Había que seguir, o recomenzar o terminar, Gershwin trata de recordar dónde había leído eso, en alguna novela, en alguna revista para pirados, en algún salmo responsorial, algo como que tras palmar hay tres opciones, A seguir B recomenzar C terminar, y se rasca fuerte la herida de la cabeza, observando acalorado su propio cuerpo yacente, muerto hace seis minutos en el Hospital Cedros del Líbano, Beverly Hills, a consecuencia de una intervención fallida del doctor Naffziger, o Panfiguer, o Mazinger, qué más dará el nombre del neurocirujano que te ha mandado al otro barrio con tanta música aún que escribir y tanto Broadway todavía que dar, con lo que a él le gusta fantasear melodías y darles swing swing swing swing, but let’s call the whole thing off que ahora ya no hay remedio, una vez seco, fiambre, con una bata verde lo bastante ajustada como para dejar ver que estaba difunto, finado, con el cráneo abierto y cerrado seguidamente para salvar nada en absoluto y un enjambre de enfermeras zumbando alrededor porque A seguir B recomenzar C terminar, qué dilema, George, qué dilema seguir con el tránsito, recomenzar por palingenesia, o terminar, terminar qué?, terminar aquí lo que empezaste en vida un momento. Aquí dónde? Un momento. Entonces estoy muerto. Doce minutos, más o menos, es lo que se tarda de media en darse cuenta. No es fácil asimilarlo. Hay un silencio que espanta. Se descolgaron los grandes calores. No se oyen las enfermeras, los aparatos, los lamentos de otros enfermos, pero juraría que ha escuchado un silbidito detrás de él, está muerto y alguien a su espalda le llama con un silbidito blandengue y desinflado, fuioo, fuioo, y le da mucho yuyu girarse, encontrarse cara a cara con Dios, que no sabe silbar, o con un ángel, casi peor encontrarse con un ángel, pensadlo por un momento, es como un juicio, como una ceremonia, toga brillante, alas de acero, espadón flamígero, un ángel aterrador que insiste ahora con un psss, psss para nada angelical, un psss, psss muy mortal, rítmico, percutivo, austrohúngaro, es raro, tan raro estar muerto, su cuerpo con el cráneo abierto como un táper, enfermeras silenciosas pululando y alguien, alguien. Gershwin, acojonado, cierra un instante los ojos. Respira muy hondo. Y por fin se gira. Ni Dios, ni ángel. Qué alivio. Frente a él solo está el fantasma de Bartók, con una gabardina larga, comiéndose un perrito manhatto. Es increíble lo flojo que silbo. Me dijo Ditta que habías muerto. Sí, primo, te estaba esperando. Bartók saca otro perrito manhatto de la gabardina y se lo ofrece a Gershwin. Hacía meses que no me zampaba uno de estos. Desde que te fuiste a Hollywood, colega. Hace aparecer también una botella de palinka. Es como un food truck. Dos tragos más tarde están ya improvisando canciones con sus voces de ultratumba y dando ectopalmadas en sus muslos manos codos como en los juegos de niños de la callelle veinticuatrotro que da gusto verlos. Un, dos, tres, toca la pared. Oye, Gershwin, explica Bartók, habrá un puente y tendrás que elegir A cruzar B tirarte C no cruzar. El candidato canturrea Summertime, siente calor, está nervioso porque querría dormirse y no despertar, que eso espera uno de la muerte y no este test de oposiciones al más allá, que si tránsito, que si espíritu en pena, complejísimo todo, descartemos definitivamente la palingenesia, no sea que nos toque bacilo de Koch. Decídete, Gershwin, que aquí en el intermundo hay mucho trabajo, los médiums a veces nos piden favores a los fantasmas, dan quehacer, eso sí, podremos improvisar a menudo juntos al piano y beber palinka, wow, Béla, me darás clases de armonía?, claro, colega, las que quieras, y también te enseñaré a hacer bailar a los osos, muy parecido a lo que hacías en Broadway, y por toda la eternidad si Dios quiere. Sin embargo, a Gershwin el sudor le entraba en los ojos y pregunta con gravedad qué hay al otro lado del puente. Nadie de los que no cruzó lo sabe, puede que la inconsciencia definitiva, aka un dios, alias la nada, vaya usted a saber, amigo, nadie vuelve, yo elegí no cruzar, dice Bartók, y no me arrepiento, si no fuese absurdo te diría que me siento vivo. Me has convencido. Hacen sendas zapatetas en el éter, cantan un americano en París a voz en grito como estibadores beodos de Gennevilliers, no va a estar tan mal esto de morirse. Total, que todavía no había puente y Gershwin ya ha elegido ser fantasma, como Béla Bartók.
diciembre 29, 2024
diciembre 26, 2024
Pírrica danza
D’Aulnoy y Ravel se están fumando en la cama unos canutos milesios. Material afgano. Hablan de Laideronnette: je te doue d’être parfaite en laideur, escribe madame. Se ríen. La crueldad de esta sentencia es como la ceniza del cannabis desbordando el cenicero. Segundos después llaman a la puerta. Los pagodas entran en tropel a servir el desayuno mientras canturrean y bailotean. Eso se les da de fábula. También atienden con solvencia los asuntos domésticos: cocinan, limpian letrinas, llevan la contabilidad, cortan a tijera los setos… Pero en otras facetas dejan mucho que desear. Como guerreros, por ejemplo. Si la malvada Magotine decidiera atacar sus fronteras, el país se disolvería como el humo del peta a través del dosel. Los pagodas salen de la alcoba tras preparar el banquete matutino y los amantes, al olor de las viandas, sienten hambre. Se levantan desnudos y desnudos se sientan a la mesa: legumbres secas, hormigas fritas, souliers de fer. Un ágape delicioso por obra y gracia del THC. Al tacto erizado de sus propias pieles regresan de urgencia a la cama. Siguen hambrientos, obvio. D’Aulnoy mordisquea las aristas del cuello de Ravel. Ravel parte con sus manos la cadera opulenta de D’Aulnoy. D’Aulnoy amasa como un panadero los testículos de Ravel. Ravel paladea, lengua en ristre, la vagina y alrededores de D’Aulnoy. A lo largo de pasillos y en estancias contiguas suenan chants d’hyménée en las voces blancas de las pagodinas y los pagodas responden con gestos obscenos y chanzas carnales. Cómo está el servicio. La clase esclava también folla, como es natural, aunque sus orgías suenan inevitablemente a porcelana rota. Le bon esprit de la gente pagodine se funda entre cascotes, pobreza, hydropesie de rire y lujuria. D’Aulnoy, por el contrario, jadea agarrada a los barrotes de la cama y se escuchan coros majestuosos que Ravel anota mentalmente. El est bon, il est sage! Su polla francesa asciende como una escala lidia dando puntos de sutura al deseo de madame. Il a pansé la plaie! La penetración resulta satisfactoria a pesar del cannabis. Al poco, ambos se duermen sudorosos, apelmazados, aún hambrientos. Para el arrullo, los pagodas han preparado una danza ancestral, preámbulo de la contienda bélica. Golpean palos viejos y escudos de latón al ritmo de la música. Los amantes yacen, colocados. Pronto, al despertar, habrá otra impúdica batalla. L’Amour ne voulut plus les abandonner.
diciembre 15, 2024
Promesas
El interés de Lee Krasner por el espiritismo pictórico empezó en un tugurio de París asistiendo a un episodio hipnótico del mismísimo Charles Perrault. El viejo escritor, algo borracho, garrapateaba hojas en blanco tratando de transcribir las voces de su cabeza. Mientras tanto, Krasner tomaba notas con sanguina del suceso. Impactó de tal forma en ella que se sugestionó ante la posibilidad de contactar, desde el plano estético, con intelectuales muertos. Hablar a los espíritus iba a ser el leitmotiv de su vida. Decidida a instruirse, estudió Teosofía a distancia en el célebre Círculo Espiritista de Ponte Vedra, Florida, y lo simultaneó con su formación académica a las órdenes de Hofmann. Tenía la intuición de que, pintando de cierta manera, se podía acceder a dimensiones desconocidas y comunicarse con los entes que las habitan. Asistió a infinidad de sesiones con médiums internacionales y tuvo sus primeras experiencias espíritas a través de los pinceles. En una de aquellas veladas random, oficiada en una galería al sudeste de Central Park, conoció a Jackson Pollock, se enamoró de él y se puso a su sombra. Al principio siguió tratando de contactar con los espíritus, pero tras la boda se preguntó seriamente de qué servía relacionarse con genios muertos si tenía a su alcance a un genio vivo. Esta fue su primera crisis. Descuidó los estudios esotéricos y abandonó el registro de sus propias experiencias, solo para alcoholizarse a diario con su marido y dar forma juntos al expresionismo americano. Pollock, descreído, insistía en que aquello de pintar con los muertos era una engañifa. Ella acabó vacilando hasta casi convencerse. Sin embargo, años después, cuando Pollock murió en el accidente, las antiguas dudas de Krasner desaparecieron con él. Había un nuevo objetivo: contactar con el fantasma de su marido. La querencia innata hacia lo mistérico regresó a su pecho vacío como un vendaval colorista. Fundó un centro de parapsicología en Ponchatoula, Louisiana, bajo la tapadera de un taller de bellas artes comunal, y perfeccionó el método para trascender mediante el óleo. Llegaban pintores adeptos de todo el país a sus sesiones para aprender a contactar con pinceladas. No obstante, cada vez que intentaba llamar a Pollock, garrapateando como Perrault en grandes lienzos, aparecía el espíritu de Goebbels y le cortaba el rollo. Se ponía muy terco rezongando del arte degenerado. Aun así, Krasner nunca desfallecía. Probó centenares de trucos, bloqueos, engaños y exorcismos, y allá que volvía el ministro de propaganda, haciéndole una especie de contraghosting. Tras mucho empeño y sin dar con el fantasma deseado, tuvo su segunda crisis, la más importante. Repasaba algunos apuntes de juventud cuando descubrió en ellos ciertos detalles que demostraban la incapacidad mediúmnica de Charles Perrault, origen de su propia extravagancia. Pollock tenía razón, su proceso creativo no era un constructo estético, sino mera superchería. Un fraude. La madre de la palingenesia abstracta sintió que desaparecía el suelo que pisaba y el grueso de su creación se despeñaba por la grieta. Estuvo en dique seco una temporada, bebiendo más de la cuenta y pintando con apatía. La paradoja es que cuanto más hundida estás en el problema, más cerca estás de la solución. Al pintar desde la mengua de fe, diluyendo la comunicación a pinceladas con el más allá, empezó a levantar, sin apenas advertirlo, un corpus pictórico sólido y palmario. Para su sorpresa firmó en aquellos días sus mejores cuadros. Conquistó rápidamente Nueva York y París con exposiciones individuales, la crítica se rindió a sus pies y dejó de ser, bueno, más o menos, la mujer espiritista de Pollock. La pintura convencional, a qué negarlo, se le daba mejor que la hermética. Un residuo de ocultismo pictórico, que se resistía a abandonarla, fue cultivado en la intimidad como una suerte de luto. Sería mucho después, a principios de los setenta, cuando ocurrió algo al margen de su descreída voluntad. Krasner trabajaba distraída en un mandala enorme de 2’10x3’40, con predominio de verdes y morados, cuando se le avino un trance imprevisto y fue a contactar con el sagrado fantasma de Bartók. Ya sabéis lo que nos encandilan en esta novela los disparates dialogados: Hola, Lee, qué estás pintando?, dijo el fantasma. Ah, hola, un cuadro. Sí, eso ya lo veo, pero qué representa? La himposibilidad de trascendencia comunicativa hinterdimensional, contestó Krasner. Vaya, qué hinteresante. Oye, tú no eres Joseph Goebbels. No, le hemos dado una paliza entre todos y tardará en venir. Y entonces quién eres? Soy Béla Bartók, el músico. Anda, el del Concierto para orquesta? Sí, ese. A veces me lo pongo en el tocadiscos, es muy sugerente para pintar. Gracias, Lee, reconozco que me salió un obrón. Oye, Béla, te voy preguntar lo que os pregunto siempre a los fantasmas. Venga, dispara. Has visto a mi marido allí, al otro lado? A quién? A Jackson Pollock. Uhm, el nombre no me suena, cómo era? Calvo, corpulento, fumaba mucho y pintaba con palitos. Buf, no sé, con esos datos podría ser cualquiera. Me harías el favor de buscarlo? Claro, faltaría más, hay que apoyar a las grupis. Ya no se dice grupis, Béla, se dice fans. Fans? Sí. Ok, intentaré averiguar lo que pueda y ya te digo. Me lo prometes? Te lo prometo. Avísame cuando tengas algo y te convoco. Y cómo te aviso? Pues no sé, mueve sillas, enciende y apaga las luces, posee un cuerpo, lo que hacéis los fantasmas para que os hagan casito. Yo no hago nunca nada de eso. Y qué haces entonces? Hago bailar a los osos. Vaya, no sé si eso… No tienes un oso, Lee? A ver, Béla, así de repente, como que no, pero debo tener un monito al fondo del armario, de cuando era niña. Una marioneta, como Pinocho? No, no, de peluche, blanquito, como el mono Amedio. Ok, ok, creo que servirá.
Pata de cabra
La magia blanca. El mal de ojo. Las calles del faubourg húmedas de niebla. Bocage. Las circunstancias de la huida. La risa frenética de Scar...
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