octubre 30, 2013

Ya no le tengo miedo, padre

Mi última, última, última oportunidad.

7 de Julio. 2011

Debió emparedarme allí, aún sigo emparedado, acuchillado, en los putos patios de colegio, rechazado, ebrio, con la lengua trabada en el cerebro y las manos sudando en el estómago.

(Diario personal del autor)

He estado a punto de llorarte entre que me he decidido y no a contarme esto.

«¡No!»

Podría meteros algo de intranquilidad en el cuerpo con que eso ha sido una voz dentro de mi cabeza, nah, hombre... tranquilo Joselón, tu hijo no es ninguna bestia. Más bien se trata de un eco; así los reconozco mejor. Un eco de un pasado lleno de gritos y dolor... siempre los gritos como solución al dolor. Como causante de más dolor que provocan más gritos como respuesta: Un eco. Del pasado.

¿Y por qué te escribí aquella novela en la que te odiaba y te mataba? Porque te quise. Supongo que por lo mismo que usted, Joselón, me machacaba en el patio cuando era un crío; porque en casa nos queríamos de ese modo estúpido.

A lo que iba, padre.

Las mejores páginas de la novela de ficción en la que le mato. En la que una imagen de mí mismo mata una imagen de lo que fue usted, no llegaron a la última versión del libro porque los hechos se solaparon con su muerte, padre. ¿Fue el año 2005? ¿Cuándo los médicos le descuartizaron para salvar su vida? Creo que sí.

Mientras usted, Joselón, boqueaba como una tortuga a punto de extinguirse ―tortugas marinas y hierros―. Estuve a punto de dar con el secreto de mi sufrimiento, la clave estaba en el perdón.

No eran cojones, como usted siempre me exigió, sino desespero, cansancio y el tedio que me asaltó sentado en el paseo de Cádiz, a escasos metros del hospital en el que su vientre hinchado a costurones inflaba las sábanas, de su boca flácida y feliz con la morfina del post operatorio (joder, hacía siglos que no se le veía feliz) no le recuerdo feliz de esa manera desde que dejó usted el alcohol. Viejo, colega, gitano, mi amor.

La mañana que antecede a este intento demasiado cerca del cero, me han dicho que padezco esquizofrenia (no se preocupe, fue una diplomada en trabajo social). Y ¿sabe qué?, tampoco sería tan malo, Joselón.

Usted siempre quería saber qué hacía en la calle. Le diré qué hice mientras pasaba su primera semana de muerte que le llevaría un año casi completo.

Lloré en público, y no fue vergonzoso. Fue liberador. Hablé con uno de esos conspiradores que usted no supo enseñarme a combatir.

—Lo haces bien... ―le dije.

El tipo no tenía ni puta idea de qué le estaba hablando. El tipo (omitiré su nombre) sólo hablaba de sí mismo, de sus problemas. Así que ya tenía su atención, su extrañeza. Usted era feliz por la morfina por lo que pude madurar un poco y dejar de pelear mientras duró su felicidad.

—Pero no hace falta ―continué―, fíjate que mis ejércitos han abandonado el campo de batalla y que sus pendones y sus lanzas están siendo contaminados por enredaderas y naturaleza en flor. Fíjate ―le dije―, pero debes saber que eres muy bueno haciendo tu trabajo. Trabajo que agradezco, claro. Pero de verdad, ya no hace falta que sigáis haciéndolo.

Usted, padre, seguía colocado de morfina o dormiría pensando en las botellas de Rioja que se iba a tumbar esa semana de su muerte que le llevaría un año completo, Joselón.
Y mientras, el tipo: —¿Qué?

Y una amiga: —No entiendo una mierda, pero me están entrando ganas de llorar...

Y yo, su hijo: —Que me recuerdas a mí y no me gusta ―le dije― no me gusta tener que colocarme con lo que sea, zapeando a cada segundo; zap, zap, zap o ver siempre las mismas películas o cenar como un cerdo para poder conciliar el sueño. Y encima ser un borde con todo el mundo.

Y lloré otra vez. Y fue bueno, vaya que sí.
Seguí delirando con el conspirador que creyó haber encontrado a un igual. No sabía que lo iba a dejar en manos de otro (él no sabía que mi madurez estaba directamente relacionada con su sonrisa, padre).

—Sí, sí, eso ―me dijo el tipo. Y luego se dirigió a nuestra amiga común y le preguntó por cuando me iba, por el colega. Que cuando se iba..., que si se iba.

Pero yo ya estaba mirando la hora en el móvil para coger el último autobús de regreso y pensando en cómo salvar la vida que acababa de despertar, ¿cómo? Y fui a casa y cogí la novela de Leaving Las Vegas. Y subrayé con bolígrafo azul todo lo que me dio el toque para decir basta de pelear. Cada pasaje sobre los borrachos ―en sentido amplio sirve para cualquier tipo de gilipollas―, sobre cómo funcionan sus mentes por qué caminan rápido o por qué lo que piensan no es siempre lo que sale de su boca. Ese tipo de chorradas que no salvaron a su autor, O'Brien. Y cuando, con el libro en la cartera, encontré al tipo por Cádiz; lo aceptó pero quedó extrañado, porque de hecho no era a O'Brien a quien quería escuchar, sino a mí. 

Pero usted, padre, perdió la sonrisa durante el resto del año. Perdió sus ganas y le humillaron hasta en su tumba. En su última semana ya no había morfina ni bromas ni chistes con las enfermeras. Le pusieron a morir medio dormido ―sedado como un perro―, en una habitación junto a otra que estaba en obras. Y se escucharon los martillazos durante toda la semana. Machota sobre cincel, hierro contra hierro. Cómo iba a escucharle todos sus consejos, cómo iba a dejar de pelear, así sin más.

¡Cómo sin librarme de cada uno de esos martillazos!

Y entonces sí, dejé de lado las palabras hermosas y quise sacarme cada uno de esos martillazos a base de O-D-I-O.

¿Pero sabe qué, padre? Prefiero la llorera a seguir su ejemplo, a echarle cojones, como usted me exigió tantas veces. Me quedo con las palabras hermosas. Aún así, tengo que decirle, Joselón, que le quiero como cuando era pequeño y que le detesto como al eco de esos martillazos.

Pero de acuerdo, seguiré sus consejos: no pelearé más con la familia y gastaré todo mi dinero.





 Raúl Sánchez, el bicéfalo. Rebuscando en los cajones....


(Este relato fue publicado hace un tiempo en palabrasmalditas.net)

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