noviembre 30, 2024

Periplo del [meta]héroe

 Monomito abajo solo hay sombríos intrarquetipos. Lo descubrí una mañana sin sol pero también sin nubes, una de esas mañanas anodinas como los matorrales de los bosques, la mañana en que dije mierda. Eché a andar apabullado por épicas seculares de excéntricos semidioses. No es real, no es real, me repetía. La realidad era mucho más prosaica e insuficiente. Estaba harto de salvar a mis semejantes y que cada gesto heroico no fuese sino una gota de agua fría en el océano caliente. En mis oídos resonaba la noticia de otras tantas redenciones insignificantes aplastadas bajo cúmulos de catástrofes. Era como intentar cazar un huracán, surcar los sueños, hacer bailar a las estrellas. Y me fui. Me fui sin más. Abandoné esperanza y coraje y me sentí renacido. El sacrificio que arrastraba se revirtió, para sorpresa de nadie, como quien desabrocha una cremallera o esgrime un insulto. Frente a la acción temeraria y el designio aciago de los hados, el héroe nunca es héroe hacia fuera, sino hacia dentro. La heroicidad solo pugna por quedarse en el pecho. El viejo sabio que fui se convirtió en joven inmaduro en lo más hondo de la fosa y estaba bien que así fuera. Tal vez la inocencia general pudiese salvar el mundo donde los tratados, las proezas y la ciencia habían fracasado. La epifanía patas arriba, el triunfo del ocultamiento. Aquel héroe talludo es hoy una esfinge campestre, una inacción catalizadora, un contemplarse el ombligo. Maté al padre, abracé mis impulsos, rechacé la disciplina. Cada día al revés hasta reiniciar el mundo. Y otra de esas mañanas áridas, invertido por completo el periplo, alcancé en efecto el umbral, pero desde el otro lado, y lo atravesé y volví a casa, a mi puta casa, a mi amniótica casa. Ahora eran otros los héroes inútiles y yo una nada caliente en la extinción. Si no hay aventura no hay interés, dicen con decisión los próceres. Y yo digo: salvar a la humanidad es mucho más fácil que distraer al reloj. Nadie puede ser héroe para nadie sin ser antes villano de sí mismo. 

noviembre 23, 2024

Pido gracia para este pasaje

La idea fue de la Bella durmiente, aunque tampoco está claro. Lo raro es que a casi nadie le pareciese estúpida. A toro pasado resulta fácil darse cuenta de que lo de las caretas no hablaría demasiado bien de nosotros, porque hasta el tonto del ogro intuía que había una amplia componente de acoso laboral en lo que hacíamos, y aún así lo hicimos. Supongo que la perspectiva de perder de vista a Cenicienta nos alegró el día por encima de nuestras esperanzas. Ocurrió muy rápido. Pulgarcito apenas podía contener la risa. Y no es que la muchacha fuese mala gente, ni siquiera caía mal a la mayoría del equipo. Solo había ido a dar con la horma de su zapato y, puestos a elegir bando, el mundillo eligió team rueca, por supuesto, qué íbamos a hacer. El oropel atrae más que la ceniza. Ahora bien, una cosa es alegrarse de su marcha por lo bajini y otra muy distinta participar en aquella encerrona distópica, aquel carnaval psicótico, no sé cómo llamarlo, al que Cenicienta acudió confiada como ternera al matadero. En realidad no había nada que celebrar, los personajes entran y salen de las fantasías continuamente. Hoy eres un cuento barroco y mañana un remake del último enfant terrible del cine independiente. Ya cansa tanto zapatito de cristal y tanta calabaza maravillosa. Decidió por sí misma dejar esta novela, así que a princesa que huye, puente de plata. Fue la Bella durmiente, como digo, la que organizó la verbena homenaje, dolida, manifestó con pompa, por no haber tratado a la muchacha con más cortesía. Sería una fiesta sorpresa, habría caviar ruso y barra libre de Hendrick’s con pepino, que no se respire miseria. La plantilla al completo se apuntó, por supuesto. El gato con botas fue el encargado del cátering y Grisélida, hacendosa, de la decoración. Hasta ahí, todo correcto. Nos pareció que la Bella pretendía enmendar a última hora lo mal que se portó siempre con la sucia mosquita muerta. ¿Qué más nos daba a nosotros el motivo si lo que había montado era una techno rave hasta el amanecer? Una hora antes ya estábamos listos para sorprender a la homenajeada, corrían el champán, la perdiz escabechada y las manzanas fuji, pero no fue hasta menos cinco cuando la Bella durmiente repartió las caretas. En nuestra defensa diremos que no hubo tiempo material para calcular las consecuencias. Simplemente nos pareció divertido e inocente ir disfrazados de Cenicienta, pero como el que se pone una máscara de Guy Fawkes, eh, sin segunda intención ni nada. Entre los que con dos gintonics de más ya no distinguían las caras de cartón de las reales y los que guardaron silencio por inquina, nadie supo prever la tremenda hostia que íbamos a darle a una muchacha que venía con tan severas carencias afectivas de serie. Si hubo alguno sensato que se negó a cubrirse la jeta fue presionado por la manada y acabó por sucumbir a regañadientes. A las doce en punto, con la primera campanada, llegó la invitada principal. Imaginaos el número cuando abrió la puerta, su cara de espanto cuando se vio reflejada en nuestros rostros miméticos. Cientos de Cenicientas silenciosas miraban cómo la auténtica Cenicienta, aterrada, rompía a llorar, echaba a correr por donde había venido y abandonaba esta novela para siempre jamás con la última campanada. Todos vimos claramente cómo perdía un zapato de cristal en su huida. La Bella durmiente se quitó la careta y lo recogió. Tuvo los santos ovarios de asegurar que la idea se la había dado Caperucita, la única que no estaba allí para defenderse, qué casualidad, y que este rollo de las caretas siempre le pareció una maldad sin paliativos, un bulling arquetípico, una tortura despiadada, y que no entendía, nos señaló con el zapato, que nadie, ninguno de nosotros la hubiera avisado de que aquello era una idea estúpida. 

noviembre 16, 2024

Personalidades en desorden

Vitti y Antonioni están tomando Tom Collins en un antro swinger de Niza, cerca del puerto. Fuman. Se sientan tête-à-tête en la semioscuridad y se besan apasionadamente sin descanso. En la barra hay una pareja que tal vez. La voz áspera de Vitti mezcla el italiano y el francés con soltura. Su sonrisa nunca deja de ser cáustica, como si supiera que a su alrededor cada elemento de la realidad es tan falso como en el cine. Fuma. A Antonioni aún no le hemos visto las manos, a saber dónde andarán. Es un tipo en apariencia serio, casi diríamos de figura triste, un espíritu definitivamente ausente. Sin embargo, se muestra afable en el trato y ameno en la conversación. Algo no concuerda. Fuman. Apuesto a que ninguno de los dos lleva ropa interior. Alehop! La puerta se abre y con el olor marino entra una pareja que viene de muy lejos. Él es un tipo grande, fuertote, barbudo. Su fisonomía se explicaría si un bisonte se volviese humano sin volverse humano del todo. A pesar del pelo mira con fervor a la mujer que le acompaña. Ella es una joven pálida que un día, por lo que sea, dejó de sonreír. Tiene rasgos del este, cabello tirando a claro, ojos un tanto oblicuos. Es menuda, pero camina con altivez nobiliaria. Fuman. Los dos. Se sientan en una mesa y piden vino. Son mucho más interesantes que la pareja de la barra. Será la novedad. Vitti y Antonioni cruzan unas palabras, se les van los ojos, terminan sus copas. Parecen turistas húngaros. Y eso por qué, Monica? Te digo que son húngaros. Fuma. Ella es perfecta, parece de porcelana, la has visto? Perfecta. Perfecta. Y él, te gusta? No es guapo. Fuma. No, no es guapo, pero tiene un no sé qué. Atracción húngara, ríe Antonioni. Zitto, scemo. El bisonte y la chica han empezado a sentirse observados. Se vigilan los cuatro de reojo. Vitti y Antonioni actúan como críos compulsivos. Attendete, amici! que la pareja de la barra está a punto de abalanzarse. Decisión tomada. Se cuelan por delante y saludan. Sois húngaros?, pregunta Vitti sentándose frente a ellos, tenéis que ser húngaros. Deja el tabaco en pleno centro de la mesa. Pues yo preferiría que no, dice riendo Antonioni, he apostado una botella de champán del caro. Michelangelo! La otra pareja se ha quedado un poco pasmada, ha sido una entrada triunfal, pasan unos segundos hasta que reaccionan. Yo soy de París, lo siento, dice el barbas, pero ella… Lo sabía!, estalla Vitti, graciosísima. Consigue que el hielo se rompa. Sí, bueno, empieza a contar la joven con una voz dulce, marcado acento del este, mi aldea siempre fue húngara, muy cerca de Bratislava, pero ahora creo que pertenece a Eslovaquia. Hace siglos que no voy. Maravilloso, voy pidiendo el champán. No venís mucho por aquí? No, dice el bisonte, es la primera vez que hacemos esto. Esto? Sí, lo del intercambio, me refería, nos da un poco de vergüenza. Ah, non parliamone più! Ahora estáis con nosotros, os ayudaremos. Yo soy Monica Vitti y este estirado es Antonioni. El director de cine? El mismo. Y tú eres la actriz. Ecco! Io sono! Besa al bisonte en la boca. Reparte tabaco. Te vimos en Desierto rojo. La chica besa a Antonioni en la mejilla afeitada. Hay cierta confusión de posiciones y bocas que desanuda la tensión. Buena peli. Sí, buena peli. Gracias. Pues cuando os digamos quienes somos nosotros lo vais a flipar aún más. Podríamos adivinarlo, dijo Antonioni divertido. Llega el champán. Brindan. Beben. Fuman. Venga, a ver… tú eres parisino… Auguste Rodin! No, y bebes, Vitti. Espera, interviene Antonioni, lo intento yo y si pierdo, bebemos los dos. A ver, a ver… París, eh?… Charles Aznavour! Risas. Joder, no, yo llevo barba. Bebéis. Beben. Me toca, dice la húngara, quién soy yo? Antonioni le coge la mano. Como queriendo leer en las líneas. A ver, a ver… Zsa Zsa Gabor! No, no. Te toca, Monica. Ah! Zsi Zsi Emperatrice! Estalla en una gran carcajada. Todos estallan. Qué ocurrencia! Beben, fuman y se tocan. Dadnos una pista. Bueno, diría que soy un personaje de ficción, asegura el barbas. Non mi dire! Vitti y Antonioni dan unos grititos de entusiasmo. A ver, a ver… Antonioni tuerce el gesto, piensa, piensa y resuelve: Grenouille! No me jodas! En serio? Ese era lampiño. No se te ocurre nada más? Antonioni levanta los hombros y pone cara de póquer. Vitti detiene las voces con las manos. Se concentra. No puedes ser el capitán Nemo. Frío, frío, asiente el bisonte. Tampoco creo que seas Jean Valjean. Frío. Eres Des Grieux? Uhm, te vas acercando en el tiempo. Se miden y brota, de repente, la complicidad. Antonioni y la húngara se han dado cuenta y sonríen, celosos. Más atrás? París, París… No tienes cara de ser un bufón de Molière, ni un príncipe de d'Aulnoy… Caliente, caliente… Nadie respira. Monica Vitti se ilumina: Eres el puto Barba Azul!!!, exclama triunfante. Se deja caer como una avalancha sobre el gran bisonte y casi se caen de espaldas con silla y todo. Se rehacen entre risas y caricias y, con la copa en la mano, Vitti brinda por los cuentos de viejas, por las esposas asesinadas, por el amor interracial. Beben, ríen y fuman sin medida. Te toca adivinar, Michelangelo, pide la única que sigue sin nombre. La muchacha parece que sonríe, como si se hubiese quitado una máscara o un peso de encima. Sí, sí, voy. Eres real o imaginaria?, pregunta el cineasta. Real, dice ella impaciente, tan real que hace algo más de cuatro siglos maté a 630 mujeres y niñas para bañarme en su sangre. La nuez de Antonioni sube y baja raspándole la garganta. Esa no la vieron venir. Hay, claro, un silencio embarazoso. Vitti se adelanta: Eres… la condesa… sangrienta… la Báthory… eres… la… Ambos se echan hacia atrás asustados. No hay brindis. La condesa se angustia. Ahora ya lo sabéis. No vi que os preocupase hace un minuto que mi acompañante se haya cargado a todas sus mujeres. Ya, pero tú fuiste real, Isabelita, mataste de verdad a esas niñas. Y qué?, responde por ella Barba Azul, cuántos como yo de reprobables existieron en la realidad y qué tardaréis vosotros en ser personajes de alguna novelette? Pensaba qué erais auténticos seres libres, pero por lo que veo no hemos derribado las últimas fronteras amatorias. Esto, sí, claro, pero es que tu chica mató físicamente a media Hungría, arguye Antonioni, y lo tuyo, barbas, se lo inventó un loro. Has dicho loro? He dicho loco. Loco. Caen como pesos muertos sobre las sillas. Pensaba que erais personas tolerantes, los dos, dice Barba Azul con serenidad; será prejuicio también, pero supusimos que las gentes del cine eran más abiertas. He de deciros que ya me he reformado, se excusa Báthory, ambos lo hemos hecho. Pagamos por nuestros crímenes. Ya no matamos gente. Antonioni y Vitti se miran un instante y asienten. Piden perdón y vuelven a acercarse a la mesa. Beben y fuman, aunque ya no ríen. La conversación se apaga. Se ha roto la magia y no saben si volverá. Si volviese habría personalidades en desorden, una gran encrucijada de amores exacerbados, sexo duro interdimensional, a saber qué más ocurrencias. Si por el contrario no volviese la magia, se despedirían, apenados. Barba Azul y Báthory caminarían hacia el puerto de Niza preguntándose si deberán también, en las escapadas de fin de semana, ocultar sus identidades para evitar el rechazo. Son gente normal, que trabaja, ama y se divierte, no delincuentes. Antes sí, de lo peorcito, es cierto. Pero ya no matan ni moscas, ya penaron sus crímenes. Él es autónomo y ella cuida a personas mayores. Pagan sus impuestos, saludan siempre a sus vecinos, tienen, como los demás, sus pequeños vicios. No se merecían esto. Por su parte, Vitti y Antonioni se quedarían charlando un rato en el bar. Conociéndolos, igual no le daban muchas vueltas al asunto y se tiraban a la pareja de la barra sin demasiado miramiento. Más tarde comerían pizza en la trattoria de algún conocido. Me dirás, lector, qué hacemos. Orgía o despedida? Vaya elección dejo en tus manos. Los cuatro elementos, Vitti, Barba Azul, Antonioni y Báthory miran al lector desde el antro swinger de Niza, cerca del puerto. Fuman. El deseo sigue ahí, junto a los prejuicios. Tal vez necesiten follar. Tal vez necesiten tiempo, fumarse tres paquetes, bailar un minueto. Tal vez, qué hacemos. Los dejamos ahí congelados para siempre. Qué no hacemos. Cuestionamos qué es ficción y qué es realidad. Rompemos otra vez el hielo. Acaso Antonioni y Vitti no son ficción ahora. Qué. Es el recuerdo una ficción. Lo es la historia. Lo somos nosotros. Qué hacemos, lector, qué. 

noviembre 02, 2024

Poesía triunfante

Al cabo de esta novelette está la poesía. El jueguecito del lenguaje y las ideas. La gran palabra. No quisiera que llegases al final y te encontrases un muro prosaico de rictus semánticos y tropos recurrentes. La apuesta es la más alta que puedo permitirme y no pienso perder la sonrisa cuando tires este libro por la ventana. Varios niños lo verán caer desde el parque y correrán a ver qué es. Leerán allí mismo sus primeras líneas [Hay que probar todas las puertas, se le revolvió el puto Barba Azul, con cajas destempladas] ateridos de preadolescencia, sumidos en lo prohibido. El más temerario se lo llevará escondido, para que sus padres no lo vean. De chavales nos tapaban la boca con diez cañones por banda, puede que con la sombra errante de Caín, incluso con ¡Paraíso perdido! Perdido por buscarte etc. Y estaba bien, pero no era del todo gran palabra. Si la manzana era el mundo, la rueca actuaba como órbita. Ya sé que es raro que manzana y rueca estén curvilíneamente relacionadas y que por esa razón crezcamos. Alcanzamos la juventud entre la fortuna y el suplicio. Con una vitalidad envenenada empezamos a caer y a fallar siempre en la caída. Tu ventana sigue abierta, lector. Abajo, por tu calle, camina una joven camarera con los pies destrozados, que vuelve a casa después de once largas horas de trabajo. Nuestro libro le caerá cerca y pensará que ha sido una suerte que no le cayese directamente en la cabeza. Lo recogerá, hojeará y seguirá andando con él bajo el brazo. A esa edad aparece la mano de Emmanuéle lo estuviera desabotonando, con la frente a la altura de tu plinto y si no te conozco, no he vivido. Muy resumido, porque ser joven es descender a los infiernos, perderse en los suburbios, buscar jardines feéricos. Y transcurre rapidísimo, che. La verdad sólida del poema tiene la virtud de hacerte perder la noción del espacio, del tiempo, del amor y de la música. Pronto pasará un señor en bicicleta, verá otro libro estrellarse contra la nieve embarrada, parará, mirará arriba sorprendido, lo pondrá en la cesta de la bici, volverá a mirar y seguirá su camino. A partir de ahí no hay que contradecir a los dioses, porque sabes de sobra que es una forma como otra cualquiera de asumirlos. La gran palabra ya estará dicha mil veces para entonces. Llegarán a deshora nuestras voces, tarde, siempre tarde, aunque míranos, aquí andamos, palabreando tanto y tanto y sin poder dejar de hacerlo. Barnett Newman dijo algo sobre los pájaros y no vamos, de facto, a desautorizarlo. Una señora con bufanda camina despacio. Da un puntapié a su libro caído sobre la acera, le cuesta una vida agacharse a recogerlo, pero le da ánimos llegar pronto a la residencia, habrá caldo, unas pastillas, con suerte dos o tres horas de lectura curiosa todavía, a su edad cuesta dormir, antes de caer rendida en la cama helada. Al cabo de esta novelette, de este arrabal de años y letras, debería hallarse, triunfante, insisto, la poesía, que es la menor de las ficciones y por ello la más justificada. Cuando la realidad da asco (marketing, plástico, fascio) y la ficción apesta (reguetón, memes, premios planote), dime tú cómo lo arreglamos si no es mediante una compacta poética de aliento. Al borde mismo de la fosa de las Marianas se escucha el lamento de Carnero, alto, húmedo y claro, clamando como el Bautista en el desierto: Hoy que la triste nave está al partir, con su espectacular monotonía, disposición convencional y materia vigente: ilustraciones que es sabio intercalar esa carcasa ocre es Helena. Incluso entrecortada, yuxtapuesta y sin sentido se aprecia con nitidez la gran palabra. La inmensa palabra. La enormísima palabra. Y yo me pregunto, os pregunto, quién cojones está escuchando allá abajo. Volvamos al principio. Al cabo de esta novelette estáis tú y mi sonrisa prosaica rictus tropo jueguecito. Por lo que sea, has decidido no tirarnos por la ventana y los niños, la camarera, el ciclista y la anciana se irán a la cama sin leer. Mañana alguien te preguntará que de qué iba este libro y tú dirás que no sabes explicarlo. 

octubre 26, 2024

Psittacus erithacus

 No os lo había contado hasta ahora, pero ya no puedo retrasarlo más. Como autor omnisciente que soy, he de deciros que Papá Perrault tenía un yaco africano encerrado en los sótanos de su caserón de París. No parece gran cosa a priori. Lo que cuentan de los loros, lo de la longevidad, lo de Humboldt y eso, es mayormente fantasía. Cualquiera puede tener un periquito canturreando en el balcón mientras escribe Barba Azul. No me refería a eso, sino a algo más gordo. Muy gordo. Esta vez va en serio. Lo digo. Allá va: Era el loro el que le dictaba al viejo Perrault los cuentos. ¿Cómo os quedáis, eh? El gato con botas lo redactó un pájaro. Y Cenicienta. Y Pulgarcito y lo demás. No un pájaro cualquiera, sino el loro más especial que existió jamás en Francia. Nadie, ni Ravel ni el ama de llaves, llegó a descubrir el secreto. Que Ravel, visitante esporádico y un poco a por uvas, no se enterase, diréis vale, pero es difícil tragarse que el ama de llaves haya bajado al sótano sin descubrir el paradero del animal, con rescate nocturno y entrega épica en refugio de aves. Pensaba que a estas alturas vuestra suspensión de incredulidad sería ya del tamaño de Córcega. Desde el sótano, amigos, es evidente, partía un túnel oculto por una puerta secreta, y más allá del túnel había un aviario subterráneo, insonorizado, terrorífico y tocho como la pirámide del Louvre. Por eso los gritos de auxilio del yaco no llegaban a oídos entrometidos. Solo Perrault conocía el acceso y solo él bajaba de noche a sonsacar al loro, mediante trozos de piña, papaya y paraguayo, las palabras exactas que todos conocéis de los libros, transcritas al dictado. Al principio el animal se resistía, pero el hambre aguza el ingenio. Y si la cosa al final se complicaba, Papá Perrault ponía a trabajar sus instrumentos de tortura: largas agujas de coser, hierros candentes, ruedas de carro y comadrejas glotonas. Luego, con el legajo a rebosar, se iba a beber cerveza a una taberna y hacía como que escribía. El loro cautivo, que resultó ser una lora, se llamaba Alejandra. 

octubre 19, 2024

Perfecto Reboiras

 Si estuviésemos hechos solo de palabras. Si fuésemos verbo. Canciones lentas para los encuentros furtivos, verborreas para levantar imperios, susurros para establecerse en los bosques otoñales. Si lo fuéramos, oídme bien, guardaríamos una esperanza: no buscar, como la alquimia, sino ser la palabra que haga renacer el mundo. Al pie de ese cañón, buscando y buscando para los restos, están Ofterdingen, el de las perras negras, algunos de Flaubert, muchos poetas indecisos, la práctica totalidad de los héroes de epopeya y, por supuesto, don Perfecto Reboiras, taumaturgo boticario. ¿Se reconocían como personajes literarios? ¿Sabían ellos que su realidad estaba compuesta de palabras? ¿Lo sabemos nosotros? Qué empeño en husmearse por fuera cuando hay que abrirse en canal y escudriñar dentro. La carne es sustantiva. El alimento diario, adjetivo. Casa, barrio, país son complementos circunstanciales. Naces, creces y te reproduces uniendo sonidos en sílabas, pero no mueres, porque no se muere cuando se está hecho de palabras, ni se olvidan de uno si está fabricado de recuerdos que, de pronto, vuelven a explicarse, bendecido por una lengua hábil, heraldo emplumado para las gatas blancas, los libros abiertos y este kit de supervivencia tan cerca de las últimas páginas. Porque quien dice renacer, dice sucumbir y, al segundo o tercer día, reordenarse. Quizás intuía ya don Perfecto, pues no era estúpido, que ser y buscar son la misma tarea. Pareciera continuamente que una manivela ontológica bien engrasada levantase con admirable fluidez un dique teleológico. Y bajo aquella ignorancia, aún hay quienes rastrean el Verbo Angular, la Clave de los Universos Imaginables, como si buscasen un caudal ignoto y concreto en las lejanas costas de los pagodas. Cuesta siete vidas asimilar que todas las voces por sí mismas son generativas, que cada una de ellas construye tanto lo cotidiano como cuanto deba existir de extraordinario e inadmisible. Algunos pretenden tropezar con un mampuesto dorado en lugar de aprender el oficio de los canteros. Una puta locura. Entretanto, Parnaso arriba, en el centro del maremágnum lingüístico, los dioses distraen sus días contándose unos a otros tal vez chistes verdes, rimando consonante o desguazando arquetipos, con mañas de albañil e ínfulas de rétor a un tiempo. Dioses que tienen nombres extrañísimos, Torrente Ballester, Madame d’Aulnoy, Guillermo Carnero, capricho de la tradición y la mitología. Dioses inaprensibles pues no fueron concebidos de sólidas palabras, sino en carne y luego en piedra y por eso resisten con cierta dificultad los continuos Apocalipsis que zarandean las tramas y los versos. Piensan algunos que ahí, escrito entre el hueso y el granito, está el fiat que desencadena la existencia literaria. En tanto las palabras subsistan todos viviremos en la tierra inverniza, dragones feos sumisos al mandamiento: «Huirás de la afasia como de la muerte». Porque sin duda es el olvido del lenguaje el mal que nos relega al polvo, al A4 de nuevo en blanco, a la conjetura cartesiana de que si nadie te lee, no existes. Yo te doto con la más perfecta fealdad, aunque una palabra tuya bastará para sanarme. Verbos de doble filo, diría don Perfecto. Como todos los verbos, sin excepción.

octubre 12, 2024

Pene de tigre

 El affaire empezó mientras Ravel leía a Barnes. Canturreaba una melodía pentatónica, todavía blandita y sin forjar, cuando por la página 42 decidió ir a conocer en persona a madame d’Aulnoy. Desde Montfort cualquier mención de algo que esté más allá de Versalles suena a literatura. Aleluya. Se duchó, perfumó y dandificó en un periquete, saliendo a una tarde glacial de enero de 1691. Volvió de inmediato a por otro abrigo más gordo, porque no quería pillar una pulmonía. El coche de caballos le dejó cuando oscurecía en casa de la marquise de Castelnau, amiga en común, también escritora. Una vez allí observó que la tertulia bullía a pleno rendimiento. Fue recibido por la anfitriona y presentado como «un músico prometedor», dignidad a priori lisonjera que no supo muy bien si debía tomarse a mal, estando a punto, como estaba, de cumplir los treinta. Escorada hacia un rinconcito del salón, sentada en un confidente, reposaba Marie-Catherine d’Aulnoy, cuarentona, pesante y enérgica, contando chismes sobre Carlos II a unas niñas. Ravel saludó a los concurrentes. [Lenclos, Racine, Scudéry]. Departió un rato. [Sablière, Fontenelle, Sévigné]. Gesticuló intentando llamar su atención. [Cornuel, La Bruyère, Montespan]. Y nada. Fue ampliamente ignorado por la escritora, a pesar del esfuerzo. D’Aulnoy, que se había quedado sola, leía un tomo de La Fontaine. En su rostro soñador prorrumpían con total nitidez los desconchones del destierro. Ravel iba a abordarla cuando alguien le pidió que tocase algo de Couperin. Bien sûr, monsieur. A ver si así, pensó, madame me hace caso. Tomó asiento ante el teclado con los ojos clavados en ella, que lo mismo se asomaba a ratos por la ventana, se rascaba el escote o pensaba en asuntos de hadas. Una baronesa no se deja arrastrar con facilidad hasta espectáculos piromusicales improvisados por clavecinistas desconocidos, que una tiene una reputación, cualquier distracción antes de prestar oídos a otro juntateclas. Ravel interpretó un prélude y, al acabar, hubo un silencio de lo más incómodo. Se abalanzó sobre algunas danzas, para tratar de remontar el recital, forlana por aquí, rigodón por allá, las cuales fueron aplaudidas en grado desigual y más bien por compromiso. Demasiado raro, se escuchaba entre susurros, eso no es del organista Couperin, se cree que somos idiotas, qué atrevimiento. La voz de la marquise de Castelnau refrenó la indignación anunciando canapés de oca y a otra cosa. Madame d’Aulnoy, que hasta entonces, como dije, había ignorado fuerte al juntateclas, se fijó por fin en él, debido precisamente al revuelo. No era guapo, aunque sí le resultó armónicamente sugestivo. Acercándose por detrás le dijo al oído: toca usted como si bailara sobre la tumba de Couperin. Tendrá usted que concretar a cuál de los Couperin se refiere, madame d’Aulnoy, dijo el músico dándose la vuelta. Oiga, ya que usted, por lo que veo, me conoce a mí, permítame a mí conocerle a usted. Y le echó, sin más preámbulos, mano al paquete. Maurice Ravel, para servirla, alcanzó a decir él con voz de pito. Tanto gusto. Madame de Castelnau, que era joven pero no tonta, les hizo acompañar con discreción a una alcoba que ella misma había diseñado para favorecer al máximo los placeres de la cama. Alto dosel, unos almohadones enormes, vino champenoise puesto en nieve, mirillas desde la estancia contigua para los curiosos. Confirmamos que París es una gran bola de musgo, sábanas, pelos y abortos. Ravel apenas podía aguantarse el deseo. D’Aulnoy, amante avezada, lo levantó en vilo y lo precipitó encima de la gran cama. Quiero hacerte, declamó, lo que la pluma le hace al papel. Y le arrancó de un tirón los pantalones. Pues yo quiero hacerte, se animó él, lo que hacen el corno inglés y el piano hacia el final del segundo movimiento de mi Concierto en Sol. No fue tan poético como lo de la pluma y el papel, si bien, para compensar, el joven se coló bajo la falda de la baronesa su buen cuarto de hora. Desnudos por fin y en absoluto celo, follaron a la luz de las velas hasta que el día rompió y la marquise de Castelnau les mandó el desayuno a la alcoba. Se portó como un tigre, confesaría horas después madame d’Aulnoy a su joven amiga. ¡Vaya potencia!, exclamó la marquise. Sí, muy potente, ¡y qué espículas! ¿Eso qué es? Espinas, querida, espinitas juguetonas en el glande. Castelnau abrió unos ojos como platos. No había forma de que me la sacara, el tío, dijo con picardía d’Aulnoy; he disfrutado como una gata. Castelnau quiso conocer más detalles. Haremos algo mejor, iremos las dos a su casa, sin avisar, esta noche. Me han asegurado, apuntó Castelnau, entusiasmada por la idea, que le gustan las manzanas fuji. Pues tendrá que conformarse con manzanas autóctonas, rió d’Aulnoy apretándose la pechuga entre las manos. Y a la joven marquise se le hizo la boca agua. 

octubre 05, 2024

Paradojas de Zenón

Íncipit. Los primeros son pasos breves, tanteadores. Introductorios. Tal vez circulares. Existía una idea difusa, seguramente generativa: señalar el contraste entre las fábulas primigenias (ya edulcoradas por Papá Perrault) y las versiones en almíbar posmoderno (oh, buzo de lavabos). Debían ser textos sin pretensiones, simples divertimentos expresivos, dislates simulacro del barroco. Si estilo francés, Pierrot et Colombine; si estilo italiano, maschere di carnavale. Tenía entre manos, pues, un proyecto. Una cantidad creciente de objetos a los que dar forma. Les puse un techo contra el que chocar, un tope necesario. Seréis cien, les dije. ¡Otro hectoedro!, respondieron. Sí, dije rascándome la calva. Pues vaya. Ese proyecto es la tortuga. Una tortuga exponencial que se las pela. Con ella, el cajón de los bocetos, de repente, rebasó la centena. Yo soy Aquiles, mucho más lento componiendo. Cuando alcance las cien entradas, triunfante sobre París, la tortuga estará cruzando Poitiers. Cuando llegue escribiendo a Poitiers, si llego, ella estará tomando el sol en Donibane Lohizune. Las paradojas, las paradojas, las paradojas. Se ha demolido a menudo la narrativa, así que ya es hora de descombrar. En el bosque había una flecha, pero no se movía. Un poco más allá acampaba un ciego que comía uvas de dos en dos mientras tú callabas. Se interponía un totum revolutum de material informe, sometido a altas presiones. La flecha quieta atravesó dicha hojarasca, potaje, puzzle, magma, orgía y se clavó cuánticamente en los dos ojos del ciego a la vez, que como ya estaba ciego de antes, ni lo notó. Anduvo la mitad de la mitad de la mitad del camino que quedaba con la flecha clavada y jamás alcanzó su destino. A veces somos crónica y a veces chisme. Con tanta indeterminación corremos el riesgo de que este caldo en que te atreves a chapotear, como chapotea Homero en su ceguera, se convierta en una recopilación de desconexiones locas sobre asuntos feéricos. No obstante, Ravel, D’Aulnoy, Carnero y yo preferimos llamarlo hiponovela. Creo que ya he usado el término. Una hiponovela rococontemporánea. Una densa resistencia literaria. Una carencia en sí. La tortuga vencerá a Aquiles si, y solo si, el ciego es atravesado por la flecha cuántica. Como siempre, eres tú, el leyente, quien le dará su razón y rumbo. Qué paradoja. Para derrotar a la tortuga hay que pararse, renunciar, comer raíces. No escribir de corrido. Eso nunca. También hay que leer y leer y leer, pero como leen los ciegos: el silencio del viento en los cerezos ateridos, el olor a bizcocho de un mar picado, el roce amarillo de las libélulas azules. Para matar la novela no basta matar la trama, el estilo, los personajes, la propia escritura. Estaría en blanco y seguiría siendo una novela. Que no escuchemos caer el grano de mijo significa precisamente que existe relato. Se necesita de un sacrificio que ni Patroclo ante los muros de Ilión. Un sacrificio que nadie, que sepamos, ha otorgado. Aquiles se pregunta a todas horas por el lugar que ocupa la tortuga, y el lugar se pregunta por qué Aquiles la persigue, y la tortuga se pregunta por el camino más recto hacia Poitiers. Eso es novela. La pregunta, el lugar, la pregunta, el lugar, otra pregunta, una pregunta en un lugar, pregunta, lugar lugar, lugar-pregunta y casi ninguna respuesta. Éxcipit. Los chicos quieren cargarse la literatura, cuando en realidad basta con que la literatura no les arrolle en su carrera. No veo en qué quedará tanta paradoja cuando Aquiles se coma con patatas a la tortuga.

septiembre 28, 2024

Postureo estético

 Debido a la caótica gestación de esta cosa, estoy atendiendo poquísimo al personaje de Carnero. Menos de lo que yo querría. Sé que es importante en la nebulosa trama, aunque aún no ha llegado su momento y, estando como estamos al 70%, puede que nunca llegue. Acabo de convertir a Bartók en un fantasma. Perrault y Ravel son poco más que guiñoles literarios desde el principio. Madame d’Aulnoy, tal vez la figura más íntegra, que ha ido creciendo sin pausa en protagonismo, no llegará a romper. Los demás elementos son secundarios: Gershwin mendicante, Barba Azul y Erzsébet enamorados, los pagodas de vanguardia, el Pulgarcito épico, la guillotina y no recuerdo qué más, paja intelectualoide, cocaína imaginativa, pretextos de escritura. He perdido, es verdad, el punch venecianista que traía de serie con demasiada facilidad, como se pierde un imperio o la cartera. La propia estructura atómica de estas patrañas, una vez desestabilizado el núcleo, exige ir terminando pronto, antes de que colapse el sistema y nos pille debajo. Sospecho que es la sombra de Carnero la que me está tapando el sol. Y es que cada palabra es postureo vacuo, aquí en la página en blanco. Las manchas del papel brillan a la luz de algunas ocurrencias y, sin embargo, Carnero, antaño picajoso, ahora condesciende. Hay que someterlo pronto, me digo, como a los demás. Mi silueta autoral aparece y se recorta a contraluz por el hueco de unos libros robados de un polvoriento anaquel. Pretendo ser un espectro de Brocken, algo que le amilane, pero Carnero, aún vivo, no se llega ni a incomodar, por mucho claroscuro y tiniebla que me arrogue. Examina estas mismas páginas, vivisección, análisis, consecuente diatriba. Carnero espartaco esteticista, Carnero el novisisísimo, Carnero y yo cadáveres sin rumbo y rosas. El gran poeta se impone sobre mi (supuesto) mausoleo de irreverencia y me impide descalabrarle como a los otros muertos. Ha sido un apóstol intocable, versos beatos, en su altísima hornacina. Es muy posible que no sea exigencia externa, sino mero autocontrol. Los hechos probados son que, en esta MI confusa letanía, no se me ha dado potestad para maltratarle, y no sé muy bien por qué. 

septiembre 21, 2024

Para que bailen los osos

 Para que bailen los osos hay que cantar a media voz. Ni muy fuerte ni muy flojo. Si quieres seguir con vida mantente de pie, esgrime tu garganta y elige bien el repertorio. Una vez encomendado al sagrado fantasma de Bartók, ya puedes centrarte por completo en la fiera. Va a ser una lucha de titanes. Desde sus observatorios, los astrónomos te mirarán raro. Eh, atentos a ese idiota, no sabe conmover a las estrellas, pensarán engreídos. Y seguirán con sus longitudes de onda, paralajes y transposiciones, porque nunca se han enfrentado a un oso. Dicta nuestra fe que, paseando por los pueblos valacos, el sagrado fantasma de Bartók se encontraba con ellos a menudo y, en lugar de escapar, los amansaba mediante improvisadas danzas de las que parecen danzarse desde siempre y los osos bailaban. Lo ancestral no tiene que ser ancestral, aunque sí parecerlo a oídos de los osos. La mayoría no quiere estridencias, así que descarta los exabruptos. Tampoco podrás engatusarles con susurros y palabritas de niño bueno. Lo cursi te lo guardas. Un solo zarpazo bastaría, pero no pasará, porque el fantasma te asiste y te acompaña. Hay que sujetar fuerte la línea melódica y no soltarla. Usa contrapuntos prácticos para rellenar los huecos. Nada de armonías prohibitivas. Camina en círculos como si tú también bailaras. Al fin y al cabo los dos sois plantígrados. Gira y el úrsido girará. Intenta huir y no cantarás más. Si el oso se pone a gruñir contigo, no suele ser porque vaya a emprender contra ti una embestida mortal. A veces sus rugidos son simpatía armónica. Llegarás a notar que no solo tu voz provoca aquella fluida cadena de arabescos y pliés, sino que es esa danza animal la que empuja el sonido a tu garganta. Es algo recíproco. El oso te engatusa también a ti. Te dice: abandona el delirio de la astronomía. Tu tesitura es la insuficiencia. Lo entenderás si sobrevives. Entonces, en un temerario silencio de blanca, el fantasma y tú haréis un rápido mohín de burla a las estrellas. Quién las necesita conmover si puedes hacer que bailen los osos. Justo ahí te sentirás tocado por la gracia. Nada que ver con aquello que canturrean los engreídos astrónomos. Seguramente su canto no sea sino ruido de ecuaciones para el cálculo de órbitas. Mucho lerele y poco larala. Tú haces bailar a los osos, ojo. Esa es la auténtica magia. Lo otro es presunción, nadie ha nacido que pueda conmover a las estrellas. Podría parecer que algunos lo hacen, pero no. Bartók lo sabe y ahora tú también. Tienen suerte los astrónomos de no salir nunca de sus observatorios y no cruzarse con un oso. Serían incapaces de hacerlo bailar y el oso los haría, en un santiamén, polvo de estrellas. Hacia el final del baile, llegado el momento, el oso se dará la vuelta y no volverá a girarse. Se marchará feliz y nadie podrá quitarle lo bailado. Es posible que te recuerde, o quizá no. Tú harás exactamente lo mismo. Comerás raíces, beberás en arroyos, dormirás bajo cornisas. Y el día menos pensado te encontrarás de frente con otro oso y, con ayuda del sagrado fantasma de Bartók, le harás bailar. 

septiembre 14, 2024

Poema 7

Hay 7 partituras manchadas de sangre en tu tumba. Hay 7 versos recordando, los engranajes edulcoran, y parece un tiempo menos malo. Hay un sacrificio hueco cuando me despierto [a la hora que sea], un montón de intentos contra el cristal. Las victorias son humillantes e insignificantes: una puerta gatera que rechina. Un timo en la cultura, dense todas por aludidas. Enajeno. Surco mi cráneo con los dedos y sin sentido alguno. Nos quedan un millar de cigarrillos por fumar y la piel arde fácil. Hay 7 cosas malas para rezar. Y está bien así.

Periplo del [meta]héroe

 Monomito abajo solo hay sombríos intrarquetipos. Lo descubrí una mañana sin sol pero también sin nubes, una de esas mañanas anodinas como l...