Si estuviésemos hechos solo de palabras. Si fuésemos verbo. Canciones lentas para los encuentros furtivos, verborreas para levantar imperios, susurros para establecerse en los bosques otoñales. Si lo fuéramos, oídme bien, guardaríamos una esperanza: no buscar, como la alquimia, sino ser la palabra que haga renacer el mundo. Al pie de ese cañón, buscando y buscando para los restos, están Ofterdingen, el de las perras negras, algunos de Flaubert, muchos poetas indecisos, la práctica totalidad de los héroes de epopeya y, por supuesto, don Perfecto Reboiras, taumaturgo boticario. ¿Se reconocían como personajes literarios? ¿Sabían ellos que su realidad estaba compuesta de palabras? ¿Lo sabemos nosotros? Qué empeño en husmearse por fuera cuando hay que abrirse en canal y escudriñar dentro. La carne es sustantiva. El alimento diario, adjetivo. Casa, barrio, país son complementos circunstanciales. Naces, creces y te reproduces uniendo sonidos en sílabas, pero no mueres, porque no se muere cuando se está hecho de palabras, ni se olvidan de uno si está fabricado de recuerdos que, de pronto, vuelven a explicarse, bendecido por una lengua hábil, heraldo emplumado para las gatas blancas, los libros abiertos y este kit de supervivencia tan cerca de las últimas páginas. Porque quien dice renacer, dice sucumbir y, al segundo o tercer día, reordenarse. Quizás intuía ya don Perfecto, pues no era estúpido, que ser y buscar son la misma tarea. Pareciera continuamente que una manivela ontológica bien engrasada levantase con admirable fluidez un dique teleológico. Y bajo aquella ignorancia, aún hay quienes rastrean el Verbo Angular, la Clave de los Universos Imaginables, como si buscasen un caudal ignoto y concreto en las lejanas costas de los pagodas. Cuesta siete vidas asimilar que todas las voces por sí mismas son generativas, que cada una de ellas construye tanto lo cotidiano como cuanto deba existir de extraordinario e inadmisible. Algunos pretenden tropezar con un mampuesto dorado en lugar de aprender el oficio de los canteros. Una puta locura. Entretanto, Parnaso arriba, en el centro del maremágnum lingüístico, los dioses distraen sus días contándose unos a otros tal vez chistes verdes, rimando consonante o desguazando arquetipos, con mañas de albañil e ínfulas de rétor a un tiempo. Dioses que tienen nombres extrañísimos, Torrente Ballester, Madame d’Aulnoy, Guillermo Carnero, capricho de la tradición y la mitología. Dioses inaprensibles pues no fueron concebidos de sólidas palabras, sino en carne y luego en piedra y por eso resisten con cierta dificultad los continuos Apocalipsis que zarandean las tramas y los versos. Piensan algunos que ahí, escrito entre el hueso y el granito, está el fiat que desencadena la existencia literaria. En tanto las palabras subsistan todos viviremos en la tierra inverniza, dragones feos sumisos al mandamiento: «Huirás de la afasia como de la muerte». Porque sin duda es el olvido del lenguaje el mal que nos relega al polvo, al A4 de nuevo en blanco, a la conjetura cartesiana de que si nadie te lee, no existes. Yo te doto con la más perfecta fealdad, aunque una palabra tuya bastará para sanarme. Verbos de doble filo, diría don Perfecto. Como todos los verbos, sin excepción.
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