abril 27, 2024

Pierrot Lunaire

 Madame la Marquise, tout va très bien, salió a las cinco del aeropuerto para ir a bailar con Pierrot. Si Valéry levantase la cabeza se iría por la tangente. Godard miró el cielo. Rodar en otoño era un asco. Solemne, danesa y falsa, la Marquise recorrió descalza el Promenade des Anglais. Tenía los ojos de vida alegre y la línea de la suerte más corta, como es lógico, que la línea de sus caderas. Algo de trigonometría recordaba del bachillerato, así que estaba segura de que el triste de Pierrot iba a ser una presa fácil. Si Giraud levantase la cabeza se iría por la tangente. En el liguero llevaba un calibre pequeño, pero a su espalda asomaba un fusil como el que mató a Kennedy. Faltaban cincuenta años aún para que una narrativa así pudiese ser asimilada por el gran público. Los Elíseos azules, la muerte por amor, un tren en marcha. Pizpireta y cantarina, la Marquise quería para sí todas las olas del Mediterráneo. La noche se nos echa encima, Coutard, esto es un asco. Tout à fait, mec, c’est terrible. ¿Dónde está Jean-Paul? A varios kilómetros de allí, Pierrot esnifa los primeros rayos blancos de luna que rebosan del crepúsculo. La terracita del Café des Phocéens es coqueta y huele a sal y a desagüe. Le vin que l’on boit par les yeux à flots verts de la Lune coule. No sé si Marianne vendrá a la cita, se lamenta entre dos tragos. Una lágrima negra le resbala por la cara enharinada. Luego otra, y otra. Dentro del café un tipo intenta sin éxito subirse a la chepa de Coltrane. Cuando ella llegue, piensa, la besaré en los labios, bailaremos apretados, y bajo el vuelo de las gaviotas sombrías, frente al bosque de olas marinas, junto a la ciudad todavía ajetreada, haremos el amor atolondrado de los locos, los cocodrilos y las extranjeras. A la altura de Baumettes, Madame la Marquise se acuclilló para rastrear al Pierrot y el equipo de rodaje tuvo que cerrar los ojos o mirar para otro lado. Olfateó el salitre. Observó la luna, todavía tenue. Y entonces se le iluminó la sed en sus ojos nobiliarios. El rastro era sutil pero inequívoco. Se tiznó también de negro la cara con barro de un charco, en plan Comando, y se lanzó a callejear hacia el norte. Godard hizo una seña y la unidad, bendita steadicam, inició la persecución. Pierrot, por su parte, se levanta despacio, entra al café, paga sus vinos. El tipo del saxo suena como la nieve pisada. Le dedica un mohín de crítico soberbio. Si Coltrane levantase la cabeza se iría por la tangente. Aún hay tantos turistas en Niza. Cruza la calle y deja atrás la fuentecilla. El parque es ya como la boca del lobo. Las ramas de las palmeras cortan las rayas de luz de luna. La maigre amoureuse au long cou sera la dernière maîtresse. Alcanza la valla del auditorio y trepa con algo de esfuerzo. La Marquise se dejó caer hacia el sureste entre el gentío, bordeando el tráfico del sábado noche. Accedió al jardín tan sigilosa y al acecho que por poco Godard y el equipo la pierden de vista. El rastro de Pierrot se sobreponía limpiamente a la fetidez marina. Al llegar a la valla, por el lado contrario, la rasgó con un susurro de cizalla, como si fuese papel de seda. En el centro del teatro, ebrio tal vez de contar estrellas, Jean-Paul Belmondo da vueltas como un derviche. Godard levantó una mano en señal de alto. La Marquise descolgó su fusil y lo dejó en el suelo por innecesario. Con una voz hermosísima entonó Au claire de la lune… Él se tambalea un poco al dejar de dar vueltas. La Marquise …mon ami Pierrot… siguió acercándose y cantando distraída. Si Schoenberg levantase la cabeza se iría por la tangente. Je n’ai pas de plume, responde llorando Jean-Paul, je sui dans mon lit. Para la escena del beso, Godard tenía preparado un dolly zoom fabuloso sobre la pareja bailando abrazada en el centro del escenario. Primero el señuelo del amor y luego el tiro inesperado en la sien y la sangre de pega. Par mes fenêtres irisées je revois les bleus Elysées où Watteau s’est éternisé. Si Carnero levantase la cabeza se iría por la tangente. Había alto riesgo de que el baile con beso pudiese durar otra eternidad. Para evitarlo ella tenía ya la pipa en la mano. La belleza mata, podría haber dicho cualquiera de los presentes, qué mierda de título hasta para un telefilm. No habrá tiempo, sin embargo, para los nombres y la pirotecnia. Un tranvía azul descarrilado se llevará dentro de quince segundos por delante a la pareja danzante, ante el susto de todo el set de rodaje, que se va a librar por los pelos de correr la misma suerte. Godard mirará de inmediato al operario de cámara. ¿Lo tenemos? Lo tenemos. ¡Pues corten!

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