El interés de Lee Krasner por el espiritismo pictórico empezó en un tugurio de París asistiendo a un episodio hipnótico del mismísimo Charles Perrault. El viejo escritor, algo borracho, garrapateaba hojas en blanco tratando de transcribir las voces de su cabeza. Mientras tanto, Krasner tomaba notas con sanguina del suceso. Impactó de tal forma en ella que se sugestionó ante la posibilidad de contactar, desde el plano estético, con intelectuales muertos. Hablar a los espíritus iba a ser el leitmotiv de su vida. Decidida a instruirse, estudió Teosofía a distancia en el célebre Círculo Espiritista de Ponte Vedra, Florida, y lo simultaneó con su formación académica a las órdenes de Hofmann. Tenía la intuición de que, pintando de cierta manera, se podía acceder a dimensiones desconocidas y comunicarse con los entes que las habitan. Asistió a infinidad de sesiones con médiums internacionales y tuvo sus primeras experiencias espíritas a través de los pinceles. En una de aquellas veladas random, oficiada en una galería al sudeste de Central Park, conoció a Jackson Pollock, se enamoró de él y se puso a su sombra. Al principio siguió tratando de contactar con los espíritus, pero tras la boda se preguntó seriamente de qué servía relacionarse con genios muertos si tenía a su alcance a un genio vivo. Esta fue su primera crisis. Descuidó los estudios esotéricos y abandonó el registro de sus propias experiencias, solo para alcoholizarse a diario con su marido y dar forma juntos al expresionismo americano. Pollock, descreído, insistía en que aquello de pintar con los muertos era una engañifa. Ella acabó vacilando hasta casi convencerse. Sin embargo, años después, cuando Pollock murió en el accidente, las antiguas dudas de Krasner desaparecieron con él. Había un nuevo objetivo: contactar con el fantasma de su marido. La querencia innata hacia lo mistérico regresó a su pecho vacío como un vendaval colorista. Fundó un centro de parapsicología en Ponchatoula, Louisiana, bajo la tapadera de un taller de bellas artes comunal, y perfeccionó el método para trascender mediante el óleo. Llegaban pintores adeptos de todo el país a sus sesiones para aprender a contactar con pinceladas. No obstante, cada vez que intentaba llamar a Pollock, garrapateando como Perrault en grandes lienzos, aparecía el espíritu de Goebbels y le cortaba el rollo. Se ponía muy terco rezongando del arte degenerado. Aun así, Krasner nunca desfallecía. Probó centenares de trucos, bloqueos, engaños y exorcismos, y allá que volvía el ministro de propaganda, haciéndole una especie de contraghosting. Tras mucho empeño y sin dar con el fantasma deseado, tuvo su segunda crisis, la más importante. Repasaba algunos apuntes de juventud cuando descubrió en ellos ciertos detalles que demostraban la incapacidad mediúmnica de Charles Perrault, origen de su propia extravagancia. Pollock tenía razón, su proceso creativo no era un constructo estético, sino mera superchería. Un fraude. La madre de la palingenesia abstracta sintió que desaparecía el suelo que pisaba y el grueso de su creación se despeñaba por la grieta. Estuvo en dique seco una temporada, bebiendo más de la cuenta y pintando con apatía. La paradoja es que cuanto más hundida estás en el problema, más cerca estás de la solución. Al pintar desde la mengua de fe, diluyendo la comunicación a pinceladas con el más allá, empezó a levantar, sin apenas advertirlo, un corpus pictórico sólido y palmario. Para su sorpresa firmó en aquellos días sus mejores cuadros. Conquistó rápidamente Nueva York y París con exposiciones individuales, la crítica se rindió a sus pies y dejó de ser, bueno, más o menos, la mujer espiritista de Pollock. La pintura convencional, a qué negarlo, se le daba mejor que la hermética. Un residuo de ocultismo pictórico, que se resistía a abandonarla, fue cultivado en la intimidad como una suerte de luto. Sería mucho después, a principios de los setenta, cuando ocurrió algo al margen de su descreída voluntad. Krasner trabajaba distraída en un mandala enorme de 2’10x3’40, con predominio de verdes y morados, cuando se le avino un trance imprevisto y fue a contactar con el sagrado fantasma de Bartók. Ya sabéis lo que nos encandilan en esta novela los disparates dialogados: Hola, Lee, qué estás pintando?, dijo el fantasma. Ah, hola, un cuadro. Sí, eso ya lo veo, pero qué representa? La himposibilidad de trascendencia comunicativa hinterdimensional, contestó Krasner. Vaya, qué hinteresante. Oye, tú no eres Joseph Goebbels. No, le hemos dado una paliza entre todos y tardará en venir. Y entonces quién eres? Soy Béla Bartók, el músico. Anda, el del Concierto para orquesta? Sí, ese. A veces me lo pongo en el tocadiscos, es muy sugerente para pintar. Gracias, Lee, reconozco que me salió un obrón. Oye, Béla, te voy preguntar lo que os pregunto siempre a los fantasmas. Venga, dispara. Has visto a mi marido allí, al otro lado? A quién? A Jackson Pollock. Uhm, el nombre no me suena, cómo era? Calvo, corpulento, fumaba mucho y pintaba con palitos. Buf, no sé, con esos datos podría ser cualquiera. Me harías el favor de buscarlo? Claro, faltaría más, hay que apoyar a las grupis. Ya no se dice grupis, Béla, se dice fans. Fans? Sí. Ok, intentaré averiguar lo que pueda y ya te digo. Me lo prometes? Te lo prometo. Avísame cuando tengas algo y te convoco. Y cómo te aviso? Pues no sé, mueve sillas, enciende y apaga las luces, posee un cuerpo, lo que hacéis los fantasmas para que os hagan casito. Yo no hago nunca nada de eso. Y qué haces entonces? Hago bailar a los osos. Vaya, no sé si eso… No tienes un oso, Lee? A ver, Béla, así de repente, como que no, pero debo tener un monito al fondo del armario, de cuando era niña. Una marioneta, como Pinocho? No, no, de peluche, blanquito, como el mono Amedio. Ok, ok, creo que servirá.
diciembre 15, 2024
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