Esta reflexión/viaje/ceremonia también está enlatada. Procuraremos que el lector pasivo se sienta cómodo durante la visita, con su bata, su café con leche, su cara de dormir siempre poco, su pereza intrínseca. Produite et mise en boite. Envasada al natural. Comencemos. A principios del siglo XIX, Bryan Donkin abrió la primera fábrica de latas de conserva en un hangar cochambroso de Bermondsey. Cien años después, Gabriel Mourey invocó al espíritu del agreste Pan para escribir los versos de Psyché. Ocho meses más tarde, Claude Debussy se encontraba en un burdel de Argenteuil con una puta cantarina y pensó por primera vez el tema descendente de Siringa. Cuatro años y medio antes, Michel Fokine leyó por primera vez a Longo. Tras la Gran Guerra, Maurice Ravel orquestó en Fa mayor una tarantela que al piano estaba en Mi mayor. Dos décadas antes, un luthier de Huancayo fabricaba con sus manos encallecidas la que iba a ser su mejor zampoña. A tres semanas de la erupción del Vesubio, un tallista pompeyano esculpía bajo un techado de paja un fauno lascivo en piedra caliza. En 1866, el folletín El Nacional publicaba Las Geórgicas de Virgilio, en traducción de un tal Juan de Arona. Anteayer, tres miembros encapuchados de Acción Poética Conquense dejaban en un muro del Paseo de San Antonio la siguiente pintada: AL PAN, E-300 Y AL VINO, SULFITOS. Mucho antes de eso, Juan Varela blanqueó a los piratas sodomitas en nombre de la moral heteropatriarcal, mintiendo que secuestraron a Cloe (hembra) en vez de a Dafnis (macho). Décadas después, un escritor alto y con barba, amigo de Alejandra Pizarnik, escribió que solemos perdernos en cañaverales de palabras y cuanta razón tenía. Medio siglo más tarde de lo de Mourey, concretamente a las 16:27 del 2 de marzo de 1961, el artista conceptual Piero Manzoni se sentaba en un inodoro de Milán con el estómago algo revuelto por el atracón de polenta del mediodía.
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