noviembre 13, 2013

Lucía en la taquilla con diamantes

El payaso Bob Bo-bó es incapaz de tener los calcetines secos; la colada siempre se le moja. Le gusta fumar en las tardes en las que el cielo está encapotado; se coloca frente a la ventanita de su caravana, sentado en un sillón orejero orientado hacia el descampado de turno, e inhala el humo de la heroína quemada sobre barquitos de papel de plata —Bob Bo-bó suele darle formas divertidas al aluminio antes de quemar el caballo sobre él—. Y como nunca ha sabido desmaquillarse del todo, va todo el día con las orejas rojas. “¡Bob Bo-bó, el payaso de vidriosa mirada y colorados pabellones auditivos!”, escucha en mitad de su delirio opiáceo, en la presentación de una función a la que sólo asistirá él. Mirando al descampado, se ríe cuando comienza a llover sobre la ropa tendida.

Lucía nunca sale las tardes de lluvia. Se queda en la cama leyendo novelas de Faulkner. Su cuerpo flacucho no se mueve de la mitad para abajo desde que tuvo el accidente, así que dejó el trapecio y ahora es taquillera. Su padre, el dueño del circo, este año tampoco podrá comprarle una silla de ruedas decente; está hasta el cuello de deudas y además está el asunto de Favio y su nuevo león. La gente no lo sabe, recapacita Lucía, pero los leones son muy caros. A Lucía siempre le costaba seguir los argumentos de Faulkner, por eso las tardes de lluvia en las que intentaba leer un libro suyo, las terminaba dedicando a la divagación que le llevaba invariablemente a Bob Bo-bó, su novio.

Cuatro hombres bajo la lluvia cavan un enorme hoyo. Los trillizos Bazzucos ayudan a Favio a sacar tierra del hoyo para que quepa su león muerto. Las gotas de lluvia tamborilean sobre la lona plástica azul que cubre el cuerpo del felino. Las caras embarradas suben y bajan acompañando los vaivenes de las palas. Los hombres las hunden con brío y las levantan apretando los dientes, pero la mitad de la tierra se pierde —enlodada, chorrea a los lados—. El sudor comienza a parecer insano cuando se mezcla con el agua de lluvia, y a cada momento les cuesta más arrancar la tierra del  fondo del hoyo.

—¡Eh, Favio! —grita Dragosi, el mayor de los Bazzucos, desgarrando la voz al deshacerse de una palada por encima del hombro— ¿No está bien todavía? ¿Eh, cabronazo? ¿No será que tu león estaba demasiado gordo?

Y Dragosi se incorpora mirando retador a Favio.

Bob Bo-bó lo ve todo desde su caravana y ríe viendo el duro trabajo, las indicaciones que parece dar Favio a los musculosos trillizos, cómo sale del hoyo y señala una esquina de la tumba gesticulando exagerado... Y Bob Bo-bó se ríe porque los trillizos parecen más cansados a cada palada, parecen estar más enfadados, bufan como bestias y exhalan vapor. Sabe que como Favio es un viejo amigo del jefe, tienen que ayudarlo en su capricho de enterrar al león en medio del descampado. Cabrones, piensa. Entonces recuerda que tiene que pasar por la caravana de los Bazzucos una noche de éstas porque se está quedando sin caballo; los trillizos aún le fían, así que... Uf, qué bien me sienta cabalgar, se dice, y ríe. Esos trillizos son unos hijos de la gran puta; como Favio, bastardo italiano, piensa el payaso. Y se rasca la panza, se rasca la panza el resto de la tarde, mientras los efectos de la heroína se desvanecen.

Al día siguiente hay función, y Lucía no puede evitar pensar en Bob Bo-bó ni en el trabajo. Aquella cabina en la que vende las entradas es preciosa, está llena de diamantes y bombillas multicolor. Se la arregló su novio como regalo de primer aniversario. Trabajó en ella todas las tardes que tuvo libres —excepto cuando llovía, claro—. No sólo la adornó, sino que la elevó lo suficiente como para que la enorme ventana de la taquilla coincidiera con las ventanas de las caravanas y le añadió unas ruedas, con motor eléctrico, que Lucía controlaba desde dentro. 

Cuando comienza la función, se pasea por los exteriores del circo en su maravilloso sarcófago, con las luces verdes, rojas y azules iluminando el interior y mirando con solvencia desde los dos metros y medio de altura; esa altura la hacía sentir segura de sí misma, junto con los cuatro escalones que llevaba delante y a ras de suelo y que funcionaban como parachoques. Como antes del accidente, volvía a mirar con displicencia a los trabajadores de papá. Les hablaba desde el micrófono y la voz sonaba electrónica. “¡Chico!”, solía comenzar, “Chico, haz esto, o aquello otro”, pulsaba el botón y decía: “¡Chico!”.

Los trillizos la llamaban, con sorna, “Nefertiti, la muy zorra”. Se le ocurrió a Catalin, el deslenguado hermano mediano, el que catapultaba a Dorel, el más pequeño y ligero, para que lo recogiera Dragonis en el otro trapecio, durante el trabajo de carpa. Qué hijos de puta, diría Bob Bo-bó.

Lucía deja de empujar el mando que hace avanzar el trasto cuando, entre jaulas, aparece Bob Bo-bó con la cara a medio desmaquillar y la ropa chillona del trabajo de carpa. Levanta la mirada; y la vé.

¡Esos zapatos, por Dios, qué gracia pueden tener...!, piensa Lucía, que sonríe mientras su novio sube los cuatro escalones hasta la ventanilla.

—¡Oye! ¿Y por qué no te he visto ese corsé negro antes? —pregunta Bob Bo-bó y se relame.

—¿A qué sí? Lo saqué del fondo del baúl —contesta ella—. El rollo gótico me queda total con estas luces —y hace un gesto de vedette mostrando las palmas y separando los dedos,  ilusionada.

—Sí, cojonudo... —contesta él, y le interrumpe un hilo de baba que le cae de la boca entreabierta.

—Deberías dejar la heroína, ja, ja, ja —se ríe Lucía—. Además, a veces te hace parecer tonto.

—Sí, bueno —dice él— ¡Oye! No te olvides de que tenemos una cita bajo la luna —y golpea la cabina con la palma, la acaricia despacio.

Ella se sonroja dentro.

—Déjalo, salido, tengo que ir a hablar con papá...

—Beso —pide él.

Y se besan con el cristal por medio. 

Lucía se acerca a la caravana de su padre, va hasta la ventana y lo llama: ¡Papá! ¡Papá, sal de una vez!

Bilko sale del baño alertado por los gritos de su hija, intentando ponerse los pantalones a la vez que mantiene el equilibrio. 

—¿Ya es la hora? —lo dice mientras mira un par de veces tras la puerta medio abierta del baño.

Lucía, enfadada, pulsa el botón del intercomunicador.

—Pero... ¡Papá! —se queja— ¿Es que nadie va dejar las drogas en este circo? —musita.

—De eso mismo quería hablarte, cariño... —dice Bilko mientras termina de recomponerse el vestuario—. Vamos muy mal; vamos fatal, cielo —muestra las palmas y se encoge de hombros.

—¿Qué quieres decir? —Lucía tuerce el gesto.

—Verás... el circo está acabado. Este año hemos perdido demasiado. Y sabes que siempre he dicho que el futuro está en la temporada de ferias, cariño, ¡las atracciones! Dos montañas rusas y unos coches de choque; pero de los medianos, no de los grandes. Ahí está el futuro, mi vida... He vendido — y baja la mirada avergonzado, escondiéndola en el fregadero.

—¡Papá! —le grita con enfado Lucía; y la cabina comienza a girar, zumbando, muy despacio.

Bob Bo-bó se asea, ha puesto una cinta con I´ve got you under my skin, de La Voz. Se pone crema en el torso y se lo afeita. Se lava los dientes y se enjuaga con elixir mentolado. Escupe el líquido azul dentro del lavabo. La Voz sigue balanceándose algo trabada y torcida por la casetera que lleva demasiados remiendos. Bob Bo-bó está emocionado, viste un traje oscuro y esa noche tiene una cita con Lucía, bajo la luna. 

Y después de encontrarse terminan haciendo el amor a través de la cabina.

Él la contempla mientras sube los escalones. Lleva entre los dedos una llave de seguridad que refulge bajo la luna. Ella, preciosa, respirando ansiosa, bajo las luces azules, rojas y verdes del interior, comienza acariciar el cristal con una mano y baja la otra al coño.

Él hurga con la llave en el corazón de bronce, la trampilla oculta que le puso a la cabina y que iba a dar entre las piernas de Lucía. Un corazón lo suficientemente grande como para que el payaso pudiera meter adentro sus caderas y moverlas golpeando. 
Fue un diseño brillante, diría Bob Bo-bó.

—Ya te dije que me gustaría tocarte a través del cristal —dice Bob mientras se saca la polla. 

—Cielo, aún tengo puestas las bragas —le indica ella con apuro.

Bob Bo-bó se olvida por un momento de guiar su polla que da contra los diamantes falsos de la cabina cuando la suelta. Se concentra en meter la mano y agarrar con fuerza la franja de tela blanca. Tira hasta romperla y, excitado, escupe sobre el cristal, delante de la cara de Lucía que se estremece. 

—Cabrón —jadea Lucía— ¡Fóllame de una vez!

Toda la cabina se contonea sacudida por las embestidas del payaso, que se agarra y la empuja. Pega el torso al cristal y ve a Lucía jadeando al otro lado. Embiste, taladrándola a través del corazón de bronce. Una y otra vez. 

La cabina va y viene y comienza a crujir. Bob Bo-bó tiene la polla ardiendo y los pezones duros por el contacto con el cristal a medio empañar. Lucía, adentro, se pellizca los suyos y tira de ellos con rabia, suda y grita a punto de desfallecer. Y Bob Bo-bó se corre bufando como un animal y sigue empujando y eyaculando y corriéndose durante casi un minuto.

Luego, ella dirige la cabina hacia las caravanas mientras fuman un cigarrillo de postre. 

—Oye, ¿te gustaría una pista de coches de choques? Atracciones, ya sabes...

—Estabas preciosa...

—¿Qué? —dice ella.

—Recortada contra el cielo y rodeada de diamantes, en serio... —dice él y sonríe.

—Bob Bo-bó... —dice ella con resignación.

noviembre 10, 2013

Fuerzas de reacción (un eco del pasado)

  

Cada vez que termino de masturbarme -con los ojos irritados por el sudor-, y recupero la vista y reconozco el olor  de mis sobacos evaporándose en el ambiente (cargándolo mucho más y mejor); cada vez que me rindo y tengo que meter la cabeza en la taza del váter, para ver si soy capaz de vomitar algo antes de ir al trabajo..., y descubro que ese cubo de porcelana en el que respiro profundamente por la ansiedad, lleva años sin limpiarse a fondo (que nunca he comprado desinfectantes para el cagadero), y huele a meados filtrados por riñones viejos, a infección de orina, a cadáver de rata, a mierda y a enfermedad... a cáncer de próstata.

Y pienso que no quiero estar allí. Con la cabeza metida hasta el fondo de la taza, respirando y oliendo todo aquello. Que debería haber salido a vomitar al patio de atrás -con todo ese aire fresco, con las estrellas y el frío despejándome poco a poco-. Una buena “vomitona” saludable rodeado de naturaleza; el <<locus amoenus>>, ¡ay!

Cada vez que me paso tres días con sus noches sin dormir, dando vueltas por la casa; tomando litros de café y agua y pastillas azules y rosadas; cuando comienzo a hablar solo y me creo rodeado de gente, aturdido como en medio de una multitud durante una fiesta... de improviso el murmullo cesa y me descubro -otra vez, solo- en medio del pasillo, sudoroso y jadeante... yendo y viniendo. Y pienso que si como un bocadillo de panceta y queso, tal vez me calme y pueda dormir (pero me dirijo al dormitorio en busca de cigarrillos). Y encuentro un paquete aplastado junto a la máquina de escribir -en la que 36 horas antes, aproximadamente- he dejado un folio en el que he mecanografiado a duras penas un par de frases mediocres (¡respira!). En ese instante me percato de que nunca más en mi vida escribiré algo bueno.

… cada mañana que abro los ojos y no tengo muy claro ni qué día es ni quién soy...

Cada vez que intuyo que he olvidado algo de vital importancia... cada mañana, cada tarde y cada noche...

Cada día, durante unos minutos pienso en el asesinato, en cuántos libros tendrán las bibliotecas de  las cárceles de este país. ¿Y quién no lo hace?

Todo esto sucede cuando me quedo solo. Cuando se rompen esas cadenas -que si bien me desollaban la piel de los tobillos- me mantenían unido a la superficie rocosa del planeta. ¡Sí, malditos primates! Ese mismo planeta que ahora pisáis (con los pies o con el culo). Ya no es mi juego... porque yo ahora soy un eco de hace 60 años. Un fantasma del pantano, un vagabundo en Nueva Orleans y estoy allí. En un cuartucho, oculto tras una columna de folios macilentos... una sombra que viste un traje arrugado, color hueso. Que oculta su faz (bajo el ala ancha de un sombrero lleno de manchas de humedad) mientras os escribe esto.

La criatura del pantano alarga sus óseos dedos de seda sibilina (cómo una suave brisa) para robar unos cigarrillos. Entonces podemos ver su piel traslúcida -pez abisal-, surcada por vasos sanguíneos azules y purpúreos y nos damos cuenta de que no es más que una larva del viejo tío Lee. Que algo se está gestando en su interior; otro monstruo más y mejor; algo que se remueve entre los fluidos gelatinosos... La larva se alimenta a través de los enormes poros, sonríe y escribe, nos guiña un ojo; enciende cigarrillos y baja la boca hasta la mesa -dónde el exterminador dejó olvidado unos polvos amarillos- los lame, los recoge con la lengua y se los traga; luego lanza señales químicas. Antes de finalizar con la metamorfosis, quiere saber si es el único de su especie.

(Luego pienso que debería dejar de leer ese asqueroso libro una y otra vez.)


<<Sigo muy pesado. Anoche me desperté porque alguien me apretaba la mano. Era mi otra mano... Me duermo leyendo y las palabras adquieren un significado cifrado... Obsesionado por las claves... El hombre contrae una serie de enfermedades que descifran un mensaje en clave...>>



William S. Burroughs El almuerzo desnudo (1959) 






octubre 30, 2013

Ya no le tengo miedo, padre

Mi última, última, última oportunidad.

7 de Julio. 2011

Debió emparedarme allí, aún sigo emparedado, acuchillado, en los putos patios de colegio, rechazado, ebrio, con la lengua trabada en el cerebro y las manos sudando en el estómago.

(Diario personal del autor)

He estado a punto de llorarte entre que me he decidido y no a contarme esto.

«¡No!»

Podría meteros algo de intranquilidad en el cuerpo con que eso ha sido una voz dentro de mi cabeza, nah, hombre... tranquilo Joselón, tu hijo no es ninguna bestia. Más bien se trata de un eco; así los reconozco mejor. Un eco de un pasado lleno de gritos y dolor... siempre los gritos como solución al dolor. Como causante de más dolor que provocan más gritos como respuesta: Un eco. Del pasado.

¿Y por qué te escribí aquella novela en la que te odiaba y te mataba? Porque te quise. Supongo que por lo mismo que usted, Joselón, me machacaba en el patio cuando era un crío; porque en casa nos queríamos de ese modo estúpido.

A lo que iba, padre.

Las mejores páginas de la novela de ficción en la que le mato. En la que una imagen de mí mismo mata una imagen de lo que fue usted, no llegaron a la última versión del libro porque los hechos se solaparon con su muerte, padre. ¿Fue el año 2005? ¿Cuándo los médicos le descuartizaron para salvar su vida? Creo que sí.

Mientras usted, Joselón, boqueaba como una tortuga a punto de extinguirse ―tortugas marinas y hierros―. Estuve a punto de dar con el secreto de mi sufrimiento, la clave estaba en el perdón.

No eran cojones, como usted siempre me exigió, sino desespero, cansancio y el tedio que me asaltó sentado en el paseo de Cádiz, a escasos metros del hospital en el que su vientre hinchado a costurones inflaba las sábanas, de su boca flácida y feliz con la morfina del post operatorio (joder, hacía siglos que no se le veía feliz) no le recuerdo feliz de esa manera desde que dejó usted el alcohol. Viejo, colega, gitano, mi amor.

La mañana que antecede a este intento demasiado cerca del cero, me han dicho que padezco esquizofrenia (no se preocupe, fue una diplomada en trabajo social). Y ¿sabe qué?, tampoco sería tan malo, Joselón.

Usted siempre quería saber qué hacía en la calle. Le diré qué hice mientras pasaba su primera semana de muerte que le llevaría un año casi completo.

Lloré en público, y no fue vergonzoso. Fue liberador. Hablé con uno de esos conspiradores que usted no supo enseñarme a combatir.

—Lo haces bien... ―le dije.

El tipo no tenía ni puta idea de qué le estaba hablando. El tipo (omitiré su nombre) sólo hablaba de sí mismo, de sus problemas. Así que ya tenía su atención, su extrañeza. Usted era feliz por la morfina por lo que pude madurar un poco y dejar de pelear mientras duró su felicidad.

—Pero no hace falta ―continué―, fíjate que mis ejércitos han abandonado el campo de batalla y que sus pendones y sus lanzas están siendo contaminados por enredaderas y naturaleza en flor. Fíjate ―le dije―, pero debes saber que eres muy bueno haciendo tu trabajo. Trabajo que agradezco, claro. Pero de verdad, ya no hace falta que sigáis haciéndolo.

Usted, padre, seguía colocado de morfina o dormiría pensando en las botellas de Rioja que se iba a tumbar esa semana de su muerte que le llevaría un año completo, Joselón.
Y mientras, el tipo: —¿Qué?

Y una amiga: —No entiendo una mierda, pero me están entrando ganas de llorar...

Y yo, su hijo: —Que me recuerdas a mí y no me gusta ―le dije― no me gusta tener que colocarme con lo que sea, zapeando a cada segundo; zap, zap, zap o ver siempre las mismas películas o cenar como un cerdo para poder conciliar el sueño. Y encima ser un borde con todo el mundo.

Y lloré otra vez. Y fue bueno, vaya que sí.
Seguí delirando con el conspirador que creyó haber encontrado a un igual. No sabía que lo iba a dejar en manos de otro (él no sabía que mi madurez estaba directamente relacionada con su sonrisa, padre).

—Sí, sí, eso ―me dijo el tipo. Y luego se dirigió a nuestra amiga común y le preguntó por cuando me iba, por el colega. Que cuando se iba..., que si se iba.

Pero yo ya estaba mirando la hora en el móvil para coger el último autobús de regreso y pensando en cómo salvar la vida que acababa de despertar, ¿cómo? Y fui a casa y cogí la novela de Leaving Las Vegas. Y subrayé con bolígrafo azul todo lo que me dio el toque para decir basta de pelear. Cada pasaje sobre los borrachos ―en sentido amplio sirve para cualquier tipo de gilipollas―, sobre cómo funcionan sus mentes por qué caminan rápido o por qué lo que piensan no es siempre lo que sale de su boca. Ese tipo de chorradas que no salvaron a su autor, O'Brien. Y cuando, con el libro en la cartera, encontré al tipo por Cádiz; lo aceptó pero quedó extrañado, porque de hecho no era a O'Brien a quien quería escuchar, sino a mí. 

Pero usted, padre, perdió la sonrisa durante el resto del año. Perdió sus ganas y le humillaron hasta en su tumba. En su última semana ya no había morfina ni bromas ni chistes con las enfermeras. Le pusieron a morir medio dormido ―sedado como un perro―, en una habitación junto a otra que estaba en obras. Y se escucharon los martillazos durante toda la semana. Machota sobre cincel, hierro contra hierro. Cómo iba a escucharle todos sus consejos, cómo iba a dejar de pelear, así sin más.

¡Cómo sin librarme de cada uno de esos martillazos!

Y entonces sí, dejé de lado las palabras hermosas y quise sacarme cada uno de esos martillazos a base de O-D-I-O.

¿Pero sabe qué, padre? Prefiero la llorera a seguir su ejemplo, a echarle cojones, como usted me exigió tantas veces. Me quedo con las palabras hermosas. Aún así, tengo que decirle, Joselón, que le quiero como cuando era pequeño y que le detesto como al eco de esos martillazos.

Pero de acuerdo, seguiré sus consejos: no pelearé más con la familia y gastaré todo mi dinero.





 Raúl Sánchez, el bicéfalo. Rebuscando en los cajones....


(Este relato fue publicado hace un tiempo en palabrasmalditas.net)

junio 08, 2011

Sobre la felicidad durante la guerra



Pero ella no ve nada, la luz no llega hasta su ventana, y cuando el sol está a punto de caer y los pájaros ya no cantan, ella no ve nada.

No ve a los niños pisoteando entre juegos los embriones que florecen, que pueblan los paisajes de la guerra. La carne quemada y los escombros lo manchan todo. Y no ve los esqueletos ardiendo en los carros de combate, el humo que sale, ni las colas de indigentes en busca de pan; ni a los francotiradores que les disparan apostados en lo alto de viejos templos (agujeros y paredes que se escaman).

Sara no es capaz de ver todo esto pero sueña postrada en la cama, sueña que vuelve a correr por la playa, salta sobre pequeñas olas y se tuesta lentamente bajo el sol, cosa ya imposible: por el agujero de la capa de ozono, por la contaminación, porque es vieja, ciega e inválida…porque una mina, aquella mañana de primavera que ya olía a pólvora, le explotó bajo los pies; su sangre y su sudor se mezclaron con la grasa del asfalto y Sara cayó al suelo; con la cara roja la espalda rota y  el alma atemorizada.

Ahora mismo se pudre en su desconchada habitación de hospital, mientras la ciudad poco a poco se suicida, lo hace con tremendo llanto: el patriotismo, el ardor guerrero y todas esas mierdas. 

Pero ella no ve nada; es feliz de un modo extraño en su ignorancia...

























(antes del 2002, creo) 





PS Publicado por primera vez en el blog el genio de la multitud (extinto, creo) y escrito en la vieja y difunta ETP de Olivetti. La foto es una puta mierda pero a mí me gusta.






mayo 16, 2011

Las cosas que me gustaron mucho de Madrid (Vol. 1)

Pongamos que hablo de 5 meses en Ronda de Atoncha o en la calle Amparo. Shhhh, no les des tantas pistas. 

Mis compañeros de piso: molaban. ¿Por qué? Porque les dije que era escritor y que me daba igual todo, que carecía de moral; y fueron y me contaron, en noches alternas, historias muy íntimas de su bagaje BIOS; uf, pensé..., mogollón de material para que el ser escribiente pudiera seguir escribiendo. 

Pero la cabeza se me rompió un día, no recuerdo el motivo... mmm déjame que piense: Pues no, recuerdo que salí a por café, subí por la calle Amparo en dirección a Tirso de molina -cruzando frente a la librería malatesta-. Pero para cuando estaba a la altura del Bar Gol no pude parar y seguí caminando y caminando buscando un desnivel que (en mi tierra) suele preceder al mar... Pero Madrid es enorme y no tiene mar... había obras. Una excavadora enorme y amarilla junto a un pequeño templo con pizarra en lo alto... no lo puedo recordar muy bien, no podía dejar de caminar; os lo recuerdo. 

Me crucé con un indigente negro; me hizo el consabido gesto así que le ofrecí un par de cigarrillos. A los indigentes hay que darles como mínimo dos cigarrillos; uno para que lo saboree y otro par que se lo guarde en el paquete que lleva oculto el algún bolsillo del gabán para ir llenándolo poco a poco; así se hacen con un paquete de 32 cigarrillos a lo largo del día; se pueden quedar en 4 cigarrillos si no tienen suerte. Me agradeció el detalle con un gesto de cariño sobre el brazo, una palmadita justo por encima del codo. La piel le brillaba como si la llevara empapada en gasolina: sólo una parte de ella, no todo el brazo. 


Salud, le dije. Sonrió y  se fue. 

Fiuuuuu. 

Todo se calmó dentro de mí y decidí regresar a mi cubil a seguir escribiendo mientras me maldecía por no haber elegido un séptimo piso. Pero bien. Bajando por las mismas calles alguien había hecho una pintada; muy jipi, muy comeflores, muy sencilla: <<Y sabrás que siempre estoy en la luna>>, una flor abajo y a la izquierda y una firma aún más sencilla: <<Te quiero>>. 

Pues seas quién seas yo también te quiero. Así sin más, me alegraste un día horrible y ni siquiera era tu intención. Son esas cosillas que en ocasiones te recuerdan por qué vives; por la deuda.
























Saúde e moitas gracias. 

El bicéfalo literario, ya sabéis. 


abril 09, 2011

Vida BIOS de Nosebundo ([ni nosebundos ni Nosebundos] Ficción)

Que después de fumar un peta y escuchar una historia sobre el intento de secuestro de la hija de unos amigos, se tensen todos tus músculos y sepas que alguien te va apuñalar, es ir poco a poco. Cuando comienzas a volverte loco -sabiendo cuál es el final- y sientes que debes vigilar a todos los transeúntes para que no te vigilen, es ir poco a poco. Luego ya te caerá la lluvia de piedras, el linchamiento público; todo ello de repente.

Este "negocio" funciona así: llega un momento en que estás tan mal que lo único que puedes hacer por ti mismo es morirte; eso sí, poco a poco. Lo único que puedes hacer para sentirte abrazado es fantasear con el suicidio. Lo único que te va a relajar son las duchas de agua helada. No oír lo que estás escuchando; hacer como que no va contigo. A partir de que te diagnostiquen: nada, nunca más, ningún comentario irá contigo; se te acabaron las sutilezas en el lenguaje. Al menos no irán contigo. Una puta mierda, vamos.


Eres un paranoico y tu terapeuta te comenta en un tono amable -y como si te hablara de las manzanas que compró en el mercado esa misma mañana, porque ese es el amor que vas a poder sentir a partir de ahora- que todas esas sensaciones que tienes irán desapareciendo, poco a poco, te dice. Que para eso estás tomando 20 miligramos de antipsicóticos: en el prospecto dice que puedes padecer de creencias erróneas [sic], que puede que tengas un brote psicótico o la ansiedad rasgo y la ansiedad estado chorreando por las orejas. No lo entiendes muy bien pero ni de coña quieres oír hablar de la esquizofrenia.

En el prospecto dice también noséqué sobre alucinaciones.

La gente que redacta estos prospectos debe saber que los enfermos mentales no van a leerlos; no les dejan. Aunque si les dejan, lo hacen. Flipa cómo son.

Tu terapeuta te dice que no leas nada que te pueda tensar, que no te conviene ¿oír la radio?. Te puede decir: "si crees que hablan de ti", te dice eso. La R-A-D-I-O. Mi consejo llegados a este punto es que busques otro terapeuta. Pero sigue con la terapia, donde sea. Te van a decir que abandones todos los ambientes que frecuentas, todo lo que te gustaba hacer es suceptible de ser transformado por tu cerebro en una agresión directa y contundente contra ti. Una fiesta continua, vamos, uhuuuu juuuu juuuu.

No puedes hacer nada que te ponga nervioso. Evitas el dolor y la sospecha. Tu terapeuta te dice una cosa y tú entiendes: Estoy muerto. Tú entiendes que estarías mejor en lo alto de una montaña, en una cabaña, alejado de todo y dedicándote a lo que sea. Piensas en estar completamente seguro y dejas de comer, enciendes la tele y te lobotomizas durante horas, cambias de canal una y otra vez, zap, zap, zap, zap. Te da igual lo que programen; porque no es para ti, ¿recuerdas?. Lo que quieres es cabeza borradora, una y otra vez, en pequeñas dosis, lo que quieres es sedarte, así que comes como un cerdo para que la digestión te tumbe de sueño.


Al final, estimado imberbe... terminas por acceder al último conocimiento: Cuando vengan a por tí de verdad, serás completamente depredable.


Y bueno, en el abismo de la locura se aprende mogollón de sabiduría de la buena de verdad, se ven luces que no están, y acabas poniendo en duda hasta la fórmula para resolver una ecuación de segundo grado.


Y ya. Sólo quería que lo supierais cabrones, parafraseando a Bukowski.







Fdo, El Bicéfalo.



marzo 27, 2011

Coaching Bicéfalo: Autoayúdate a ayudarme: O ¡Eh, tú, pringado! 'Imperativo que me ayudes'

Estamos por el coaching, niños y niñas, bebés y cosas, osos polares con tutús rosas y patines de cuatro ruedas, gente normal y gorda y con la piel porosa y llena de pústulas bajo la luz fluorescente de vuestro pisito o vuestro curro que no os gusta pero que necesitáis (ya quisiera el autor de este loquesea tener uno de esos) para pagar la hipoteca... Qué risa lo de las hipotecas. ¿Por qué no? Yo todavía me estoy riendo porque vivo de alquiler. Os lo dije, pringados (esta última línea, como se habrá percatado el lector hábil, es un chiste privado con unos amigos míos personales y personajes y personas reales que por supuesto está old-fashioned, como este Blog. Y que en nada tiene que ver con la naturaleza bondadosa y elegante del lector hábil de este blog; o sea, yo). 

Para el resto: En Bicefalias Literarias y con el apoyo de Wake up, Zombie Inc. Trademark under all rights, ningún left (nada, nada; todo, todito lo quiero para mí), estamos por el crecimiento personal, por ayudarte a ayudarme para que me ayude con menos esfuerzo y me implemente mejor la pelusa del ombligo. 

Id pensando en ello. Ahorita, no más me líe uno de picadura, los vidéos. Que si taca tin que si taca tan... (Tuve un profesor de D.F. aunque él insistía en que seguía siendo asturiano).



Este tipo es un crítico del imperio; como Chomsky, pero menos deprimente. Su nombre es Doug Stanhope... y por eso, bebe.


Bieeeeen, me hago una edición del postomutante que estoy haciendo: ...a llorar al puto piscólogo.


                                        
OK. Este tipo es Denis Leary, y espero que no tenga un equipo de abogados muy bueno que se esté cagando en mi puta madre ahora mismo.

Autor del blog para equipo de abogados muy bueno: Lo mismo os digo.

¡Y cuidado! Que voy hacer algo revolucionario, contracultural y como siempre DESFASADO: Hablar de Vila-Matas... ¡¡Chiaaaaaaan!!

Clamor popular (sólo existe en mi cabeza, Sófocles lo llamaba 'coro'): ¡Gilipollas que se te ven las costuras!

Autor: Nunca he negado ser un monstruo multiforme y cosido con pedazos ajenos, no.

Aquí en Bicefalias, siempre innovando, all the time... all.

Y bueno, eso, dadle a algo, a lo que sea pero con ganas.

PS En Bicefalias no damos órdenes, usamos los imperativos con mucho cariño emoticonal (Equis Dé mayús. Dé mayús. Dé mayus. Dé mayús.) 

¿Véis cuanto amor hay en mí por todos vosotros? Eso, que estamos jodidos. ¡Deslízate o muere!





marzo 17, 2011

EL MITO DE LAS MARIPOSAS o El día en que todo comenzó a reordenarse

                              PARTE I   
                                                                            

Había mucho revuelo por los pasillos de las oficinas. La ronda me llevó casi toda la mañana. Cuando llegué a las salas de los insectos todos los responsables médicos de los animales del zoo estaban allí, con guantes de látex, recogiendo muestras de los mariposarios. Nadie me contó nada hasta que no me necesitaron ¿Podrías llevar estas cajas de muestras a los laboratorios?, me dijeron, ya sabemos que eres el vigilante y que no... pero estamos hasta arriba.

Eché un último vistazo a los mariposarios, cada par de alas como una escama levantada y retorcida, una piel de reptil con los colores de las diferentes familias de mariposa; verdes, ocres, tonos tierras y rojos y amarillos de advertencia —todas muertas—, alfombrando los terrarios alrededor de los responsables agachados con sus guantes y sus bolsas, tomando muestras con la cara desencajada, casi en pánico. De acuerdo, les dije, de acuerdo. En parte fue vergüenza y en parte compasión.

Eran 7 cajas enormes de cartón. Tuve que hacer tres viajes. Mientras iba y venía decidí cargar el revolver de casa en cuanto llegase. No sé muy bien el porqué.

Cuando llegué, saludé a Clara, nos dimos un beso largo, luego se lo dije. Todas las mariposas del zoo han muerto, dije. Oh, vaya, me contestó. Fui al dormitorio a cargar el arma, doblando el pasillo le dije a Clara que iba a tomar un baño.

En las noticias de la noche vimos que había sucedido lo mismo en zoológicos y reservas y bio-domos del mundo. No había ninguna respuesta, nadie parecía saber nada. Imaginé todo ese montón de cajas resultante colapsando los laboratorios. Estos periodistas, pensé, sensacionalistas, la vida seguía; de momento.

Dos semanas después el mapa del tiempo seguía despejado; ninguna borrasca. Fue la única sorpresa del desayuno. La cara de la chica del tiempo no conseguía darle interés al hecho de que llevásemos una semana con la misma temperatura. 21 grados y algunas décimas, sin cambios por el momento; eso es todo, decía, el tiempo seguirá estable en los próximos días. No dijeron nada sobre las mariposas. 

Tengo casi la edad de jubilarme y no quiero hacerlo, en fin. 

Mientras guardaba la agenda en la cartera me fijé en los ojos de Clara. Mi esposa estaba allí, en medio de la cocina, clavada en la rutina oxidada de los gestos cotidianos, esperando el beso de despedida. En su mirada vi claro que le daba igual, que posiblemente ni me quería ni ese hecho le molestaba lo más mínimo. A mí tampoco me importaba; le di un beso y me fui al trabajo. Sin decirnos una palabra, decidimos dejarlo todo como estaba. A esas alturas daba igual, supongo.

Hacía la ronda como cada mañana y me pasé por los mariposarios. Había escarabajos peloteros arrastrando pequeñas bolas de estiércol. Me acerqué y sonreí con otros con enormes cuernos. Unos de los jefes del equipo científico caminaba por allí. Se detuvo a mi lado, así que le pregunté por las mariposas, me dijo que no sabían nada en absoluto. 

No escuché nada más sobre el tema de las mariposas.

Sin apenas cambios. Cada día que volvía del trabajo había menos gente por la calle. Podía oír el aire pasando por mis fosas nasales deformes, silbando de forma ridícula. El escándalo habitual de las avenidas y calles, del metro, fue sustituido por el silbido de mis fosas nasales que rompía con timidez el silencio. ¿Qué nos está pasando? A la ciudad, al mundo. Me duele la cabeza menos últimamente.

Esa tarde seguíamos teniendo 21 grados y algunas décimas. Cuando llegué a casa contemplé, por unos instantes, a Clara, a la que le había dado por mirar a través de la ventana durante horas. Casi todo el día, cada instante que tenía lo pasaba allí. No era la única persona que lo hacía. Las ventanas de los edificios de enfrente estaban plagadas de siluetas con la espalda recta y los brazos cruzados por delante. Como mi esposa, sólo miraban. Yo seguía tomando notas en mi agenda, me ayuda, escribir me ayuda a pensar con más claridad.

Cada día había más gente mirando a través de sus ventanas, como Clara. Yo podría haber hecho lo mismo. Por entonces ni siquiera me alimentaba: ni sólidos ni líquidos. Desapareció la necesidad de ir al baño, mi cuerpo dejó de producir sudor. Podía haberme quedado allí, en la ventana de casa como ella, pero seguí yendo al trabajo durante toda la semana. Allí, mis compañeros, los que aún acudían a sus puestos, lo hacían tan sólo de manera presencial. La gente estaba sentada en oficinas y laboratorios, en la enfermería —donde fuera—; esperaban a que la hora del cierre llegara y salían del zoo. Los animales de todo el zoológico podrían estar muertos o dormidos, a nadie parecía importarle.

Creo que fue la tarde del sábado, desde entonces es muy complejo calcular el tiempo, han podido pasar semanas de caos estático. Pensar es difícil cuando no ocurre nada en ninguna parte, una especie de bruma. Mientras, sigue atardeciendo, el sol se ha parado, el planeta se ha detenido, habrá dejado de girar sobre sí mismo. El hecho es que desde entonces es por la tarde. El sol a medio hundir en el horizonte, estático, proyectándose anaranjado constantemente sobre los edificios y las calles. Es curioso, porque los relojes siguen avanzando... cuesta siquiera pensar en algo; hacer el gesto sencillo de levantar el teléfono y llamar a emergencias no tiene sentido, aunque esté viendo como la gente que miraba por las ventanas comienza a arrojarse al asfalto. Se estrellan contra el suelo dorado de sol. Yo sigo escribiendo y mirando por la ventana de vez en cuando. Hay un viejo que dispara sobre los coches, parece no entender por qué los cristales no estallan sino que se cuartean y caen despacio al suelo... cada uno se resiste como puede. Por la calle cruza una mujer con ropas mínimas de corredora, ella sí suda, espumarajos a través de los poros de la piel, es extraño, pero cada uno es cada uno. El revólver en el dormitorio cargado. No podría levantarme, tampoco me he preocupado de Clara.

Tal vez todo se deba a las mariposas, tal vez sólo quedemos unos cuantos que seguimos cambiando el mundo, como yo lo cambio con la tinta impregnándose en el papel de mi agenda, como el viejo que dispara a los coches o la chica que corre. Todo esto se acaba, pero si pudiera surgir de uno de nosotros siquiera el impulso suficiente para


                            PARTE II

Dicen las viejas historias que en principio fue una mariposa sin tamaño ni perspectiva de arriba o abajo o izquierda o derecha porque habitaba en medio de la nada. LA NADA ¿sabéis, bantúes? 

El fuego crecía en espiral desde el hogar de fuego y hacia arriba siguiendo la voz de la anciana que narraba.

Dicen que aquella extraña bestia alada con una trompa como de elefante, cuerpo como de pantera, alas de mariposa, ojos de mosca y patas como patas de mosquito comenzó a mover sus alas de mariposa sin aire alrededor, a embestir con su cabeza de Insecto-Elefante aunque no existiera un adelante ni un atrás.

Cuentan las ancianas mientras los ancianos dibujan en las paredes de las cuevas que ese extraño ente, esa Bestia alada batió con tanta fuerza sus alas que desplazó LA NADA alrededor y se creó el aire que y que empujó tanto y tan fuerte con su cabeza que su dolor fue esparciéndose como minúsculos puntos luminiscentes: luceros. Un esfuerzo más, se dijo esa bestia. Defecó rocas como planetas y orinó océanos y mares y ríos: algunos amarillos de amoníaco y venenosos, pero muchos más azules y llenos de vida.

¿Y qué más, abuela? 

Por hoy es suficiente, dijo la anciana, levantando sus dedos curtidos por el trabajo y lanzando un enorme beso a la luna. Mirad que CLARA está hoy el ojo de esa Bestia alada.


                                
A todas las mujeres que me dejaron marchar alguna vez



                                FIN


 


   





 













Paradojas de Zenón

Íncipit. Los primeros son pasos breves, tanteadores. Introductorios. Tal vez circulares. Existía una idea difusa, seguramente generativa: se...