octubre 12, 2024

Pene de tigre

 El affaire empezó mientras Ravel leía a Barnes. Canturreaba una melodía pentatónica, todavía blandita y sin forjar, cuando por la página 42 decidió ir a conocer en persona a madame d’Aulnoy. Desde Montfort cualquier mención de algo que esté más allá de Versalles suena a literatura. Aleluya. Se duchó, perfumó y dandificó en un periquete, saliendo a una tarde glacial de enero de 1691. Volvió de inmediato a por otro abrigo más gordo, porque no quería pillar una pulmonía. El coche de caballos le dejó cuando oscurecía en casa de la marquise de Castelnau, amiga en común, también escritora. Una vez allí observó que la tertulia bullía a pleno rendimiento. Fue recibido por la anfitriona y presentado como «un músico prometedor», dignidad a priori lisonjera que no supo muy bien si debía tomarse a mal, estando a punto, como estaba, de cumplir los treinta. Escorada hacia un rinconcito del salón, sentada en un confidente, reposaba Marie-Catherine d’Aulnoy, cuarentona, pesante y enérgica, contando chismes sobre Carlos II a unas niñas. Ravel saludó a los concurrentes. [Lenclos, Racine, Scudéry]. Departió un rato. [Sablière, Fontenelle, Sévigné]. Gesticuló intentando llamar su atención. [Cornuel, La Bruyère, Montespan]. Y nada. Fue ampliamente ignorado por la escritora, a pesar del esfuerzo. D’Aulnoy, que se había quedado sola, leía un tomo de La Fontaine. En su rostro soñador prorrumpían con total nitidez los desconchones del destierro. Ravel iba a abordarla cuando alguien le pidió que tocase algo de Couperin. Bien sûr, monsieur. A ver si así, pensó, madame me hace caso. Tomó asiento ante el teclado con los ojos clavados en ella, que lo mismo se asomaba a ratos por la ventana, se rascaba el escote o pensaba en asuntos de hadas. Una baronesa no se deja arrastrar con facilidad hasta espectáculos piromusicales improvisados por clavecinistas desconocidos, que una tiene una reputación, cualquier distracción antes de prestar oídos a otro juntateclas. Ravel interpretó un prélude y, al acabar, hubo un silencio de lo más incómodo. Se abalanzó sobre algunas danzas, para tratar de remontar el recital, forlana por aquí, rigodón por allá, las cuales fueron aplaudidas en grado desigual y más bien por compromiso. Demasiado raro, se escuchaba entre susurros, eso no es del organista Couperin, se cree que somos idiotas, qué atrevimiento. La voz de la marquise de Castelnau refrenó la indignación anunciando canapés de oca y a otra cosa. Madame d’Aulnoy, que hasta entonces, como dije, había ignorado fuerte al juntateclas, se fijó por fin en él, debido precisamente al revuelo. No era guapo, aunque sí le resultó armónicamente sugestivo. Acercándose por detrás le dijo al oído: toca usted como si bailara sobre la tumba de Couperin. Tendrá usted que concretar a cuál de los Couperin se refiere, madame d’Aulnoy, dijo el músico dándose la vuelta. Oiga, ya que usted, por lo que veo, me conoce a mí, permítame a mí conocerle a usted. Y le echó, sin más preámbulos, mano al paquete. Maurice Ravel, para servirla, alcanzó a decir él con voz de pito. Tanto gusto. Madame de Castelnau, que era joven pero no tonta, les hizo acompañar con discreción a una alcoba que ella misma había diseñado para favorecer al máximo los placeres de la cama. Alto dosel, unos almohadones enormes, vino champenoise puesto en nieve, mirillas desde la estancia contigua para los curiosos. Confirmamos que París es una gran bola de musgo, sábanas, pelos y abortos. Ravel apenas podía aguantarse el deseo. D’Aulnoy, amante avezada, lo levantó en vilo y lo precipitó encima de la gran cama. Quiero hacerte, declamó, lo que la pluma le hace al papel. Y le arrancó de un tirón los pantalones. Pues yo quiero hacerte, se animó él, lo que hacen el corno inglés y el piano hacia el final del segundo movimiento de mi Concierto en Sol. No fue tan poético como lo de la pluma y el papel, si bien, para compensar, el joven se coló bajo la falda de la baronesa su buen cuarto de hora. Desnudos por fin y en absoluto celo, follaron a la luz de las velas hasta que el día rompió y la marquise de Castelnau les mandó el desayuno a la alcoba. Se portó como un tigre, confesaría horas después madame d’Aulnoy a su joven amiga. ¡Vaya potencia!, exclamó la marquise. Sí, muy potente, ¡y qué espículas! ¿Eso qué es? Espinas, querida, espinitas juguetonas en el glande. Castelnau abrió unos ojos como platos. No había forma de que me la sacara, el tío, dijo con picardía d’Aulnoy; he disfrutado como una gata. Castelnau quiso conocer más detalles. Haremos algo mejor, iremos las dos a su casa, sin avisar, esta noche. Me han asegurado, apuntó Castelnau, entusiasmada por la idea, que le gustan las manzanas fuji. Pues tendrá que conformarse con manzanas autóctonas, rió d’Aulnoy apretándose la pechuga entre las manos. Y a la joven marquise se le hizo la boca agua. 

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