noviembre 13, 2013

Lucía en la taquilla con diamantes

El payaso Bob Bo-bó es incapaz de tener los calcetines secos; la colada siempre se le moja. Le gusta fumar en las tardes en las que el cielo está encapotado; se coloca frente a la ventanita de su caravana, sentado en un sillón orejero orientado hacia el descampado de turno, e inhala el humo de la heroína quemada sobre barquitos de papel de plata —Bob Bo-bó suele darle formas divertidas al aluminio antes de quemar el caballo sobre él—. Y como nunca ha sabido desmaquillarse del todo, va todo el día con las orejas rojas. “¡Bob Bo-bó, el payaso de vidriosa mirada y colorados pabellones auditivos!”, escucha en mitad de su delirio opiáceo, en la presentación de una función a la que sólo asistirá él. Mirando al descampado, se ríe cuando comienza a llover sobre la ropa tendida.

Lucía nunca sale las tardes de lluvia. Se queda en la cama leyendo novelas de Faulkner. Su cuerpo flacucho no se mueve de la mitad para abajo desde que tuvo el accidente, así que dejó el trapecio y ahora es taquillera. Su padre, el dueño del circo, este año tampoco podrá comprarle una silla de ruedas decente; está hasta el cuello de deudas y además está el asunto de Favio y su nuevo león. La gente no lo sabe, recapacita Lucía, pero los leones son muy caros. A Lucía siempre le costaba seguir los argumentos de Faulkner, por eso las tardes de lluvia en las que intentaba leer un libro suyo, las terminaba dedicando a la divagación que le llevaba invariablemente a Bob Bo-bó, su novio.

Cuatro hombres bajo la lluvia cavan un enorme hoyo. Los trillizos Bazzucos ayudan a Favio a sacar tierra del hoyo para que quepa su león muerto. Las gotas de lluvia tamborilean sobre la lona plástica azul que cubre el cuerpo del felino. Las caras embarradas suben y bajan acompañando los vaivenes de las palas. Los hombres las hunden con brío y las levantan apretando los dientes, pero la mitad de la tierra se pierde —enlodada, chorrea a los lados—. El sudor comienza a parecer insano cuando se mezcla con el agua de lluvia, y a cada momento les cuesta más arrancar la tierra del  fondo del hoyo.

—¡Eh, Favio! —grita Dragosi, el mayor de los Bazzucos, desgarrando la voz al deshacerse de una palada por encima del hombro— ¿No está bien todavía? ¿Eh, cabronazo? ¿No será que tu león estaba demasiado gordo?

Y Dragosi se incorpora mirando retador a Favio.

Bob Bo-bó lo ve todo desde su caravana y ríe viendo el duro trabajo, las indicaciones que parece dar Favio a los musculosos trillizos, cómo sale del hoyo y señala una esquina de la tumba gesticulando exagerado... Y Bob Bo-bó se ríe porque los trillizos parecen más cansados a cada palada, parecen estar más enfadados, bufan como bestias y exhalan vapor. Sabe que como Favio es un viejo amigo del jefe, tienen que ayudarlo en su capricho de enterrar al león en medio del descampado. Cabrones, piensa. Entonces recuerda que tiene que pasar por la caravana de los Bazzucos una noche de éstas porque se está quedando sin caballo; los trillizos aún le fían, así que... Uf, qué bien me sienta cabalgar, se dice, y ríe. Esos trillizos son unos hijos de la gran puta; como Favio, bastardo italiano, piensa el payaso. Y se rasca la panza, se rasca la panza el resto de la tarde, mientras los efectos de la heroína se desvanecen.

Al día siguiente hay función, y Lucía no puede evitar pensar en Bob Bo-bó ni en el trabajo. Aquella cabina en la que vende las entradas es preciosa, está llena de diamantes y bombillas multicolor. Se la arregló su novio como regalo de primer aniversario. Trabajó en ella todas las tardes que tuvo libres —excepto cuando llovía, claro—. No sólo la adornó, sino que la elevó lo suficiente como para que la enorme ventana de la taquilla coincidiera con las ventanas de las caravanas y le añadió unas ruedas, con motor eléctrico, que Lucía controlaba desde dentro. 

Cuando comienza la función, se pasea por los exteriores del circo en su maravilloso sarcófago, con las luces verdes, rojas y azules iluminando el interior y mirando con solvencia desde los dos metros y medio de altura; esa altura la hacía sentir segura de sí misma, junto con los cuatro escalones que llevaba delante y a ras de suelo y que funcionaban como parachoques. Como antes del accidente, volvía a mirar con displicencia a los trabajadores de papá. Les hablaba desde el micrófono y la voz sonaba electrónica. “¡Chico!”, solía comenzar, “Chico, haz esto, o aquello otro”, pulsaba el botón y decía: “¡Chico!”.

Los trillizos la llamaban, con sorna, “Nefertiti, la muy zorra”. Se le ocurrió a Catalin, el deslenguado hermano mediano, el que catapultaba a Dorel, el más pequeño y ligero, para que lo recogiera Dragonis en el otro trapecio, durante el trabajo de carpa. Qué hijos de puta, diría Bob Bo-bó.

Lucía deja de empujar el mando que hace avanzar el trasto cuando, entre jaulas, aparece Bob Bo-bó con la cara a medio desmaquillar y la ropa chillona del trabajo de carpa. Levanta la mirada; y la vé.

¡Esos zapatos, por Dios, qué gracia pueden tener...!, piensa Lucía, que sonríe mientras su novio sube los cuatro escalones hasta la ventanilla.

—¡Oye! ¿Y por qué no te he visto ese corsé negro antes? —pregunta Bob Bo-bó y se relame.

—¿A qué sí? Lo saqué del fondo del baúl —contesta ella—. El rollo gótico me queda total con estas luces —y hace un gesto de vedette mostrando las palmas y separando los dedos,  ilusionada.

—Sí, cojonudo... —contesta él, y le interrumpe un hilo de baba que le cae de la boca entreabierta.

—Deberías dejar la heroína, ja, ja, ja —se ríe Lucía—. Además, a veces te hace parecer tonto.

—Sí, bueno —dice él— ¡Oye! No te olvides de que tenemos una cita bajo la luna —y golpea la cabina con la palma, la acaricia despacio.

Ella se sonroja dentro.

—Déjalo, salido, tengo que ir a hablar con papá...

—Beso —pide él.

Y se besan con el cristal por medio. 

Lucía se acerca a la caravana de su padre, va hasta la ventana y lo llama: ¡Papá! ¡Papá, sal de una vez!

Bilko sale del baño alertado por los gritos de su hija, intentando ponerse los pantalones a la vez que mantiene el equilibrio. 

—¿Ya es la hora? —lo dice mientras mira un par de veces tras la puerta medio abierta del baño.

Lucía, enfadada, pulsa el botón del intercomunicador.

—Pero... ¡Papá! —se queja— ¿Es que nadie va dejar las drogas en este circo? —musita.

—De eso mismo quería hablarte, cariño... —dice Bilko mientras termina de recomponerse el vestuario—. Vamos muy mal; vamos fatal, cielo —muestra las palmas y se encoge de hombros.

—¿Qué quieres decir? —Lucía tuerce el gesto.

—Verás... el circo está acabado. Este año hemos perdido demasiado. Y sabes que siempre he dicho que el futuro está en la temporada de ferias, cariño, ¡las atracciones! Dos montañas rusas y unos coches de choque; pero de los medianos, no de los grandes. Ahí está el futuro, mi vida... He vendido — y baja la mirada avergonzado, escondiéndola en el fregadero.

—¡Papá! —le grita con enfado Lucía; y la cabina comienza a girar, zumbando, muy despacio.

Bob Bo-bó se asea, ha puesto una cinta con I´ve got you under my skin, de La Voz. Se pone crema en el torso y se lo afeita. Se lava los dientes y se enjuaga con elixir mentolado. Escupe el líquido azul dentro del lavabo. La Voz sigue balanceándose algo trabada y torcida por la casetera que lleva demasiados remiendos. Bob Bo-bó está emocionado, viste un traje oscuro y esa noche tiene una cita con Lucía, bajo la luna. 

Y después de encontrarse terminan haciendo el amor a través de la cabina.

Él la contempla mientras sube los escalones. Lleva entre los dedos una llave de seguridad que refulge bajo la luna. Ella, preciosa, respirando ansiosa, bajo las luces azules, rojas y verdes del interior, comienza acariciar el cristal con una mano y baja la otra al coño.

Él hurga con la llave en el corazón de bronce, la trampilla oculta que le puso a la cabina y que iba a dar entre las piernas de Lucía. Un corazón lo suficientemente grande como para que el payaso pudiera meter adentro sus caderas y moverlas golpeando. 
Fue un diseño brillante, diría Bob Bo-bó.

—Ya te dije que me gustaría tocarte a través del cristal —dice Bob mientras se saca la polla. 

—Cielo, aún tengo puestas las bragas —le indica ella con apuro.

Bob Bo-bó se olvida por un momento de guiar su polla que da contra los diamantes falsos de la cabina cuando la suelta. Se concentra en meter la mano y agarrar con fuerza la franja de tela blanca. Tira hasta romperla y, excitado, escupe sobre el cristal, delante de la cara de Lucía que se estremece. 

—Cabrón —jadea Lucía— ¡Fóllame de una vez!

Toda la cabina se contonea sacudida por las embestidas del payaso, que se agarra y la empuja. Pega el torso al cristal y ve a Lucía jadeando al otro lado. Embiste, taladrándola a través del corazón de bronce. Una y otra vez. 

La cabina va y viene y comienza a crujir. Bob Bo-bó tiene la polla ardiendo y los pezones duros por el contacto con el cristal a medio empañar. Lucía, adentro, se pellizca los suyos y tira de ellos con rabia, suda y grita a punto de desfallecer. Y Bob Bo-bó se corre bufando como un animal y sigue empujando y eyaculando y corriéndose durante casi un minuto.

Luego, ella dirige la cabina hacia las caravanas mientras fuman un cigarrillo de postre. 

—Oye, ¿te gustaría una pista de coches de choques? Atracciones, ya sabes...

—Estabas preciosa...

—¿Qué? —dice ella.

—Recortada contra el cielo y rodeada de diamantes, en serio... —dice él y sonríe.

—Bob Bo-bó... —dice ella con resignación.

noviembre 10, 2013

Fuerzas de reacción (un eco del pasado)

  

Cada vez que termino de masturbarme -con los ojos irritados por el sudor-, y recupero la vista y reconozco el olor  de mis sobacos evaporándose en el ambiente (cargándolo mucho más y mejor); cada vez que me rindo y tengo que meter la cabeza en la taza del váter, para ver si soy capaz de vomitar algo antes de ir al trabajo..., y descubro que ese cubo de porcelana en el que respiro profundamente por la ansiedad, lleva años sin limpiarse a fondo (que nunca he comprado desinfectantes para el cagadero), y huele a meados filtrados por riñones viejos, a infección de orina, a cadáver de rata, a mierda y a enfermedad... a cáncer de próstata.

Y pienso que no quiero estar allí. Con la cabeza metida hasta el fondo de la taza, respirando y oliendo todo aquello. Que debería haber salido a vomitar al patio de atrás -con todo ese aire fresco, con las estrellas y el frío despejándome poco a poco-. Una buena “vomitona” saludable rodeado de naturaleza; el <<locus amoenus>>, ¡ay!

Cada vez que me paso tres días con sus noches sin dormir, dando vueltas por la casa; tomando litros de café y agua y pastillas azules y rosadas; cuando comienzo a hablar solo y me creo rodeado de gente, aturdido como en medio de una multitud durante una fiesta... de improviso el murmullo cesa y me descubro -otra vez, solo- en medio del pasillo, sudoroso y jadeante... yendo y viniendo. Y pienso que si como un bocadillo de panceta y queso, tal vez me calme y pueda dormir (pero me dirijo al dormitorio en busca de cigarrillos). Y encuentro un paquete aplastado junto a la máquina de escribir -en la que 36 horas antes, aproximadamente- he dejado un folio en el que he mecanografiado a duras penas un par de frases mediocres (¡respira!). En ese instante me percato de que nunca más en mi vida escribiré algo bueno.

… cada mañana que abro los ojos y no tengo muy claro ni qué día es ni quién soy...

Cada vez que intuyo que he olvidado algo de vital importancia... cada mañana, cada tarde y cada noche...

Cada día, durante unos minutos pienso en el asesinato, en cuántos libros tendrán las bibliotecas de  las cárceles de este país. ¿Y quién no lo hace?

Todo esto sucede cuando me quedo solo. Cuando se rompen esas cadenas -que si bien me desollaban la piel de los tobillos- me mantenían unido a la superficie rocosa del planeta. ¡Sí, malditos primates! Ese mismo planeta que ahora pisáis (con los pies o con el culo). Ya no es mi juego... porque yo ahora soy un eco de hace 60 años. Un fantasma del pantano, un vagabundo en Nueva Orleans y estoy allí. En un cuartucho, oculto tras una columna de folios macilentos... una sombra que viste un traje arrugado, color hueso. Que oculta su faz (bajo el ala ancha de un sombrero lleno de manchas de humedad) mientras os escribe esto.

La criatura del pantano alarga sus óseos dedos de seda sibilina (cómo una suave brisa) para robar unos cigarrillos. Entonces podemos ver su piel traslúcida -pez abisal-, surcada por vasos sanguíneos azules y purpúreos y nos damos cuenta de que no es más que una larva del viejo tío Lee. Que algo se está gestando en su interior; otro monstruo más y mejor; algo que se remueve entre los fluidos gelatinosos... La larva se alimenta a través de los enormes poros, sonríe y escribe, nos guiña un ojo; enciende cigarrillos y baja la boca hasta la mesa -dónde el exterminador dejó olvidado unos polvos amarillos- los lame, los recoge con la lengua y se los traga; luego lanza señales químicas. Antes de finalizar con la metamorfosis, quiere saber si es el único de su especie.

(Luego pienso que debería dejar de leer ese asqueroso libro una y otra vez.)


<<Sigo muy pesado. Anoche me desperté porque alguien me apretaba la mano. Era mi otra mano... Me duermo leyendo y las palabras adquieren un significado cifrado... Obsesionado por las claves... El hombre contrae una serie de enfermedades que descifran un mensaje en clave...>>



William S. Burroughs El almuerzo desnudo (1959) 






Paradojas de Zenón

Íncipit. Los primeros son pasos breves, tanteadores. Introductorios. Tal vez circulares. Existía una idea difusa, seguramente generativa: se...