La introvertida
No ser capaz de ser yo misma.
Fingir un personaje con disfraz de madreselva
cuando soy más bien una amapola sin olor.
Una rareza silvestre en mitad del cruel asfalto.
Ponerme la incómoda máscara de marfil,
cuando me siento como el vulnerable elefante
al que le han cortado los colmillos.
Todo para complacerte
porque querías que fuera ola,
pero me enseñaste a ser sumisa
como el agua de balsa.
¿No te das cuenta, mamá?
Que yo soy un caracol, cómodo viviendo en su espiral.
Que soy el tímido rocío y no la corredera del río.
Mi tiempo es lento,
soy árbol de granada.
Mi nieve es mi refugio de la basta montaña.
No me obligues a ser alud
cuando yo soy escarcha.
Si yo pudiera
Soy una pena henchida,
una esponja de pesares.
Mi garganta es un acuario,
que alberga el llanto melódico
de una sirena
ahogada en su sal.
Si yo pudiera ser algo más
que unos brazos que protegen.
Si yo pudiera ser algo más
que una carcasa vacía.
Pero ahora soy la sombra,
la tercera en alimentarse,
la última en ser escuchada.
Unos pechos que vierten el mar
en las bocas de los otros,
secándose por dentro
como caracola abandonada.
Mis ojos flotan sobre el agua,
pitidos sordos inundan mis oídos:
no escucho alivios ni alientos.
Si yo pudiera nadar contra la marea,
contra mi vientre.
Si yo pudiera no ser madre,
si yo pudiera ser persona.
Lavadero
«En la aldea, no hay vieja sin niño
ni niña sin vieja».
Las suegras engañan a sus nueras
para bautizar a sus bebés
en el antiguo lavadero.
El agua recorre la piel rosada
de los recién nacidos.
Los purifica del amor de sus madres
y los limpia de sus besos y caricias.
El musgo se frota en sus ojos cerrados
y ya nunca más las reconocerán.
Por cada niño, se pesca un renacuajo
que las viejas se tragan sin masticar.
«Descansa, pequeño,
ahora eres el hijo de una rana».
El contacto de sus pieles con la piedra,
fría y lisa, ayuda a catalizar
el hechizo.
Ceremonia de una sola vez en vida,
las suegras cantan al unísono
que quieren volver a ser madres:
«en la aldea, no hay vieja sin niño
ni niña sin vieja».
En la aldea, no hay mamás.
Se ahogan intentando rescatar del agua
a los espejismos de sus bebés falsos.
Ellas no lo saben,
pero los verdaderos
están con sus nuevas madres.
«En la aldea, no hay vieja sin niño
ni niña sin vieja».
Adolescencia
No me quise
y dejé que mi pelo fuera estropajo y ceniza,
y mi cabeza un enjambre.
Mis ojos se torcieron
y empecé a mirar siempre al suelo.
Mi piel se volvió
hoja reticulada de otoño,
esperando un beso en el parque.
Volcanes y costras
crecieron en mi cuerpo desnudo
de sabor a ola.
Plumas de cuervo
llenaron mis cejas de cinismo
y mis piernas de vergüenza.
Era una niña pequeña
y un monstruo por fuera,
por dentro era un avispero.
Nosotras
Según tú, todas nos comportábamos igual.
Todas éramos traidoras serpientes sibilinas de lengua roja.
Todas estábamos preocupadas de que nuestro rostro
fuera de tacto de seda y nuestros labios de fuego.
Según tú, nuestras lágrimas mentirosas no eran de sal
por lo que requeríamos siempre un falso consuelo.
Lo que sentíamos te resultaba ajeno como una nebulosa.
Nos clasificabas clavándonos con agujas en las alas,
como a las mariposas las estudian los coleccionistas,
midiendo nuestra belleza con números y ponderaciones.
Y nos ponías nombres, nombres que no eran los nuestros.
Ahora lo entiendo: nos robabas nuestra identidad.
Inventaste un nuevo mundo para hablar de nosotras.
Un mundo en el que todas éramos menos que un insecto.
Y yo veía el universo de constelaciones al que pertenecíamos
donde todas éramos astros únicos y a la vez hermanas.
Donde todas estábamos hechas de infinitos matices.
Y no entendía por qué yo estaba atrapada en tu mundo
siendo para ti solo una burda copia de todas las demás.
Siendo para ti el reflejo de tus delirios y tus flaquezas.
Inventaste un nuevo mundo para hablar de nosotras.
Un mundo en el que todas éramos menos que el polvo.
Así era más fácil castigarnos, menospreciarnos, odiarnos.
Así era más fácil para ti creer que no éramos personas.
El aguacero
Me dijeron que te dejara llorar
y mi instinto te agarró fuerte,
mis delgados brazos de hoja caduca
se tornaron ramas de robusto olivo.
Mi voz de cerámica deteriorada
se convirtió en el canto del mirlo.
Mi triste mirada de pantano gris
se volvió de amable verde ciprés.
Y te coloqué en el arrullo que es mi cuerpo,
columpiándote sobre mi piel de lino:
como las olas de un mar templado mecen las algas,
como el viento de septiembre acuna a la hojarasca.
Dormiste entre mis pechos:
cálido abrazo del verano al pueblo del norte,
de las montañas al valle.
Allí te alimentaste.
Me dijeron que te dejara llorar
y mi instinto hizo cesar el aguacero.
El edificio
En este edificio de roja fachada consumido de pobreza,
donde el cemento se deshace por las lágrimas torrenciales,
viven encías cuyos dientes bailan, muertos en vida.
Se oculta en sus rellanos ocres una maldad provocada
por un nudo que aprieta la cuerda en los cuellos inquilinos.
Allí las almas no pueden permitirse tener moral.
Por eso los locos sacan las navajas bajo las escaleras,
por eso la noche grita furiosa y ebria palabras obscenas,
por eso el humo negro entierra como un alud sus ventanas.
El edificio es el último de los dioses de una calle maldita,
que emerge como un titán de la tierra de huerta inerte
y se alimenta de la desgracia de los que lo habitan.
Muchos cuerpos se han precipitado por sus garras curvas,
sábanas blancas apiladas en el asfalto tapan sus rostros.
Desde su cornisa el cielo rosa decora el mar inalcanzable,
y yo me pregunto cómo podemos estar bajo el mismo cielo:
los que viven al borde del sol de primavera entre flores y olas,
los que viven en hogares de luces cálidas y fiestas de azúcar;
y nosotras, las que vivimos en el cementerio de ladrillo,
las que vivimos en un lugar que nos reclama como sacrificio.
Mi miedo
Perdí tus rizos de verano
y trepar por los almendros.
Perdí tus cuentos de agosto
y tus bolsillos de jazmines.
Perdí tu sonrisa de piscina
y el tacto de tu mejilla.
Vi cómo te quedaste sola como un hueso
entre los carroñeros y caníbales.
Te dejé allí
porque estaba hueca,
mis padres llenaban el agujero
con brea.
Vi cómo te mordisqueaban y rompían,
cómo se reían de tus restos.
Me quedé quieta.
Mi miedo es resina amarilla en un pino vivo del patio,
mi miedo es el final de la escalera del último piso del colegio,
mi miedo es un martillo en mi mochila adolescente.
Creciste,
te hiciste fuerte como la lluvia del pueblo,
pero yo seguí endeble como sus ruinas mojadas.
Yo te había perdido,
pero tú no habías perdido nada.
Beth Lázaro
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