Algunas noches, al abandonar con el ocaso el ama de llaves la alcoba, papá Perrault convoca el espíritu remoto y barbado de Apuleyo. Prepara con esmero el papel vacío, el tintero portátil, la pluma hábilmente cortada. Al principio nunca sucede gran cosa, que no hay idea que fluya de un seso empapado todavía en sudor, fluidos y saliva, ni de un ingenio escurrido entre carnes de Venus gobernanta. Pero pronto empieza a escuchar una voz dispuesta a dictar palabras con aires de vieja, una voz neutra, femenina y masculina, que no desvela novelas, ni peroratas, ni relatillos de infantes, sino ningún otro artificio que versos: …en una noche escura…a tu divina frente, oh poderoso…decid a todos que ha sido…un arroyuelo apenas percibido…por el que la princesa viene… Papá Perrault se siente morir un instante y entonces entra en trance. Sobre el ara plana de color hueso vierte sangre negra y dibuja con ella, in media res, signos ignotos. Pretende consignar lo que dice la voz, dejar constancia del milagro. A veces la mano se aquieta para aspirar bocanadas de pigmento, dejando en el pliego un reguero de cadáveres de hormigas. Otras, el frenesí del autómata aumenta, dibujando órbitas de Kepler y petroglifos informes. Con los ojos extraviados en alas de angelote, con los oídos obturados por tragedias líricas, nuestro viejo médium viaja a edades confusas para traernos, como traen del futuro la lejía, flechas de ponzoña venerea. Ya conocen vuesas mercedes que un pinchacito nimio de la postrera rueca del reino todo lo puede. En el clímax del ensueño, Perrault hace tiritar más febrilmente si cabe su mano diestra y deja por escrito un testamento de polenta oscura, dos óbolos verbales de condenado a la rueda y un sinfín de manchurrones ininteligibles para las generaciones de filólogos venideras. Vuelto en sí tras el hechizo, trata inútil de comprender lo revelado. A su pesar, la razón pronto desiste pues, como en tantas otras ocasiones, solo alcanza distinguir palabras sueltas: radiante, infierno, respirar, lenitivo… Apuleyo se ríe una vez más en su puta cara, como lo haría un bufón borracho. Toda búsqueda es insensata, se carcajea. Cada alquimia especula en torno al fracaso. Por eso, en el día de hoy, aún rumiando la derrota, le sobreviene la emoción esclarecida del triunfo. ¡Eureka! Entre lo infuso y el balbuceo de sus garabatos, Papá Perrault ha encontrado unos versos perfectamente legibles, que serán emborronados de inmediato por alguna que otra lágrima: El dios vive en nosotros, donde nada requiere de poder no concedido a quien ama: ejercicio de la mente, laureles del amor. Y la certeza.
septiembre 16, 2023
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