La navidad es como ese poema de Bukowski en el que relata lo triste de la sonrisa de su madre, y ella le insiste: «sonríe, Henry, sonríe». Todo es más húmedo y frío en navidad cuando no tienes guantes. Acudes a las cenas y citas familiares con una sonrisa y es la sonrisa más triste que jamás han visto nunca. Y si no sonríes te preguntan: «¿por qué no sonríes? Si es época de sonreír».
A mí me revienta que haya una época de sonreír. Intento mantenerme firme, pero no puedo más que tiritar pensando en lo que viene. Solo hay una época del año en la que los gritos y la culpa se multiplican por cinco. Solo hay una época del año en la que siento miedo a parecerme a mis dobles: y agarro mi humanidad lo más fuerte que puedo, pero se me escapa, es que se me escapa...
Aún recuerdo ese día en el que el amigo invisible de mi tía se gastó el dinero del regalo en alcohol. Luego vinieron los berridos, las amenazas, los animales y todo el arca. Solucionó el tema más tarde comprando tres euros de golosinas. Los tres euros que necesitábamos para comprar la fruta, los robó de la cartera de mi madre y le dijo a mí tía: «toma, tu regalo».
Y todos contentos, y todos felices cantando villancicos. Y yo, con la cabeza gacha y mi sonrisa adolescente de empleada temporal de Pans&Company, entonaba un tímido canto frustrado de sirena anulada. Y supongo que parecía feliz también.
Beth Lázaro