Como la literatura une a las personas de maneras insospechadas y por motivos improbables.
En mis horas de descanso entre turno y turno de cocina en el restaurante Del Blau me gusta aprovechar para leer. Camino un par de minutos en línea recta con el mar en el horizonte en mi lado derecho. Leo: Manhattan. Un bar clásico, regentado por un matrimonio de mujeres de mediana edad. Ellas me sirven amablemente un café americano con un poco de leche y hielo para que el verano sea menos caluroso y el trabajo salga adelante a pesar del cansancio. Tomo un taburete del exterior y me lio un cigarrito. Lo enciendo, abro mi libro. A mitad de un capítulo un hombre me interrumpe señalando mi lectura. ¿Tú sabes lo que estás leyendo? Me dice. Sonríe y me enseña un anillo con una swastika. Me empieza a contar que antes era muy nazi y ahora ya se ha hecho mayor y no lo es tanto. Me habla de su estancia en la seguridad social, donde unos “putos moros” entraron antes que él porque “son los amos de España” y lo injusto que es eso. Me relata su pasado como empresario y todo el dineral que pagó a sus trabajadores cuando cerró. Continua hablando del Mein Kampf y lo aburrido que se le hacía, sobretodo por lo reiterativo que es. Aquí aprovecho para contarle que intenté leerlo una vez, y que era muy pesado, demasiado para terminarlo. Lo que en realidad quería decirle es que no soy nazi. Le digo que El Tercer Reich de Roberto Bolaño es una novela sobre un juego de guerra y no sobre el imperio alemán. Nota en mi voz que no soy de los suyos aunque no se lo diga explícitamente y eso lo sé porque empieza a intentar defender con argumentos que su pensamiento nazi ni es tan nazi ni está tan mal serlo. Sabe, porque no puede no saberlo, que si no eres uno de ellos, lo más probable es que los odies o por lo menos que te generen rechazo. Intenta demostrarme que no es un mal hombre con esa historia de pagar a sus trabajadores, como que fue un acto digno. Les dio 9000€ a cada uno. Lo que no me cuenta es que probablemente estuviera obligado por ley a ello. Seguro que en esos 9000€ había más de un mes de sueldo, finiquitos, compensaciones por la pérdida apresurada de su empleo. Como siempre, el iceberg del nazismo solo deja ver su punta y dice que es blanca, pura, justa. Miré al nazi a los ojos, le transmití todo ese inmenso odio que jamás se ha podido terminar de purgar con el tiempo, toda la rabia de la humanidad contra sí misma. Me pregunto si a Bolaño le hubiera gustado ésta anécdota. Un libro suyo provocando que un nazi salude a uno de sus lectores. Curiosamente, segundos antes de la interrupción del sujeto fascistoide, leía una página donde Clarita le pregunta a Udo si es nazi. El cual responde que no, que es antinazi. La literatura es fuego y permanece en comunión con la vida.
Un par de días atrás, en el mismo bar, en el mismo taburete, leyendo el mismo libro, un hombre se para para decirme que le alegra ver a alguien leyendo a Bolaño. Afirma que no conoce el libro que tengo entre mis manos pero sí la famosa y maravillosa Los Detectives Salvajes, Estrella Distante y Literatura Nazi En América. La causalidad resulta llevarme a comprar cloro para desinfectar la humilde piscina montable en la tienda del lado del Manhattan. Resulta que el dependiente es el lector de Bolaño del otro día. Le cuento mi encuentro con el señor fascista en los días anteriores y se ríe y afirma sin duda alguna que a Bolaño le habría encantado la anécdota. Le pasaron muchas así por sus novelas que siempre se mofaban del fascismo de forma sutil y elegante, jamás apoyando ningún movimiento ni ideología y criticando sin parangón.
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