junio 09, 2023

La Hijastra



Mi madre es la amante del presidente.

No tengo la culpa de que se le ocurriera estar a solas con el presidente. Aunque un presidente nunca está solo. Y en realidad no podría estar segura si fue el tierno presidente quien quedó flechado ante la visión de mi señora madre o si fue ella quien le hizo guiños, como un semáforo en buen estado, hasta que él se detuvo en la Roja.

Atención. Emergencia. El señor presidente ha fecundado una idea genial.

HAY QUE AMAR.

Es preciso amar para que Todo salga Adelante.

Busquen a esa mujer.

Y mi madre dio el paso al frente.

Como no había un zapato para probar, no hubo ceremonias expectantes.

Es mi culpa que no existiera un zapato.  No tuve tiempo de comprar zapatos nuevos a mi madre. Tuvo que ir con los viejos, remendados.

Los mandatarios tienen muchísimas cosas en su agenda. Incluso, muchísimas ideas en sus cabezas. Por eso, aunque el amor creciera dentro de su pecho, el presidente no lograría retener muchas horas la imagen de mi madre.

¿Resultado?

Un presidente loco.

Porque nadie puede ser poseído por un sentimiento tan fuerte sin tener muy claro hacia quién va dirigido. La sin razón lo abofetearía tan fuerte hasta que el país quedara sin un mandatario cuerdo.

Entonces la culpa del descalabro de mi país habría sido toda mía, por no conseguir zapatos nuevos a mi madre.

¿Cómo cargar sobre mis hombros la culpa de toda una nación?

Gracias a dios mi madre supo dar, una vez más, el paso al frente. Logró salvarme de la inminente culpa.

Y ese pudo haber sido un final feliz.

Pudo.

Pero la convivencia familiar es un asunto harto difícil. A pesar de mi salvación supuesta no soy una excepción. Como todos tengo dificultades a la hora de compartir mi territorio…

Ya sé que para  hablar con exactitud debo decir “el territorio”, que fue lo primero que me dejó claro el señor mandamás cuando decidió venirse con maletas  y todos sus cuidadores de espaldas, nanas y cocineros – incluida una masajista del Congo -. Esta podrá ser la casa donde naciste, pero es el espacio que vamos a compartir, es la casa de todos.

A cualquiera le resultará difícil de creer que un dignatario abandone su residencia presidencial para vivir, sin demasiada vigilancia, en una casa de procedencia humilde.

Pero el amor todo lo puede.

Y de todos modo él sólo venía a dormir, o a recoger a mi madre para irse a pasear a alguna de esas praderas de flores recién nacidas, o a hacer el amor…o a recibir masajes de su congolesa, a la que dis-pusieron en mi cuarto, que dejó de ser mío para ser el de la salud del presidente.

Era importante que yo mantuviese limpio y ordenado el cuarto, así la congolesa masajista podría recibir toda la energía positiva necesaria para regalar a nuestro presidente.

Una hora antes del masaje debía salir de mi cuarto, por una cuestión de seguridad nacional, ya que los cuida espaldas debían traer a los  perros-olfateadores-de-bombas-, los equipos-detectores-de-bombas, los especialistas-en toda-clase-de-bombas y a un vudú nigeriano que desactivara la tensión dejada por tantos rastreadores-de-bombas.

Una tarde, afligida, le pregunté a la congolesa.

«¿Es que desconfían de mí?»

Ella me miró en silencio. Antes de aquel día nunca  había  sentido deseos de  comunicarme con la intrusa. Pero la idea de ser una sospechosa habitual había comenzado a deprimirme. ¿Acaso no me consideraban patriota? Necesitaba cuanto antes la respuesta de la masajista.

Tu yo más profundo necesita una rectificación a fondo. La intolerancia de tu ser inconsciente afecta tu relación con la sociedad.

¿Masajista? ¿Congolesa?

Definitivamente no hablamos el mismo idioma. Y a partir de entonces mi intolerancia inconsciente me llevó a no soportar la convivencia con ella. Un estado me llevó al otro. ¿No estaría ella para afectar la vida del presidente?

Si las nanas y cuidadores de espaldas del señor principal de nuestra República no sentían verdadera confianza hacia mi persona, lo mejor que podía hacer era ganármela. Y el mejor modo para hacerlo era descubrir al verdadero ganador del trofeo de la desconfianza.

Es decir, al traidor.

Porque alrededor de la divinidad presidencial hay siempre un traidor, como mismo dijo la masajista en algún momento, es como el Ying y el Yang, siempre que está uno está el otro, es inevitable.

A veces me pregunto qué me molestaba más, si la presencia de una intrusa  en mi habitación o la desconfianza hacia mis sentimientos políticos y filiales.

Al fin y al cabo el mandatario era, también, mi padrastro.

¿Me creerían capaz de asesinar a mi padrastro? ¿Al hombre que mi madre amaba?

¿No sería la masajista del Congo la encargada de espiarme? ¿No serían sus sesiones de energía un pretexto para informar al presidente sobre mí? Mi forma de dormir, las palabras entre sueños, mis resabios dentro del cuarto. Cada detalle, cada gesto de mi cuerpo podría ser interpretado por esta experta. Y sus palabras sobre mi intolerancia podrían derivar en advertencia…o seria amenaza.

Finalmente me sentí exhausta, confundida. Eso del espionaje y el contraespionaje no era para mí.

La mujer venida del Congo adivinó o intuyó mi pesar y me propuso, a la hora de dormir, darme un masaje.

«¿Por qué hay que apagar las luces?», estaba un poco asustada por su repentina amabilidad y el proyecto de oscuridad total.

«Ellos no pueden saberlo.»

Las nanas y cuida espaldas debían estar al tanto de la pureza de energías de la congolesa. Que sus manos friccionaran a otra persona podría devenir en enfermedad para el más grandioso presidente, o en una recaída de su estado de ánimo.

Había que agradecer a mi madre que el estado de ánimo presidencial hubiese cambiado tanto desde que la conoció. En sus discursos ya no resaltaba la agresividad hacia todo lo diferente, ni ese carácter autodestructivo que muchos creían adivinar en el dignatario, y había disminuido bastante la ansiedad de ser amado por todos y ante todo.

Comenzaba a bastarle el amor de mi madre, María.

Es cierto que el país no había cambiado mucho, quizá el único cambio sustancial era la nueva ley que decretaba la obligatoriedad del amor.

Pero, como quiera y por si acaso, lo mejor era mantener el resto de las rutinas, sobre todo la de los inmaculados masajes.

La dejé hacer.

Apagó la luz y fingimos dormir.

La mujer del Congo subió a mi espalda y comenzó a acariciarla, suavemente, para que mi piel se acostumbrara a sus manos.

El resto solo lo conocemos el presidente y yo.

De eso no fui consciente hasta algunos días después, cuando salí de esa especie de letargo mágico en el que me hizo caer la masajista.

Miraba una semilla de frijol agrietándose para dejar salir una plantica verde cuando caí en el detalle: el presidente y yo compartíamos un secreto. Pero él no sabía. ¿O sí?

¿Me convertiría el alguien peligroso el hecho de saber lo que sentía el presidente de nuestra República al ser tocado por esta mujer venida del Congo?

¿Y si todo no era más que una trampa para sacarme de mi habitación?

Que me declararan traidora sería el método más eficaz para lograrlo.

Pero un nuevo hecho me hizo salir de los pensamientos que amenazaban con volverme paranoica.

El baño no podría ser utilizado 2 horas antes de que fuera a ser usado por el presidente.

El jefe de las nanas había leído en una revista sobre un atentado que realizaron los sulúes de Manhatan a un mafioso colombiano en el baño de un hotel.

Había que tener todos los detalles en consideración. Un poco de jabón vertido en el lugar inapropiado derivaría en una rotura de cadera o de clavícula, nunca se sabe, incluso en fractura de cráneo.

Lo más adecuado era un par de horas de limpieza y revisión del cuarto de baño.

Pensé en construirme un  cuarto de baño para mí sola. Pero una de las nanas me advirtió sobre lo que pensarían los vecinos si vieran un movimiento inusual de materiales de construcción.

Nada es más importante que la imagen de un presidente. Su moral.

Así que tuve que resignarme a que un cuida-espaldas revisara mi cuerpo antes de entrar al baño.

Todo por la imagen del presidente.

No iba a ser yo quien diera la oportunidad de que me acusaran de antipatriota.

¿Y no debería aprovechar para delatar  a la mujer del Congo? ¿No era un acto de traición el que había cometido ella al entrar en contacto con mi energía? Me quedé mirándola mientras pensaba en esa posibilidad.

Acababa de salir del baño y su piel oscura aún delataba humedad.

De algún modo sus ojos sorprendieron a mis pensamientos,  me sonrió y no pude evitar sonrojarme.

Esa noche volvimos a ocultarnos de Ellos. Besó mis pies con un rezo para darles fuerzas.

«¿Fuerzas para qué?», quise saber cuando amanecía y nos juntábamos en un mismo espacio.

Sus dedos fingieron ser dos pies por el camino irreal de mi espalda.

Volví a sentir miedo.

¿Qué quería decirme?

¿A qué me estaba incitando?

¿Por qué?

Sentí deseos de salir gritando del cuarto. Llamar a todos en la casa, que me ayudaran, que me habían encerrado con una extranjera espía.

¿Y si era una doble agente? ¿Y si solo pretendía ponerme a prueba? Verificar mi lealtad al presidente, a mi patria.

¿Y si realmente yo no podía ser leal?

¿Y si no me importara nada más de esta masajista venida de África, solo sus manos encima de mi piel, de mis sueños?

Esa tarde tuve el deseo, por primera vez, de que el gobernante dejara de existir. Me hicieron salir del cuarto, como de costumbre, una hora antes de su llegada. Tuve deseos de gritarle que ella me había tocado, para impedir que volviera a masajearlo. Pero como soy cobarde me fui a la terraza a verificar cuánto había crecido la mata de frijol.

Por la noche ella estaba cansada. No tenía muchos deseos de hablar.

Al otro día fue igual. Y al otro. Y al siguiente también se negó a hablar.

«¿Acaso te lo prohibieron?»

Apenas me miró y se recogió en sí misma. Algo comenzó a oprimirme el pecho.

Apagué la luz y acaricié sus hombros.

Fue como sentir el revoloteo de miles de libélulas a mi alrededor. Y atraparlas con mis manos sin tocarlas realmente.

Por primera vez dejaba de pensar en el  presidente, en su desconfianza hacia mí, en el amor de mi madre que él me robaba aun antes de conocerla, en las nana y los quitabombas, en los cientos de zapatos de María, la mujer del presidente; en el baño y todas las cosas que apenas podía utilizar; en los vecinos; en la “imagen” de nuestro gobernante; en la traición y la lealtad. En el camino.

Todo desapareció hasta la mañana siguiente. Cuando regresaron las luces y volví a la realidad.

Y comprendí.

El tamaño de mi traición.

El miedo.

¿Qué haría en lo adelante?

¿Cómo miraría a la cara de mi madre, a la del presidente? ¿Quién era yo para poseer un secreto mayor que el del propio gobernante? ¿Cómo podrían confiar ellos en una extranjera que contaminaba, a conciencia, la energía que debía brindar solo al presidente?

¿Y por qué estaba yo obligada a amar al presidente?

Pero si decidía lo contrario perdería el derecho a mi cuarto. Todas las nanas – no solo la masajista – estarían al tanto de mis gestos, mis pensamientos.

Entonces lo grité.

«¡La mujer del congo habla con la planta de frijol todas las noches! Se lo cuenta todo, le dice los secretos del presidente….»

Es de ella de quien deben desconfiar, es ella quien le cuenta a las plantas, es ella quien se convierte en libélula. Es ella la que quiere que eche a andar, que busque otro camino. Que me vaya, que corra o que vuele.

Pero tengo miedo.


 


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