Íncipit. Los primeros son pasos breves, tanteadores. Introductorios. Tal vez circulares. Existía una idea difusa, seguramente generativa: señalar el contraste entre las fábulas primigenias (ya edulcoradas por Papá Perrault) y las versiones en almíbar posmoderno (oh, buzo de lavabos). Debían ser textos sin pretensiones, simples divertimentos expresivos, dislates simulacro del barroco. Si estilo francés, Pierrot et Colombine; si estilo italiano, maschere di carnavale. Tenía entre manos, pues, un proyecto. Una cantidad creciente de objetos a los que dar forma. Les puse un techo contra el que chocar, un tope necesario. Seréis cien, les dije. ¡Otro hectoedro!, respondieron. Sí, dije rascándome la calva. Pues vaya. Ese proyecto es la tortuga. Una tortuga exponencial que se las pela. Con ella, el cajón de los bocetos, de repente, rebasó la centena. Yo soy Aquiles, mucho más lento componiendo. Cuando alcance las cien entradas, triunfante sobre París, la tortuga estará cruzando Poitiers. Cuando llegue escribiendo a Poitiers, si llego, ella estará tomando el sol en Donibane Lohizune. Las paradojas, las paradojas, las paradojas. Se ha demolido a menudo la narrativa, así que ya es hora de descombrar. En el bosque había una flecha, pero no se movía. Un poco más allá acampaba un ciego que comía uvas de dos en dos mientras tú callabas. Se interponía un totum revolutum de material informe, sometido a altas presiones. La flecha quieta atravesó dicha hojarasca, potaje, puzzle, magma, orgía y se clavó cuánticamente en los dos ojos del ciego a la vez, que como ya estaba ciego de antes, ni lo notó. Anduvo la mitad de la mitad de la mitad del camino que quedaba con la flecha clavada y jamás alcanzó su destino. A veces somos crónica y a veces chisme. Con tanta indeterminación corremos el riesgo de que este caldo en que te atreves a chapotear, como chapotea Homero en su ceguera, se convierta en una recopilación de desconexiones locas sobre asuntos feéricos. No obstante, Ravel, D’Aulnoy, Carnero y yo preferimos llamarlo hiponovela. Creo que ya he usado el término. Una hiponovela rococontemporánea. Una densa resistencia literaria. Una carencia en sí. La tortuga vencerá a Aquiles si, y solo si, el ciego es atravesado por la flecha cuántica. Como siempre, eres tú, el leyente, quien le dará su razón y rumbo. Qué paradoja. Para derrotar a la tortuga hay que pararse, renunciar, comer raíces. No escribir de corrido. Eso nunca. También hay que leer y leer y leer, pero como leen los ciegos: el silencio del viento en los cerezos ateridos, el olor a bizcocho de un mar picado, el roce amarillo de las libélulas azules. Para matar la novela no basta matar la trama, el estilo, los personajes, la propia escritura. Estaría en blanco y seguiría siendo una novela. Que no escuchemos caer el grano de mijo significa precisamente que existe relato. Se necesita de un sacrificio que ni Patroclo ante los muros de Ilión. Un sacrificio que nadie, que sepamos, ha otorgado. Aquiles se pregunta a todas horas por el lugar que ocupa la tortuga, y el lugar se pregunta por qué Aquiles la persigue, y la tortuga se pregunta por el camino más recto hacia Poitiers. Eso es novela. La pregunta, el lugar, la pregunta, el lugar, otra pregunta, una pregunta en un lugar, pregunta, lugar lugar, lugar-pregunta y casi ninguna respuesta. Éxcipit. Los chicos quieren cargarse la literatura, cuando en realidad basta con que la literatura no les arrolle en su carrera. No veo en qué quedará tanta paradoja cuando Aquiles se coma con patatas a la tortuga.
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