Hardenberg palmó antes de cumplir los treinta. Tenía los pulmones como un hígado de pato. Dos coladeros del aire nocturno de Sajonia. Y los de Sophie no estaban mejor. De hecho estaban peor. Eran pulmones de esponja, opacos al trasluz. Los ponía a orear cada noche en la ventana de su habitación adolescente. Entre ambos, cuatro sanguinolentas asaduras. Sus respectivas y airadas batallas contra la muerte prematura acabaron en derrota. Ella alcanzó los quince por los pelos y él dejó el Ofterdingen en fase propedéutica. Todas las flores azules cultivadas, la marea de mineros cóncavos y trovadores convexos, la retahíla de los escribas ariscos acabaron en un gatillazo de los que dejaría lloriqueando confuso a Nacho Vidal. Aquel triunfo de la fábula sobre la razón es el cañón de confeti del romanticismo alemán. Una bala de fogueo. Una salida nula. Un quiero y no puedo. De haber terminado la segunda parte, el tiro de Hardenberg que pasó por encima de la cabezota de Goethe sin despeinarlo le hubiera despilfarrado los sesos contra una fachada concreta de la Elsenheimerstrasse de Munich. La luz y más luz que pedía Fausto quedaría sofocada como los rayos de sol en las minas del Eula. El culo de Wilhelm Meister, pateado a fondo por la tarantela de las Parcas. Incluso el imberbe imbécil del chaleco amarillo hubiera sido tal vez borrado del acervo por el canto curtido y libre que Heinrich entonara entre los muslos de Mathilde muerta. Algún día hablaremos de lo insuficientes que fueron para Novalis las palabras, las caricias y los años.
noviembre 18, 2023
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