de cuatro siglos maté a 630 mujeres y niñas para bañarme en su sangre. La nuez de Antonioni sube y baja raspándole la garganta. Esa no la vieron venir. Hay, claro, un silencio embarazoso. Vitti se adelanta: Eres… la condesa… sangrienta… la Báthory… eres… la… Ambos se echan hacia atrás asustados. No hay brindis. La condesa se angustia. Ahora ya lo sabéis. No vi que os preocupase hace un minuto que mi acompañante se haya cargado a todas sus mujeres. Ya, pero tú fuiste real, Isabelita, mataste de verdad a esas niñas. Y qué?, responde por ella Barba Azul, cuántos como yo de reprobables existieron en la realidad y qué tardaréis vosotros en ser personajes de alguna novelette? Pensaba qué erais auténticos seres libres, pero por lo que veo no hemos derribado las últimas fronteras amatorias. Esto, sí, claro, pero es que tu chica mató físicamente a media Hungría, arguye Antonioni, y lo tuyo, barbas, se lo inventó un loro. Has dicho loro? He dicho loco. Loco. Caen como pesos muertos sobre las sillas. Pensaba que erais personas tolerantes, los dos, dice Barba Azul con serenidad; será prejuicio también, pero supusimos que las gentes del cine eran más abiertas. He de deciros que ya me he reformado, se excusa Báthory, ambos lo hemos hecho. Pagamos por nuestros crímenes. Ya no matamos gente. Antonioni y Vitti se miran un instante y asienten. Piden perdón y vuelven a acercarse a la mesa. Beben y fuman, aunque ya no ríen. La conversación se apaga. Se ha roto la magia y no saben si volverá. Si volviese habría personalidades en desorden, una gran encrucijada de amores exacerbados, sexo duro interdimensional, a saber qué más ocurrencias. Si por el contrario no volviese la magia, se despedirían, apenados. Barba Azul y Báthory caminarían hacia el puerto de Niza preguntándose si deberán también, en las escapadas de fin de semana, ocultar sus identidades para evitar el rechazo. Son gente normal, que trabaja, ama y se divierte, no delincuentes. Antes sí, de lo peorcito, es cierto. Pero ya no matan ni moscas, ya penaron sus crímenes. Él es autónomo y ella cuida a personas mayores. Pagan sus impuestos, saludan siempre a sus vecinos, tienen, como los demás, sus pequeños vicios. No se merecían esto. Por su parte, Vitti y Antonioni se quedarían charlando un rato en el bar. Conociéndolos, igual no le daban muchas vueltas al asunto y se tiraban a la pareja de la barra sin demasiado miramiento. Más tarde comerían pizza en la trattoria de algún conocido. Me dirás, lector, qué hacemos. Orgía o despedida? Vaya elección dejo en tus manos. Los cuatro elementos, Vitti, Barba Azul, Antonioni y Báthory miran al lector desde el antro swinger de Niza, cerca del puerto. Fuman. El deseo sigue ahí, junto a los prejuicios. Tal vez necesiten follar. Tal vez necesiten tiempo, fumarse tres paquetes, bailar un minueto. Tal vez, qué hacemos. Los dejamos ahí congelados para siempre. Qué no hacemos. Cuestionamos qué es ficción y qué es realidad. Rompemos otra vez el hielo. Acaso Antonioni y Vitti no son ficción ahora. Qué. Es el recuerdo una ficción. Lo es la historia. Lo somos nosotros. Qué hacemos, lector, qué. 

noviembre 02, 2024

Poesía triunfante

Al cabo de esta novelette está la poesía. El jueguecito del lenguaje y las ideas. La gran palabra. No quisiera que llegases al final y te encontrases un muro prosaico de rictus semánticos y tropos recurrentes. La apuesta es la más alta que puedo permitirme y no pienso perder la sonrisa cuando tires este libro por la ventana. Varios niños lo verán caer desde el parque y correrán a ver qué es. Leerán allí mismo sus primeras líneas [Hay que probar todas las puertas, se le revolvió el puto Barba Azul, con cajas destempladas] ateridos de preadolescencia, sumidos en lo prohibido. El más temerario se lo llevará escondido, para que sus padres no lo vean. De chavales nos tapaban la boca con diez cañones por banda, puede que con la sombra errante de Caín, incluso con ¡Paraíso perdido! Perdido por buscarte etc. Y estaba bien, pero no era del todo gran palabra. Si la manzana era el mundo, la rueca actuaba como órbita. Ya sé que es raro que manzana y rueca estén curvilíneamente relacionadas y que por esa razón crezcamos. Alcanzamos la juventud entre la fortuna y el suplicio. Con una vitalidad envenenada empezamos a caer y a fallar siempre en la caída. Tu ventana sigue abierta, lector. Abajo, por tu calle, camina una joven camarera con los pies destrozados, que vuelve a casa después de once largas horas de trabajo. Nuestro libro le caerá cerca y pensará que ha sido una suerte que no le cayese directamente en la cabeza. Lo recogerá, hojeará y seguirá andando con él bajo el brazo. A esa edad aparece la mano de Emmanuéle lo estuviera desabotonando, con la frente a la altura de tu plinto y si no te conozco, no he vivido. Muy resumido, porque ser joven es descender a los infiernos, perderse en los suburbios, buscar jardines feéricos. Y transcurre rapidísimo, che. La verdad sólida del poema tiene la virtud de hacerte perder la noción del espacio, del tiempo, del amor y de la música. Pronto pasará un señor en bicicleta, verá otro libro estrellarse contra la nieve embarrada, parará, mirará arriba sorprendido, lo pondrá en la cesta de la bici, volverá a mirar y seguirá su camino. A partir de ahí no hay que contradecir a los dioses, porque sabes de sobra que es una forma como otra cualquiera de asumirlos. La gran palabra ya estará dicha mil veces para entonces. Llegarán a deshora nuestras voces, tarde, siempre tarde, aunque míranos, aquí andamos, palabreando tanto y tanto y sin poder dejar de hacerlo. Barnett Newman dijo algo sobre los pájaros y no vamos, de facto, a desautorizarlo. Una señora con bufanda camina despacio. Da un puntapié a su libro caído sobre la acera, le cuesta una vida agacharse a recogerlo, pero le da ánimos llegar pronto a la residencia, habrá caldo, unas pastillas, con suerte dos o tres horas de lectura curiosa todavía, a su edad cuesta dormir, antes de caer rendida en la cama helada. Al cabo de esta novelette, de este arrabal de años y letras, debería hallarse, triunfante, insisto, la poesía, que es la menor de las ficciones y por ello la más justificada. Cuando la realidad da asco (marketing, plástico, fascio) y la ficción apesta (reguetón, memes, premios planote), dime tú cómo lo arreglamos si no es mediante una compacta poética de aliento. Al borde mismo de la fosa de las Marianas se escucha el lamento de Carnero, alto, húmedo y claro, clamando como el Bautista en el desierto: Hoy que la triste nave está al partir, con su espectacular monotonía, disposición convencional y materia vigente: ilustraciones que es sabio intercalar esa carcasa ocre es Helena. Incluso entrecortada, yuxtapuesta y sin sentido se aprecia con nitidez la gran palabra. La inmensa palabra. La enormísima palabra. Y yo me pregunto, os pregunto, quién cojones está escuchando allá abajo. Volvamos al principio. Al cabo de esta novelette estáis tú y mi sonrisa prosaica rictus tropo jueguecito. Por lo que sea, has decidido no tirarnos por la ventana y los niños, la camarera, el ciclista y la anciana se irán a la cama sin leer. Mañana alguien te preguntará que de qué iba este libro y tú dirás que no sabes explicarlo. 

octubre 26, 2024

Psittacus erithacus

 No os lo había contado hasta ahora, pero ya no puedo retrasarlo más. Como autor omnisciente que soy, he de deciros que Papá Perrault tenía un yaco africano encerrado en los sótanos de su caserón de París. No parece gran cosa a priori. Lo que cuentan de los loros, lo de la longevidad, lo de Humboldt y eso, es mayormente fantasía. Cualquiera puede tener un periquito canturreando en el balcón mientras escribe Barba Azul. No me refería a eso, sino a algo más gordo. Muy gordo. Esta vez va en serio. Lo digo. Allá va: Era el loro el que le dictaba al viejo Perrault los cuentos. ¿Cómo os quedáis, eh? El gato con botas lo redactó un pájaro. Y Cenicienta. Y Pulgarcito y lo demás. No un pájaro cualquiera, sino el loro más especial que existió jamás en Francia. Nadie, ni Ravel ni el ama de llaves, llegó a descubrir el secreto. Que Ravel, visitante esporádico y un poco a por uvas, no se enterase, diréis vale, pero es difícil tragarse que el ama de llaves haya bajado al sótano sin descubrir el paradero del animal, con rescate nocturno y entrega épica en refugio de aves. Pensaba que a estas alturas vuestra suspensión de incredulidad sería ya del tamaño de Córcega. Desde el sótano, amigos, es evidente, partía un túnel oculto por una puerta secreta, y más allá del túnel había un aviario subterráneo, insonorizado, terrorífico y tocho como la pirámide del Louvre. Por eso los gritos de auxilio del yaco no llegaban a oídos entrometidos. Solo Perrault conocía el acceso y solo él bajaba de noche a sonsacar al loro, mediante trozos de piña, papaya y paraguayo, las palabras exactas que todos conocéis de los libros, transcritas al dictado. Al principio el animal se resistía, pero el hambre aguza el ingenio. Y si la cosa al final se complicaba, Papá Perrault ponía a trabajar sus instrumentos de tortura: largas agujas de coser, hierros candentes, ruedas de carro y comadrejas glotonas. Luego, con el legajo a rebosar, se iba a beber cerveza a una taberna y hacía como que escribía. El loro cautivo, que resultó ser una lora, se llamaba Alejandra. 

octubre 19, 2024

Perfecto Reboiras

 Si estuviésemos hechos solo de palabras. Si fuésemos verbo. Canciones lentas para los encuentros furtivos, verborreas para levantar imperios, susurros para establecerse en los bosques otoñales. Si lo fuéramos, oídme bien, guardaríamos una esperanza: no buscar, como la alquimia, sino ser la palabra que haga renacer el mundo. Al pie de ese cañón, buscando y buscando para los restos, están Ofterdingen, el de las perras negras, algunos de Flaubert, muchos poetas indecisos, la práctica totalidad de los héroes de epopeya y, por supuesto, don Perfecto Reboiras, taumaturgo boticario. ¿Se reconocían como personajes literarios? ¿Sabían ellos que su realidad estaba compuesta de palabras? ¿Lo sabemos nosotros? Qué empeño en husmearse por fuera cuando hay que abrirse en canal y escudriñar dentro. La carne es sustantiva. El alimento diario, adjetivo. Casa, barrio, país son complementos circunstanciales. Naces, creces y te reproduces uniendo sonidos en sílabas, pero no mueres, porque no se muere cuando se está hecho de palabras, ni se olvidan de uno si está fabricado de recuerdos que, de pronto, vuelven a explicarse, bendecido por una lengua hábil, heraldo emplumado para las gatas blancas, los libros abiertos y este kit de supervivencia tan cerca de las últimas páginas. Porque quien dice renacer, dice sucumbir y, al segundo o tercer día, reordenarse. Quizás intuía ya don Perfecto, pues no era estúpido, que ser y buscar son la misma tarea. Pareciera continuamente que una manivela ontológica bien engrasada levantase con admirable fluidez un dique teleológico. Y bajo aquella ignorancia, aún hay quienes rastrean el Verbo Angular, la Clave de los Universos Imaginables, como si buscasen un caudal ignoto y concreto en las lejanas costas de los pagodas. Cuesta siete vidas asimilar que todas las voces por sí mismas son generativas, que cada una de ellas construye tanto lo cotidiano como cuanto deba existir de extraordinario e inadmisible. Algunos pretenden tropezar con un mampuesto dorado en lugar de aprender el oficio de los canteros. Una puta locura. Entretanto, Parnaso arriba, en el centro del maremágnum lingüístico, los dioses distraen sus días contándose unos a otros tal vez chistes verdes, rimando consonante o desguazando arquetipos, con mañas de albañil e ínfulas de rétor a un tiempo. Dioses que tienen nombres extrañísimos, Torrente Ballester, Madame d’Aulnoy, Guillermo Carnero, capricho de la tradición y la mitología. Dioses inaprensibles pues no fueron concebidos de sólidas palabras, sino en carne y luego en piedra y por eso resisten con cierta dificultad los continuos Apocalipsis que zarandean las tramas y los versos. Piensan algunos que ahí, escrito entre el hueso y el granito, está el fiat que desencadena la existencia literaria. En tanto las palabras subsistan todos viviremos en la tierra inverniza, dragones feos sumisos al mandamiento: «Huirás de la afasia como de la muerte». Porque sin duda es el olvido del lenguaje el mal que nos relega al polvo, al A4 de nuevo en blanco, a la conjetura cartesiana de que si nadie te lee, no existes. Yo te doto con la más perfecta fealdad, aunque una palabra tuya bastará para sanarme. Verbos de doble filo, diría don Perfecto. Como todos los verbos, sin excepción.

octubre 12, 2024

Pene de tigre

 El affaire empezó mientras Ravel leía a Barnes. Canturreaba una melodía pentatónica, todavía blandita y sin forjar, cuando por la página 42 decidió ir a conocer en persona a madame d’Aulnoy. Desde Montfort cualquier mención de algo que esté más allá de Versalles suena a literatura. Aleluya. Se duchó, perfumó y dandificó en un periquete, saliendo a una tarde glacial de enero de 1691. Volvió de inmediato a por otro abrigo más gordo, porque no quería pillar una pulmonía. El coche de caballos le dejó cuando oscurecía en casa de la marquise de Castelnau, amiga en común, también escritora. Una vez allí observó que la tertulia bullía a pleno rendimiento. Fue recibido por la anfitriona y presentado como «un músico prometedor», dignidad a priori lisonjera que no supo muy bien si debía tomarse a mal, estando a punto, como estaba, de cumplir los treinta. Escorada hacia un rinconcito del salón, sentada en un confidente, reposaba Marie-Catherine d’Aulnoy, cuarentona, pesante y enérgica, contando chismes sobre Carlos II a unas niñas. Ravel saludó a los concurrentes. [Lenclos, Racine, Scudéry]. Departió un rato. [Sablière, Fontenelle, Sévigné]. Gesticuló intentando llamar su atención. [Cornuel, La Bruyère, Montespan]. Y nada. Fue ampliamente ignorado por la escritora, a pesar del esfuerzo. D’Aulnoy, que se había quedado sola, leía un tomo de La Fontaine. En su rostro soñador prorrumpían con total nitidez los desconchones del destierro. Ravel iba a abordarla cuando alguien le pidió que tocase algo de Couperin. Bien sûr, monsieur. A ver si así, pensó, madame me hace caso. Tomó asiento ante el teclado con los ojos clavados en ella, que lo mismo se asomaba a ratos por la ventana, se rascaba el escote o pensaba en asuntos de hadas. Una baronesa no se deja arrastrar con facilidad hasta espectáculos piromusicales improvisados por clavecinistas desconocidos, que una tiene una reputación, cualquier distracción antes de prestar oídos a otro juntateclas. Ravel interpretó un prélude y, al acabar, hubo un silencio de lo más incómodo. Se abalanzó sobre algunas danzas, para tratar de remontar el recital, forlana por aquí, rigodón por allá, las cuales fueron aplaudidas en grado desigual y más bien por compromiso. Demasiado raro, se escuchaba entre susurros, eso no es del organista Couperin, se cree que somos idiotas, qué atrevimiento. La voz de la marquise de Castelnau refrenó la indignación anunciando canapés de oca y a otra cosa. Madame d’Aulnoy, que hasta entonces, como dije, había ignorado fuerte al juntateclas, se fijó por fin en él, debido precisamente al revuelo. No era guapo, aunque sí le resultó armónicamente sugestivo. Acercándose por detrás le dijo al oído: toca usted como si bailara sobre la tumba de Couperin. Tendrá usted que concretar a cuál de los Couperin se refiere, madame d’Aulnoy, dijo el músico dándose la vuelta. Oiga, ya que usted, por lo que veo, me conoce a mí, permítame a mí conocerle a usted. Y le echó, sin más preámbulos, mano al paquete. Maurice Ravel, para servirla, alcanzó a decir él con voz de pito. Tanto gusto. Madame de Castelnau, que era joven pero no tonta, les hizo acompañar con discreción a una alcoba que ella misma había diseñado para favorecer al máximo los placeres de la cama. Alto dosel, unos almohadones enormes, vino champenoise puesto en nieve, mirillas desde la estancia contigua para los curiosos. Confirmamos que París es una gran bola de musgo, sábanas, pelos y abortos. Ravel apenas podía aguantarse el deseo. D’Aulnoy, amante avezada, lo levantó en vilo y lo precipitó encima de la gran cama. Quiero hacerte, declamó, lo que la pluma le hace al papel. Y le arrancó de un tirón los pantalones. Pues yo quiero hacerte, se animó él, lo que hacen el corno inglés y el piano hacia el final del segundo movimiento de mi Concierto en Sol. No fue tan poético como lo de la pluma y el papel, si bien, para compensar, el joven se coló bajo la falda de la baronesa su buen cuarto de hora. Desnudos por fin y en absoluto celo, follaron a la luz de las velas hasta que el día rompió y la marquise de Castelnau les mandó el desayuno a la alcoba. Se portó como un tigre, confesaría horas después madame d’Aulnoy a su joven amiga. ¡Vaya potencia!, exclamó la marquise. Sí, muy potente, ¡y qué espículas! ¿Eso qué es? Espinas, querida, espinitas juguetonas en el glande. Castelnau abrió unos ojos como platos. No había forma de que me la sacara, el tío, dijo con picardía d’Aulnoy; he disfrutado como una gata. Castelnau quiso conocer más detalles. Haremos algo mejor, iremos las dos a su casa, sin avisar, esta noche. Me han asegurado, apuntó Castelnau, entusiasmada por la idea, que le gustan las manzanas fuji. Pues tendrá que conformarse con manzanas autóctonas, rió d’Aulnoy apretándose la pechuga entre las manos. Y a la joven marquise se le hizo la boca agua. 

octubre 05, 2024

Paradojas de Zenón

Íncipit. Los primeros son pasos breves, tanteadores. Introductorios. Tal vez circulares. Existía una idea difusa, seguramente generativa: señalar el contraste entre las fábulas primigenias (ya edulcoradas por Papá Perrault) y las versiones en almíbar posmoderno (oh, buzo de lavabos). Debían ser textos sin pretensiones, simples divertimentos expresivos, dislates simulacro del barroco. Si estilo francés, Pierrot et Colombine; si estilo italiano, maschere di carnavale. Tenía entre manos, pues, un proyecto. Una cantidad creciente de objetos a los que dar forma. Les puse un techo contra el que chocar, un tope necesario. Seréis cien, les dije. ¡Otro hectoedro!, respondieron. Sí, dije rascándome la calva. Pues vaya. Ese proyecto es la tortuga. Una tortuga exponencial que se las pela. Con ella, el cajón de los bocetos, de repente, rebasó la centena. Yo soy Aquiles, mucho más lento componiendo. Cuando alcance las cien entradas, triunfante sobre París, la tortuga estará cruzando Poitiers. Cuando llegue escribiendo a Poitiers, si llego, ella estará tomando el sol en Donibane Lohizune. Las paradojas, las paradojas, las paradojas. Se ha demolido a menudo la narrativa, así que ya es hora de descombrar. En el bosque había una flecha, pero no se movía. Un poco más allá acampaba un ciego que comía uvas de dos en dos mientras tú callabas. Se interponía un totum revolutum de material informe, sometido a altas presiones. La flecha quieta atravesó dicha hojarasca, potaje, puzzle, magma, orgía y se clavó cuánticamente en los dos ojos del ciego a la vez, que como ya estaba ciego de antes, ni lo notó. Anduvo la mitad de la mitad de la mitad del camino que quedaba con la flecha clavada y jamás alcanzó su destino. A veces somos crónica y a veces chisme. Con tanta indeterminación corremos el riesgo de que este caldo en que te atreves a chapotear, como chapotea Homero en su ceguera, se convierta en una recopilación de desconexiones locas sobre asuntos feéricos. No obstante, Ravel, D’Aulnoy, Carnero y yo preferimos llamarlo hiponovela. Creo que ya he usado el término. Una hiponovela rococontemporánea. Una densa resistencia literaria. Una carencia en sí. La tortuga vencerá a Aquiles si, y solo si, el ciego es atravesado por la flecha cuántica. Como siempre, eres tú, el leyente, quien le dará su razón y rumbo. Qué paradoja. Para derrotar a la tortuga hay que pararse, renunciar, comer raíces. No escribir de corrido. Eso nunca. También hay que leer y leer y leer, pero como leen los ciegos: el silencio del viento en los cerezos ateridos, el olor a bizcocho de un mar picado, el roce amarillo de las libélulas azules. Para matar la novela no basta matar la trama, el estilo, los personajes, la propia escritura. Estaría en blanco y seguiría siendo una novela. Que no escuchemos caer el grano de mijo significa precisamente que existe relato. Se necesita de un sacrificio que ni Patroclo ante los muros de Ilión. Un sacrificio que nadie, que sepamos, ha otorgado. Aquiles se pregunta a todas horas por el lugar que ocupa la tortuga, y el lugar se pregunta por qué Aquiles la persigue, y la tortuga se pregunta por el camino más recto hacia Poitiers. Eso es novela. La pregunta, el lugar, la pregunta, el lugar, otra pregunta, una pregunta en un lugar, pregunta, lugar lugar, lugar-pregunta y casi ninguna respuesta. Éxcipit. Los chicos quieren cargarse la literatura, cuando en realidad basta con que la literatura no les arrolle en su carrera. No veo en qué quedará tanta paradoja cuando Aquiles se coma con patatas a la tortuga.

septiembre 28, 2024

Postureo estético

 Debido a la caótica gestación de esta cosa, estoy atendiendo poquísimo al personaje de Carnero. Menos de lo que yo querría. Sé que es importante en la nebulosa trama, aunque aún no ha llegado su momento y, estando como estamos al 70%, puede que nunca llegue. Acabo de convertir a Bartók en un fantasma. Perrault y Ravel son poco más que guiñoles literarios desde el principio. Madame d’Aulnoy, tal vez la figura más íntegra, que ha ido creciendo sin pausa en protagonismo, no llegará a romper. Los demás elementos son secundarios: Gershwin mendicante, Barba Azul y Erzsébet enamorados, los pagodas de vanguardia, el Pulgarcito épico, la guillotina y no recuerdo qué más, paja intelectualoide, cocaína imaginativa, pretextos de escritura. He perdido, es verdad, el punch venecianista que traía de serie con demasiada facilidad, como se pierde un imperio o la cartera. La propia estructura atómica de estas patrañas, una vez desestabilizado el núcleo, exige ir terminando pronto, antes de que colapse el sistema y nos pille debajo. Sospecho que es la sombra de Carnero la que me está tapando el sol. Y es que cada palabra es postureo vacuo, aquí en la página en blanco. Las manchas del papel brillan a la luz de algunas ocurrencias y, sin embargo, Carnero, antaño picajoso, ahora condesciende. Hay que someterlo pronto, me digo, como a los demás. Mi silueta autoral aparece y se recorta a contraluz por el hueco de unos libros robados de un polvoriento anaquel. Pretendo ser un espectro de Brocken, algo que le amilane, pero Carnero, aún vivo, no se llega ni a incomodar, por mucho claroscuro y tiniebla que me arrogue. Examina estas mismas páginas, vivisección, análisis, consecuente diatriba. Carnero espartaco esteticista, Carnero el novisisísimo, Carnero y yo cadáveres sin rumbo y rosas. El gran poeta se impone sobre mi (supuesto) mausoleo de irreverencia y me impide descalabrarle como a los otros muertos. Ha sido un apóstol intocable, versos beatos, en su altísima hornacina. Es muy posible que no sea exigencia externa, sino mero autocontrol. Los hechos probados son que, en esta MI confusa letanía, no se me ha dado potestad para maltratarle, y no sé muy bien por qué. 

septiembre 21, 2024

Para que bailen los osos

 Para que bailen los osos hay que cantar a media voz. Ni muy fuerte ni muy flojo. Si quieres seguir con vida mantente de pie, esgrime tu garganta y elige bien el repertorio. Una vez encomendado al sagrado fantasma de Bartók, ya puedes centrarte por completo en la fiera. Va a ser una lucha de titanes. Desde sus observatorios, los astrónomos te mirarán raro. Eh, atentos a ese idiota, no sabe conmover a las estrellas, pensarán engreídos. Y seguirán con sus longitudes de onda, paralajes y transposiciones, porque nunca se han enfrentado a un oso. Dicta nuestra fe que, paseando por los pueblos valacos, el sagrado fantasma de Bartók se encontraba con ellos a menudo y, en lugar de escapar, los amansaba mediante improvisadas danzas de las que parecen danzarse desde siempre y los osos bailaban. Lo ancestral no tiene que ser ancestral, aunque sí parecerlo a oídos de los osos. La mayoría no quiere estridencias, así que descarta los exabruptos. Tampoco podrás engatusarles con susurros y palabritas de niño bueno. Lo cursi te lo guardas. Un solo zarpazo bastaría, pero no pasará, porque el fantasma te asiste y te acompaña. Hay que sujetar fuerte la línea melódica y no soltarla. Usa contrapuntos prácticos para rellenar los huecos. Nada de armonías prohibitivas. Camina en círculos como si tú también bailaras. Al fin y al cabo los dos sois plantígrados. Gira y el úrsido girará. Intenta huir y no cantarás más. Si el oso se pone a gruñir contigo, no suele ser porque vaya a emprender contra ti una embestida mortal. A veces sus rugidos son simpatía armónica. Llegarás a notar que no solo tu voz provoca aquella fluida cadena de arabescos y pliés, sino que es esa danza animal la que empuja el sonido a tu garganta. Es algo recíproco. El oso te engatusa también a ti. Te dice: abandona el delirio de la astronomía. Tu tesitura es la insuficiencia. Lo entenderás si sobrevives. Entonces, en un temerario silencio de blanca, el fantasma y tú haréis un rápido mohín de burla a las estrellas. Quién las necesita conmover si puedes hacer que bailen los osos. Justo ahí te sentirás tocado por la gracia. Nada que ver con aquello que canturrean los engreídos astrónomos. Seguramente su canto no sea sino ruido de ecuaciones para el cálculo de órbitas. Mucho lerele y poco larala. Tú haces bailar a los osos, ojo. Esa es la auténtica magia. Lo otro es presunción, nadie ha nacido que pueda conmover a las estrellas. Podría parecer que algunos lo hacen, pero no. Bartók lo sabe y ahora tú también. Tienen suerte los astrónomos de no salir nunca de sus observatorios y no cruzarse con un oso. Serían incapaces de hacerlo bailar y el oso los haría, en un santiamén, polvo de estrellas. Hacia el final del baile, llegado el momento, el oso se dará la vuelta y no volverá a girarse. Se marchará feliz y nadie podrá quitarle lo bailado. Es posible que te recuerde, o quizá no. Tú harás exactamente lo mismo. Comerás raíces, beberás en arroyos, dormirás bajo cornisas. Y el día menos pensado te encontrarás de frente con otro oso y, con ayuda del sagrado fantasma de Bartók, le harás bailar. 

septiembre 07, 2024

Planteamiento, nudo, desenlace

 La ventana está abierta. Con el viento, las velas se han apagado. Papá Perrault lambucea ansioso la escudilla de callos de Caen que se acaba de zampar, para que su ama de llaves se ahorre el friegue del cacharro. Durante el refrigerio, la cosa cambia. Antes no había manera de subvertir el curso normal de la narración y mira ahora, todo patas arriba. Hay un lobo vomitando, un ogro simpático y un gatazo señorial anunciando en instagram una marca de zapatos caros, cada uno escrito en su papel y cada papel revoloteando por la cámara. No está mal como tablero de dirección. Papá Perrault se calza el pijama para la siesta. El ama de llaves vendrá después a darle friegas por todo el cuerpo para que el dolor de aire le baje a los pies. Escribe desde las primeras luces, vaya usted a saber el qué. A veces confunde el cristal con las pieles de ardilla. Nada raro. Oscurecerá pronto sobre Santa Genoveva. Han llamado a la puerta. Dos golpes de albada, uno, silencio. No son horas. París sabe que Perrault escribe de mañanas. ¿O era por las noches? Ravel sube ligero las empinadas escaleras. Buenos días, viejo, ¿cómo estás hoy? Hambriento, y también arrugado. Vivo, por lo tanto. No, vivo solo de momento. El desenlace habitual, también te digo. Pues no te creas, que los hay inmortales. El ama de llaves entra en la estancia, le baja los calzones a Perrault hasta medio muslo y se encarama, poniéndole las tetas en la cara. Son más de cuarenta años de friegas infalibles. La guardiana y el maestro, o algo así. Mientras tanto, continúa la charla. Debes ordenar la narración, viejo, asegura Ravel, no se entiende nada. El músico levanta la mano y coge una cuartilla demostrativa al vuelo. ¿Para qué?, contesta Perrault, si el lector ha muerto, tan tranquilo, en su cama. Escribimos para nadie. Exageras, Charles, responde Ravel, siempre hay generaciones nuevas, público valiente. El tiempo juega a nuestro favor mientras sigamos vivos. Pero Papá Perrault no está muy convencido de seguir vivo. La tuya parece una teoría de mierda, Maurice. Y en esas están cuando el ama de llaves trae el rancho: callos de Caen, sus preferidos. Amanece y ya no corre el viento. ¿Te quedarás a cenar, verdad? Con mucho gusto, viejo. Y entonces, mágicamente, los papeles voladores se desmoronan hasta el suelo.

agosto 31, 2024

¿Por qué no nos basta con los libros?

 Conozco tres o cuatro personas, ya granadas, que viven en un galaxia muy, muy lejana. Otras seis enganchadas a Tolkien y un par más a Lovecraft. De ahí no les sacas. La prima de mi madre no ha despegado la oreja del pop de los 70 y mi tío Carlos, que ya le vale, concentra en Pajares y Esteso sus aproximaciones al cine español. Zonas de confort, herederas de las cavernas. Mi primo Enrique, de joven, quería ser pintor de decorados. Un día visitó una expo de Cezanne en el Thyssen y se convirtió al postcubismo confitado, con medallita francesa y galería monográfica. Yo mismo, para no mentirme, quedé prendado de La saga/fuga y sigo en mis trece. Una catedral que ni la de Villasanta. Tal vez, inconsciente de mí, me obsesione imitarla más de lo que me permito admitir, aunque fuese una miserable bóveda, sin lograrlo. Todo esto viene porque a Julian Barnes no le valía con los libros de Flaubert. Tenía que encontrar al loro. Efectivamente, no basta con los libros. Hay que consumir oxígeno, agua, proteínas, y quizá algodón, eso como mínimo. El kit del buen ser vivo, palpable y concreto. A partir de aquí, las pirámides divergen. Maslow es solo una opinión. Herzberg otra. Hay quien necesita sexo y familia, drogas y recogimiento, éxito y martirio. Pero este es otro tema. Hablábamos de obsesiones estéticas, resistencia al cambio y monotonía cultural. Aquella mañana, con las primeras luces, Ang Lee se acercó al lago mucho antes que cualquier otro miembro del equipo de rodaje. Tenía algo que meditar sobre Dios, los mitos y la epistemología. Miró el croma de fondo como si mirase al horizonte y pensó que el guion ninguneaba de forma flagrante el pacto ficcional divino, aquello que otros han llamado la fe, como si fuese el de un vulgar cuento de hadas, lo cual iba a debilitar la sólida estructura del film y lastrar al héroe tangible que revela, casi al final del metraje, que todo lo mágico vivido solo estaba en su puta cabeza. Ang Lee escuchó rugir a Richard Parker, cerca, en su jaula. Supuso que el gran felino, omnisciente, estaba 100% de acuerdo en lo de buscar al loro, aunque era ya muy tarde para plantear cambios a la productora.

agosto 24, 2024

Pierre Menard, autor de (autocompletar)

 Supongamos que Papá Perrault escribe Anna Karenina doscientos años antes que Tolstoi. Se cree por un rato Pierre Menard y el arquetipo de la adultera reaparece como una premonición tiznado de cenizas, amontonado de ruecas y tocado de pelucas. Nadie discutirá su total modernidad, hito inexplicable como Shakespeare, más milagrosa que la original. Perrault redactó además algunos finales de las novelas de Steinbeck, los nueve cuentos de Salinger, varios poemas de Apollinaire al azar y un nutrido tomo con ensayos de Borges previos a 1939. A Ravel, por la parte que le toca, le pasó algo parecido. Compuso Tavener, Pärt y Górecki con décadas de antelación, porque, total, no hay ruinas musicales. Durante el proceso se alimentó exclusivamente con manzanas fuji mientras volvía a creer de nuevo en dios, doblegaba sus grandes orquestaciones al mínimo y se acordaba de sus amigos muertos en la Grande Guerre. Este laberinto de música y letra consigue que todos puedan escribirse unos a otros sin ton ni son en una orgía que multiplica hasta la náusea el trabajo de melómanos y lectores, míranos con qué cara de póker. No es plagio, no es reescritura, ni homenaje, ni parodia. Cuando Perrault escribe “Pitié pour nous qui combattons toujours aux frontières / de l’illimité et de l’avenir, / pitié pour nos erreurs, pitié pour nos péchés.” no está ensalzando con falsa modestia la titánica tarea estética de las Vanguardias, sino disculpando sinceramente su desconocimiento del futuro —sus dilatadas bifurcaciones literarias— al afrontar la menardización de la lírica surrealista. Cuando Garcilaso encara a Carnero no compone desde la flema preciosista del novísimo, sino que la trastoca en parva comunión con la Naturaleza. Cuando Beethoven hace frente a un cuarteto de Bartók no encontramos rastro de desfiguración folclórica, sino una partitura con un claro síndrome de burnout. Desde estos presupuestos, la cosa se puede complicar bastante al trascender las combinaciones binarias mediante otras ternarias y cuaternarias. Somos Tolstoi siendo Perrault siendo Menard siendo Ravel siendo nosotros, puestos hasta las cejas en abismo. Plano, maqueta y teresacto. También tú, sí, tú, que me lees desde el triclinio o desde el i-sofá, a mí o a cualquiera que haya escrito esto, palabra por palabra y línea por línea, infinitas veces. ¿Por qué no lo inventas de nuevo, erre que erre, con tu lectura generativa?

agosto 17, 2024

Pipeto, el monito robado

 Los monos roban. Es innato. Roban libros. Luego se disculpan, como Pinochos con pelo. Se disculpan más que las personas, que roban libros y nunca los devuelven y mienten si se les pregunta. Nadie dijo que la evolución fuera en la dirección correcta. La vida es el objetivo, no ser más guapo, ni más leído, ni más bueno. Los seres humanos somos una involución y Collodi lo sabía, y si no lo sabía se hizo el sueco. Aquellos personajes casi humanos son un espejo convexo en el que nunca deberíamos mirarnos sin comprender de antemano que lo que veremos no es deformidad, sino inconsistencia. Por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa.

agosto 10, 2024

Poitiers bien vale una misa

 Madame d’Aulnoy está que se sube por las paredes. Ya sabéis la mala hostia que gasta. Si todo sigue así Papá Perrault va a comerle la tostada. Es un ciudadano negligente, refunfuña, es un cerdo misógino, un pésimo escritor. Ella, por el contrario, escribe como los ángeles. Combina mejor los tropos y desarrolla con absoluta exuberancia su vívida imaginación. Lo dicen todos los críticos. Los que saben. Es-una-diosa-de-las-letras. Su Venus de Willendorf. La reina de las hadas. Debería bastar para prevalecer. A su pesar, no obstante, es la fama del parisino la que crece con el paso de las décadas, mientras ella cae en el olvido. Eso la encabrona máximo. La relega al papel de eterna aspirante, como Louis de Bourbon. Oh, Charlie, ganso seboso, qué habrán visto los lectores en ti, con tanta moralina estúpida, tanto desorden argumental y esa fijación pomposa por aleccionar a las mujeres. Oh, reyezuelo cuentista. D’Aulnoy le odia a muerte. No lo puede evitar. Ni quiere, porque es un simple. Un corazón simple incapacitado para gobernar la sofisticación. No vamos a descubrir ahora a nadie que por sistema las escritoras han sido sepultadas en su quehacer diario bajo prohibiciones ridículas y deberes ajenos a la escritura. Las que milagrosamente han conseguido salvar estos escollos en vida y plasmar de algún modo su relevancia han sido tapiadas para la posteridad, como Bathory por un tribunal de siglos, preservadas de la luz del Parnaso como princesas cierva, asediadas cual monarca hugonote por despiadados católicos de la amnesia. Que Papá Perrault es hombre y D’Aulnoy no lo es, ¿queda claro? Así se alimenta el sencillo mecanismo de la exclusión de género. Así se derroca a las mujeres. Mais c’est fini, escupe. Hoy, aquí ante nosotros, reclama su legítimo derecho al trono feérico porque el barroco es ella, señores, y da un puñetazo en su escritorio, ELLA, Marie-Catherine le Jumelle de Barneville, Baronesa d’Aulnoy. El refinamiento general, la estridencia absoluta, la siempre acertada selección de cada exceso. Y no solo ella, sino TODAS, las cuentistas, las fabuladoras, las novelistas, que son más. Muchas más que ellos. Madame de La Force, Madame de Murat, la Marquesa d’Aulneuil, Madmoiselle L’Héritier, Lubert, Lintot, Villeneuve, Leprince de Beaumont, Fagnan… Apenas recordadas en Francia aunque perduren en todo el mundo sus invenciones, versiones y rescates como excelsas obras anónimas. Hermanas, ha llegando el momento de vindicar con lo escrito vuestro lugar en el recuerdo colectivo. Paris bien vale una misa. Y si no es Paris será Poitiers, Pekín o Pernambuco. Aceptad la corona sin remilgos ni complejos, sin atisbo de impostura. Vosotras sois las que sois. Reinas de las hadas. Descalzaos los demás, que pisáis suelo sagrado. 

agosto 03, 2024

Pezuña de camello

  Sherezade se quedará aún un rato despierta, una vez alejada del sultán. Recostada en su otro lecho, leerá algo de Houellebecq, dispuesta a mantener el pescuezo intacto cueste lo que cueste. A mi pésima edición de Las mil y una noches le faltan páginas. Un error de encuadernación. Así que poco o nada sé de ungulados. ¿En qué estarían pensando los operarios de la imprenta? A saber. Las leí, incompletas, hace 20 años y llevo queriendo ahorrar desde entonces para acceder a una edición digna. Son caras, las noches, pero salían un montón de camellos, eso seguro. En Moby Dick salen ballenas, ¿no? Obvio. Me aburren, en general, las cosas sin pezuñas. Las ballenas aún tienen dedos, pero en el mar, como que se usaban menos. La evolución conserva todas las páginas. Penungulados de Kipling. Perisodáctilos de McCarthy. Bóvidos de granja. El cuerpo me pide taxonomía, como a Melville. Resulta que hay más especies de ungulados que quesos en Francia. ¿Da o no da para paja? Mis favoritos, por favor, los de uñas pares. Rodolfo el reno. El búfalo de Bill. Peppa Pig y la vaca Lola. Hasta Flipper con Willy liberada. Una gran fondue evolutiva de pelambre, glándulas odoríferas y dedos vestigiales. Las mil y una noches del fanerozoico. En este marco narrativo quisiera desarrollar brevemente mis pequeñas subhistorias de camellos. Como la de aquel que vendió una joroba para pagarse el aumento de la otra, o la de aquel que cruzó el desierto, desde Baréin hasta Beirut, a la pata coja, o la de aquel otro que bailaba claqué sobre cadáveres enemigos cuando terminaba la batalla. Tal vez Sherezade sueñe estrategias que incluyan pezuñas de camello o tal vez arranque algunas páginas del Sumisión, pero lo innegable es que está dispuesta a mantener el pescuezo intacto cuente lo que cuente. 

julio 27, 2024

Princesa idumea

 Nos, Antipas, tetrarca de Galilea, dimitimos de nuestros cargos, repudiamos a nuestra mujer y nos fugamos con Salomé, hijastra, sobrina y medio nieta, a tierras del Barada. El amor, como la muerte, no tiene edad, ni discierne la sangre una vez derramada por Cupido. Aún recuerdo la cabeza sin cuerpo del profeta, una cabeza hermosa, como todas cuando son recién cortadas, hermosa la del rey Luis, hermosa la de Weidmann. Una azotea heráldica de precursor divino, digna de estar en un museo de cholas, compadre. Le hicimos todo tipo de preguntas durante años como quien consulta a las pitonisas de la tele, reímos por su deforme silencio, sus párpados de celofán y su lengua asomando. Aquella noche, en Maqueronte, la espada del verdugo no entregó piltrafas de augur. Por fin Nos lo comprendemos. Lo que recibimos fue a Salomé en bandeja de plata. Desde entonces, Nos, que somos lo opuesto a aquel charlatán decapitado, su espejo infame, que hemos cometido por igual crímenes contra la moral de dioses y de hombres, perdimos la cabeza por ese cuerpo de diosa. Qué perreo, oye. Qué gym. Los celos de Herodías iban en aumento. Razones tenía. Llegamos a temer por la vida de la muchacha. La mirábamos con descaro, desde el borde del delirio. La abordábamos a solas con galanterías y regalos: un vestidito de Hermès, unas botas de Jimmy Choo, la mollera de algún rebelde esenio. Mantuvimos la nuestra en su sitio de milagro, solo sujeta por el ansia de comer coño de princesa idumea, por la codicia de encajar entre sus muslos, blancos como la gata, la cierva y la tórtola. Oh, Salomé, que Oscar Wilde te guarde lo que no te guardó Flaubert. ¿Acaso deben importar a un rey más leyes de las que dicta el deseo? Ya la liamos gordísima con Herodías, su madre, también hija y esposa de mis hermanos, y no se acabó el mundo. Viajamos durante años con ella por el valle de los placeres prohibidos a los hombres corrientes. ¿Por qué no hacerlo de nuevo? Más viejo pero ansiosamente vivo, follaremos con Salomé todas las noches en un discreto loft de Damasco, sometido por fin a su tortura deliciosa. Dirán de Nos que fuimos desterrado a España por el rabioso Calígula, porque así dispusimos que constara en los anales, sobornando con oro a cronistas romanos. Acabaremos sin embargo nuestros días anegado de vino, montando a Salomé mientras el body aguante y esperando que nos eche la buenaventura de tanto en tanto el melón podrido e hipnótico del bautista, que atrozmente aún conservamos en un frasco de formol. Apiádense los dioses de Nos, Antipas, tetrarca de Galilea. 

julio 20, 2024

¿Para qué quieres ser un Ravel de segunda si puedes ser un Gershwin de primera?

 La ficción es una catarata. Pon uno o dos ingredientes reales en una acción plausible y tendrás tu pequeño Niágara. Luego repítelo in æternum con un Saltito del Ángel o unas coquetas Victoria. Llámalo ultraficción. Atentos. Nueva York, marzo de 1928. En una fiesta se conocen Maurice Ravel y George Gershwin. El viejo maestro francés quiere empaparse de la frescura American Falls del jazz neoyorkino, que era una música tan reciente y diametral que parecía imposible que hubiese nacido ella sola. El joven genio de Broadway, por su parte, está como loco por conseguir que alguna celebridad europea le imparta clases Gavarnie de armonía y contrapunto. Tocan juntos, se emborrachan juntos y en una de esas Gershwin le pide a Ravel some lessons, master. Hasta aquí la historia, la realidad, lo que corroboran los testigos, todo aquello que jamás te debe estropear una buena leyenda. La ultraficción se activa y es exuberante. Nos vende que Ravel rechazó la oferta del siguiente modo: ¿para qué quieres ser un Ravel de segunda si puedes ser un Gershwin de primera? Épico al máximo, tú, pero falso. Una declaración evidentemente apócrifa. El francés nunca respondió en esos términos. La anfitriona, Eva Gauthier, mezzo, asegura que Ravel juzgaba que las rigideces europeas desbaratarían el descaro americano del amigo Gershwin y que no pensaba ser el ejecutor de tamaña desgracia. Luego siguieron cantando The man I love y bebiendo Tom Collins hasta el amanecer. Por lo que sea, Gershwin arrastró durante su corta vida la obsesión insana de querer secarse en el desierto de la tradición veteromundista. Hubo otros desencuentros. El coche de Gershwin recoge a Stravinsky en la Sala Pleyel para ir a otra fiesta. De nuevo protagonistas reales y escena verosímil. Se conocen desde hace semanas y, por el carácter de ambos, podría decirse que ya son amigos. Gershwin se lanza y le pide ser su alumno como quien le declara amor eterno. El chófer revelaría después que Stravinsky rechazó prosaicamente la oferta, aunque para el mito ultra, la conversación transcurrió tal que así: ¿Querría usted darme clases? Antes de responder a eso, George, quiero saber cuánto gana usted en Broadway. Gané 200.000 dólares Horseshoe el año pasado, master, confesó Gershwin. Pues entonces, sentenció el autor de Petrushka, soy yo el que debería aprender de usted. Tercer incidente. Arnold Schönberg se ha ido a vivir a Los Ángeles huyendo del nazismo. Gershwin también, porque ha empezado a trabajar en Hollywood, tentado por las mieles del nuevo cine sonoro. Gershwin pide clases. El vienés le dice que no, pero que si le apetece pueden jugar al tenis. Skógafoss. Cuarto intento. Se cruzó una noche con Rachmaninov al salir de Carnegie Hall y le pidió algún consejo sobre digitación clásica. ¿Ves estas manos?, contestó Rachmaninov enfadado: pues te las comes. Y así, poco a poco, puedes ir metiendo en tu ultraficción las Iguazú que quieras. Quinto acto. Gershwin visita a Dvórak en el Conservatorio Nacional de América, calle 25 Oeste. Es puntualmente rechazado. Toma seis. Gershwin intenta convencer a Bartók en su modesto apartamento de la calle 57. Llega tarde. Ditta, su viuda, le informa que acaba de morir de leucemia. Capítulo siete. Gershwin pide ayuda a Boulanger, Glazunov, Ibert, Ginestera, Milhaud, Piazzola, Martinu, Tailleferre, incluso a Bertold Brecht, que pasaba por allí. Uno por uno se la fueron negando. Al final, como guinda, añades un último aparato ultra. Un epílogo sin esperanza como por ejemplo Gershwin probó suerte a la desesperada con Hans Zimmer, que no podía decirle que no, coño, él era el gran Gershwin, ¡nadie del siglo XXI dice que no al puto gran Gershwin! Era un caluroso día de julio en Beverly Hills. A Gershwin le dolía la cabeza. Hola, Hans. Hola, George. Quería pedirte que me dieras alguna clase Yosemite Falls de armonía. Ah, muy bien, será un honor, ¿cuándo quieres empezar, George? Mañana mismo, Hans, si te parece. Uf, mañana es sábado, George, los sábados toco el teclado con unos amigos españoles. Oh, vaya. A partir del lunes, sin problema. Vale, Hans, perfecto. Muy bien, George. El lunes 12. Sí, lunes 12, nos vemos aquí, hacia las nueve. ¿Yosemite Falls, eh? Claro, claro, Yosemite. Adiós, Hans. Adiós, George. 

julio 13, 2024

Peor que una flauta

 De paseo por Austria-Hungría, se respira música. Los camiones en las autovías suenan a Strauss hijo. No exagero. Se escuchan polkas a cada claxon. Trish trash. En el Burggarten, junto a la Ópera, las tórtolas graznan como el clarinete jazzy de la Pastoral. Parecen bailar sobre la hierba cortada de la mañana. Un bebé llora armónicamente en su carrito por la calle Nußdorfer, llanto que suena sin remedio a Winterreise. Así todo el rato. Cerca de San Esteban se intuyen los cánticos de los fantasmas de las niñas del Blutgasse, afinados con tijeras y largas agujas de tejer. Pared con pared, un acordeonista callejero destroza algún valsecito sin amo, muy cerca de la casa en que vivió Mozart. ¿Qué suena peor que una flauta? Dos flautas. Flotando en este caldo sonoro no encontraréis melindres francesas, Chloes, Siringas, poemitas de Ronsard. Solo masonería compacta, Wie Stark ist nicht dein Zauberton, rondós marciales de Doppler y una cadencia nunca escrita por Haydn al final de cada movimiento del concierto en D-dur. La narrativa musical germana, siempre vertical y masculina. ¡Las tramoyas no cantan conmigo!, protestó Fischer-Dieskau en mitad de un ensayo del Wozzeck. Le parecía que no habían previsto suficiente sangre sobre el cartón-piedra del decorado. Se comió sin rechistar la bronca de Karl Böhm, por impertinente, pero dio a los de producción una buena excusa para solucionar el superávit de flautas.

julio 06, 2024

Penrose

 No sé si a estas alturas quedarán dudas. Debajo de cada libro hay otro libro. Las cebollas, los puerros, las chalotas, las cebollitas de Cambray tiene capas y dentro un corazón como los alcauciles, los relojes y los internos del manicomio. La travesía ontológica de aquel Heinrich von Ofterdingen tardosurrealista, grávido allá, pero definitivamente cuántico acá, es la misma búsqueda de sangre de Erzsébet Báthory a través del prisma ultralírico de Valentine Penrose. Se masca, de nuevo, la tortura. Nos hemos ganado la potestad de poner a girar en la rueda un buen puñado de ideas, como vírgenes desmembradas, mientras alguien, tú mismo que lees, se tumba debajo a embadurnarse con sus humores y su mierda. No sabemos cierto si en el encierro final la condesa fue asistida por la cour d’amours de un pájaro azul o si vislumbró alucinada un colorido loro de luz como Fèlicité. Aún así, la investigación de Penrose es exhaustiva hasta dejar a la vista una red de obvias craqueladuras, grietas y desconchados. Durante los años del terror, la alimaña de Csejthe estucó sin descanso las paredes, suelos y techos de su leyenda como un alarife aplicado, diríase que con buen talante y entusiasmo, secundada por un poder que rebasa los privilegios de la nobleza feudal para adentrarse en jurisdicciones sobrenaturales. El Maligno. Nosferatu. Belcebú. El pacto habitual. Vayan llamando a otro exorcista, que Sidonay va tirándolos al río. Con su grimorio, Penrose picotea en el revoque fabuloso y nos deja un buen montón de cascotes y un par de corros de brujas con vísceras humanas. Nosotros, espectadores inexpugnables sobre nuestra atalaya, mitad primer mundo, mitad tercer milenio, paladeamos por igual el olor ferroso de las pétreas mazmorras y el etéreo proceder de la taumaturgia. Lo bello. Lo sublime. Lo pintoresco. Hacia el final, no obstante, solo queda la sensación de fracaso. Otro fracaso. Todo quisque en la vieja Hungría sabía de los apetitos y desmanes de la Báthory y, sin embargo, tardaron como tres décadas en emparedarla. Si pusiéramos en fila los cadáveres de las niñas, a metro y medio por niña, podríamos dibujar la línea de costa de la Liberty Island o vadear el Miño en A Guarda de espinazo en espinazo. Cualquier narratólogo de poca monta hallará sin esfuerzo trazas de Psique vengándose de sus hermanas, vestigios de un Barba Azul desquiciado, huella de las ogresas comeniñas que poblaban los bosques de los Cárpatos. La ficción siempre deformó la realidad porque la realidad sin deformar era insoportable. Después fue meridianamente sencillo realizar el camino inverso y aliñar los cuentos clásicos con las múltiples fechorías, ahora sí bien documentadas, que la gente de abolengo nos ha ido regalando a través de los siglos. Así, los vampiros se convirtieron en aristócratas preclaros. Las madrastras fueron progenitoras ilustres, pero adictas y negligentes. Los gigantes sacudieron la tierra desde sus despachos y avaricias de magnate. Los héroes feroces de ayer, última defensa, se fueron volviendo cada día más cotidianos y más inútiles. Remakes, retelling, adaptaciones, novelización, inspiraciones lejanas. Hoy la realidad oculta la ficción porque es la propia ficción lo que se nos está volviendo insoportable. La clarificación de Penrose resulta ser, paradójicamente, un ejercicio frustrante, si somos capaces de proyectar por un momento aquella Edad Media en la nuestra. ¿Cuántas niñas son enviadas en este momento a Csejthe a servir a la condesa en su matadero? Aquí, en Shanghai, en Monrovia, en Poitiers, en Ohio. Más arriba estaba el bosque lleno de linces, de lobos, de zorros y de martas, animales pardos en verano y blancos en invierno. Allí vivían las Vilas, las hadas. Y allí dormían seguros los vampiros. Debajo de cada bosque hay otro bosque y eso es muchísimo que talar. Debajo de cada muerta hay otra muerta. Y debajo otra. Y debajo. Debajo. 

Periplo del [meta]héroe

 Monomito abajo solo hay sombríos intrarquetipos. Lo descubrí una mañana sin sol pero también sin nubes, una de esas mañanas anodinas como l...