Monomito abajo solo hay sombríos intrarquetipos. Lo descubrí una mañana sin sol pero también sin nubes, una de esas mañanas anodinas como los matorrales de los bosques, la mañana en que dije mierda. Eché a andar apabullado por épicas seculares de excéntricos semidioses. No es real, no es real, me repetía. La realidad era mucho más prosaica e insuficiente. Estaba harto de salvar a mis semejantes y que cada gesto heroico no fuese sino una gota de agua fría en el océano caliente. En mis oídos resonaba la noticia de otras tantas redenciones insignificantes aplastadas bajo cúmulos de catástrofes. Era como intentar cazar un huracán, surcar los sueños, hacer bailar a las estrellas. Y me fui. Me fui sin más. Abandoné esperanza y coraje y me sentí renacido. El sacrificio que arrastraba se revirtió, para sorpresa de nadie, como quien desabrocha una cremallera o esgrime un insulto. Frente a la acción temeraria y el designio aciago de los hados, el héroe nunca es héroe hacia fuera, sino hacia dentro. La heroicidad solo pugna por quedarse en el pecho. El viejo sabio que fui se convirtió en joven inmaduro en lo más hondo de la fosa y estaba bien que así fuera. Tal vez la inocencia general pudiese salvar el mundo donde los tratados, las proezas y la ciencia habían fracasado. La epifanía patas arriba, el triunfo del ocultamiento. Aquel héroe talludo es hoy una esfinge campestre, una inacción catalizadora, un contemplarse el ombligo. Maté al padre, abracé mis impulsos, rechacé la disciplina. Cada día al revés hasta reiniciar el mundo. Y otra de esas mañanas áridas, invertido por completo el periplo, alcancé en efecto el umbral, pero desde el otro lado, y lo atravesé y volví a casa, a mi puta casa, a mi amniótica casa. Ahora eran otros los héroes inútiles y yo una nada caliente en la extinción. Si no hay aventura no hay interés, dicen con decisión los próceres. Y yo digo: salvar a la humanidad es mucho más fácil que distraer al reloj. Nadie puede ser héroe para nadie sin ser antes villano de sí mismo.
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Periplo del [meta]héroe
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