La idea fue de la Bella durmiente, aunque tampoco está claro. Lo raro es que a casi nadie le pareciese estúpida. A toro pasado resulta fácil darse cuenta de que lo de las caretas no hablaría demasiado bien de nosotros, porque hasta el tonto del ogro intuía que había una amplia componente de acoso laboral en lo que hacíamos, y aún así lo hicimos. Supongo que la perspectiva de perder de vista a Cenicienta nos alegró el día por encima de nuestras esperanzas. Ocurrió muy rápido. Pulgarcito apenas podía contener la risa. Y no es que la muchacha fuese mala gente, ni siquiera caía mal a la mayoría del equipo. Solo había ido a dar con la horma de su zapato y, puestos a elegir bando, el mundillo eligió team rueca, por supuesto, qué íbamos a hacer. El oropel atrae más que la ceniza. Ahora bien, una cosa es alegrarse de su marcha por lo bajini y otra muy distinta participar en aquella encerrona distópica, aquel carnaval psicótico, no sé cómo llamarlo, al que Cenicienta acudió confiada como ternera al matadero. En realidad no había nada que celebrar, los personajes entran y salen de las fantasías continuamente. Hoy eres un cuento barroco y mañana un remake del último enfant terrible del cine independiente. Ya cansa tanto zapatito de cristal y tanta calabaza maravillosa. Decidió por sí misma dejar esta novela, así que a princesa que huye, puente de plata. Fue la Bella durmiente, como digo, la que organizó la verbena homenaje, dolida, manifestó con pompa, por no haber tratado a la muchacha con más cortesía. Sería una fiesta sorpresa, habría caviar ruso y barra libre de Hendrick’s con pepino, que no se respire miseria. La plantilla al completo se apuntó, por supuesto. El gato con botas fue el encargado del cátering y Grisélida, hacendosa, de la decoración. Hasta ahí, todo correcto. Nos pareció que la Bella pretendía enmendar a última hora lo mal que se portó siempre con la sucia mosquita muerta. ¿Qué más nos daba a nosotros el motivo si lo que había montado era una techno rave hasta el amanecer? Una hora antes ya estábamos listos para sorprender a la homenajeada, corrían el champán, la perdiz escabechada y las manzanas fuji, pero no fue hasta menos cinco cuando la Bella durmiente repartió las caretas. En nuestra defensa diremos que no hubo tiempo material para calcular las consecuencias. Simplemente nos pareció divertido e inocente ir disfrazados de Cenicienta, pero como el que se pone una máscara de Guy Fawkes, eh, sin segunda intención ni nada. Entre los que con dos gintonics de más ya no distinguían las caras de cartón de las reales y los que guardaron silencio por inquina, nadie supo prever la tremenda hostia que íbamos a darle a una muchacha que venía con tan severas carencias afectivas de serie. Si hubo alguno sensato que se negó a cubrirse la jeta fue presionado por la manada y acabó por sucumbir a regañadientes. A las doce en punto, con la primera campanada, llegó la invitada principal. Imaginaos el número cuando abrió la puerta, su cara de espanto cuando se vio reflejada en nuestros rostros miméticos. Cientos de Cenicientas silenciosas miraban cómo la auténtica Cenicienta, aterrada, rompía a llorar, echaba a correr por donde había venido y abandonaba esta novela para siempre jamás con la última campanada. Todos vimos claramente cómo perdía un zapato de cristal en su huida. La Bella durmiente se quitó la careta y lo recogió. Tuvo los santos ovarios de asegurar que la idea se la había dado Caperucita, la única que no estaba allí para defenderse, qué casualidad, y que este rollo de las caretas siempre le pareció una maldad sin paliativos, un bulling arquetípico, una tortura despiadada, y que no entendía, nos señaló con el zapato, que nadie, ninguno de nosotros la hubiera avisado de que aquello era una idea estúpida.
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