diciembre 16, 2021

RUIDO

Mis vecinos ya no conspiran porque han enloquecido napoleónicamente. Arrojan balones deshinchados de fútbol y anillos de oro sólo para tener una excusa buena para entrar en la casa. Llaman a la puerta de madrugada y dicen que se les ha caído un anillo dorado, que si pueden pasar adentro. A lo oscuro de mi cueva. Les cierro la puerta y vuelven con sus bebés en los brazos para generar confianza. Vuelvo a cerrar la puerta. Mis vecinos (los mismos que crearon los gallos electrónicos) han conectado altavoces en todos los telefonillos del barrio, me entero de todas las conversaciones, enloquezco. Es un plan a seguir. El frío que me entra de madrugada: latigazos de sudor rancio y semen reseco que se evaporan sobre la piel desnuda, la enfría. El parloteo es incesante, la radio, los telefonillos, los móviles, todo tiene un sistema de manos libres, de membranas de piel de elefante que sirven como incontestables tsunamis de cotidianidad ajena que lo inundan todo. Mis vecinos, quién si no. Quién. Oídos agudizados por el mal-de-paranoia, el santo Grial del conocimiento más certero que me abraza entre cigarrillo y cigarrillo, uso una taza de café vacía como cenicero. En la mesa tengo gel limpiador de manos con olor a golosina de melón (químicos que me hacen mutar en algo más más), analgésicos para el dolor de cabeza, un dolor de cabeza que deseo para que me atenace las sienes, para que me muerdan las meninges del cerebro; hace tanto tiempo que no sé qué es el miedo. Cuando lo que queda en mí de Profeta entra en el baño un montón de cucarachas caen desde el techo, crujen los exoesqueletos al impactar en el suelo, comienzan a resbalar más insectos por las paredes, las patas articuladas hacen cri cri cri contra los azulejos del baño. Enloquezco. Fuera, el aire corre refrescando las calles de madrugada, lo sana todo. Fuera, se respira bien. Adentro todo es un unto de sudor pegajoso que pica en esa zona inaccesible de la espalda. Mis vecinos siempre aceleran sus vehículos cuando saben que van a pasar frente a la casa. La casa se cae de vieja. Alguien acumula baratijas en cada habitación, parece un mal chiste, parece que alguien quiere evitar que el oxígeno entre embutiendo absurdos de plástico y falsas porcelanas multicolor. Sudo, me masturbo, escribo y confecciono un extraño evangelio que será ignorado durante 200 años después de mi muerte, que será dentro de unos 157 años aproximadamente. 

Despierto de la enfermedad y tengo 30 kilos de hamburguesas rellenándome el abdomen, mis vecinos, allí en Ciudad Dormitorio están un poco más perdidos. 

Notas sobre la tristeza y el miedo de los profetas (volumen IIII)






SOLVE ET COAGULA
    

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