noviembre 26, 2023

Perlman, Itzhak Perlman

 Que Ravel buscaba siempre la vena no se le escapa a nadie. Que el archibolero es una sobria danza zamorana, tampoco. Ni que la feria es una jota, ni que el modéré del trío es un zortziko, ni que la alborada del gracioso es un fandango mañanero. Pero no todo iba a ser folclore ibérico, claro. Ravel conoció a Jelly d’Aranyi una húmeda noche de concierto, a principios de 1922, en el caserón londinense de algún conde austrohúngaro. Bartok se la presentó entre trago y trago de palinka. Era una joven de piel oscura, indistinguible de la madera del stradivarius que empuñaba, legado de su tioabuelo. Tenía las manos enormes de una matriarca romaní y la belleza aterradora de aquello que hay oculto más allá de los bosques. Al tocar, la poseían sin remedio los espíritus de los antiguos rapsodas magiares. Con ella en trance, el maestro escuchó por primera vez la agresividad resolutiva de la auténtica improvisación gitana. Irregularidad percutiva, inestabilidad melódica, opulencia tímbrica. Un viento zíngaro sobrevolaba el salón y los Sarasates, Paganinis y Brahmses de la tierra se convirtieron en amanerados fuegos de artificio. Las garras de d’Aranyi daban zarpazos al mástil. El cuerpo veinteañero se doblaba por el vientre. Los ojos de los presentes se entornaban con cada armónico. Era justo lo que Ravel buscaba. Lo popular sublimado. El kibutz sonoro. La música absoluta. Ahora ya puedo escribir Tzigane, le dijo a la muchacha. Y la madrugada improvisó su última cadencia cuando Bartok, algo azorado por la envidia, se bebió otro vaso más de palinka y se fue llorando a terminar sus sonatas. Cuarenta años después, a las puertas del Carnegie Hall, d’Aranyi fue abordada por un niño con muletas, obsequio de la polio. Su pelo rizado delataba una ascendencia sefardí. Me llamo Perlman, Itzhak Perlman, madame, quiero ser violinista y tocar Tzigane como lo hace usted. D’Aranyi puso la mano derecha en la cabeza del niño y sintió que le andaba dentro el espíritu de Schumann. Tocarás sentado, vaticinó, y lo harás mejor que yo, pero cuando tengas mi edad, una niña española también ejecutará Tzigane y te dará mil vueltas. ¿Una española?, dijo el niño, eso es imposible, madame, los españoles no saben ni coger el arco. D’Aranyi sonrió, le alborotó el pelo y se marchó con su séquito por la Séptima Avenida. El niño Itzhak se quedó blanco, acodado en sus muletas. Aún tardó unos segundos en reaccionar. ¿Cuál será su nombre, madame? ¿La española?, contestó d’Aranyi girando el cuello como un cisne: Dueñas, se llamará María Dueñas. Vas a tener que trabajar mucho Ravel para que no te supere. 

noviembre 18, 2023

Propedéutica

  Hardenberg palmó antes de cumplir los treinta. Tenía los pulmones como un hígado de pato. Dos coladeros del aire nocturno de Sajonia. Y los de Sophie no estaban mejor. De hecho estaban peor. Eran pulmones de esponja, opacos al trasluz. Los ponía a orear cada noche en la ventana de su habitación adolescente. Entre ambos, cuatro sanguinolentas asaduras. Sus respectivas y airadas batallas contra la muerte prematura acabaron en derrota. Ella alcanzó los quince por los pelos y él dejó el Ofterdingen en fase propedéutica. Todas las flores azules cultivadas, la marea de mineros cóncavos y trovadores convexos, la retahíla de los escribas ariscos acabaron en un gatillazo de los que dejaría lloriqueando confuso a Nacho Vidal. Aquel triunfo de la fábula sobre la razón es el cañón de confeti del romanticismo alemán. Una bala de fogueo. Una salida nula. Un quiero y no puedo. De haber terminado la segunda parte, el tiro de Hardenberg que pasó por encima de la cabezota de Goethe sin despeinarlo le hubiera despilfarrado los sesos contra una fachada concreta de la Elsenheimerstrasse de Munich. La luz y más luz que pedía Fausto quedaría sofocada como los rayos de sol en las minas del Eula. El culo de Wilhelm Meister, pateado a fondo por la tarantela de las Parcas. Incluso el imberbe imbécil del chaleco amarillo hubiera sido tal vez borrado del acervo por el canto curtido y libre que Heinrich entonara entre los muslos de Mathilde muerta. Algún día hablaremos de lo insuficientes que fueron para Novalis las palabras, las caricias y los años.

noviembre 11, 2023

Pares o nones

 Hoy es sábado. Iba a hablar del último premio Planote. Una verdadera ganga en posavasos. Calzos para mobiliario. Pellets de combustión rápida. Decoramesitas. Una escritura ligera, casi automática, especialidad de los días sin tiempo. Pero también quería hablar de Novalis. De cómo Heinrich se topó con Mathilde. Diese Reiter war nun geendigt. El Idealismo Mágico que pone patas arriba a Goethe. Una escritura densa, pedantona y áspera, que tampoco ibais a leer. Novalis versus Sonsoles. El dilema. Ambos, que me gusta a mí la imagen, puestos en equilibrio, atados y desnudos, sobre la afilada navaja de Ockham, las postales de Fu Zhu Li del capítulo 14, Leopoldo II en el Congo, Vlad el Empalador. En igualdad de condiciones la solución Ónega es la correcta. Y sin embargo me resisto, porque el Planote no merece que le dediquemos más tiempo que el del minero a la luz del sol. Lo echaremos a pares o nones, dice mi hija de seis años. Hija, ¿estás segura? No queda más remedio, amado padre, si no nunca me llevarás al parque. 

noviembre 04, 2023

Primus inter primos

  No tenemos ninguna información sobre la última esposa y heredera de Barba Azul. Ni siquiera el nombre. Conocemos el de su hermana Anne y los regimientos en que servían sus hermanos varones, uno dragón y el otro mosquetero. También sabemos que su madre era una dama de calidad, amante de los bailes de disfraces —antifaces de muselina, ciudadanos disfrazados de asnos de Persia, asnos de Persia disfrazados de ciudadanos—, sin duda mujer harto vanidosa. Del propio Barba Azul se dice al principio que era rico, muy rico, propietario de palacios en la ciudad y fincas en el campo —y muchas otras cosas, como, por ejemplo, varitas mágicas, insectos de cartón-piedra, una colección bastante amplia de crema para payasos, la botella de porcelana rosada—. Pero de la heroína, de la prota, hay que joderse, papá Perrault, no dejaste ni una pista cierta, ni una pincelada a la que aferrarse. Tenemos que inferir sin ayuda el picor adolescente en la entrepierna, la sumisión a los designios de su madre y la fatal curiosidad. Sobre todo esto último, ya sabéis, lo del muro con los fiambres puestos a secar. Una carnicería. Así que voy a inventarme un nombre para ella. Qué menos. La llamaré Zulima, como Novalis llamó al fugaz amor de Ofterdingen en el capítulo cuarto, poco antes de conocer a Matilde. Primus inter primos. La chica lo merece, coño. Poned nombre a todos vuestros personajes. Gustaos en la etimología. Dadlos en sagrada posesión a vuestros interlocutores. No hagáis el ganso como Perrault. La joven Zulima, recién casada, tenía derecho a un nombre, a organizar la soirée con sus amigas —alguien descubrió que el tiovivo podía seguir girando— siendo como era dueña y señora del castillo, libre del marido en viaje de negocios. Era justo alardear de riquezas ante ellas y perder el culo por abrir el portón del gabinete prohibido. ¿Qué hubiese pasado si sus hermanos soldado no llegan a tiempo de parar los pies a su cuñado? Todos sabemos que Zulima ocuparía obediente su lugar en el muro del gabinete, su sangre se fusionaría con la de las otras favoritas, coagularía perenne en el suelo. Primus inter primos. Un trofeo preeminente —girando suavemente en el chirrido de las tablas alquitranadas, para seguir girando hasta la muerte—, tal vez la difunta más bella, o la más joven, o la más curiosa. La primera entre las primeras. De esto tampoco tenemos ninguna información, pero podemos imaginar sin esfuerzo que, de ser así, la colección del asesino de la barba azul hubiera seguido aumentando. Eso mismo debió pensar Bartok cuando se le ocurrió para la siguiente esposa el bíblico nombre de Judit y propuso añadir, en el clímax de su Chanson de Cour, un vengativo refuerzo de metales. 

octubre 28, 2023

Pináculos o balaustres

El gato con botas escucha divertido, desde unas zarzas que arden al sol de la tarde, la conversación entre los dos conejos. ¿Son galgos o podencos? Efectivamente se aproximan a la carrera unos perros, no muy lejos. Los conejos discuten. Esperad, ¿son conejos?, se pregunta el gato. Desde su posición agazapada no los distingue. Por el olor diría que sí, que son tiernos conejitos asustados, aunque si atiende a las voces ásperas podría tratarse de liebres corpulentas. Aumentan los ladridos en la polvareda. Hay que actuar rápido. Las piezas están sobre el saco, siguen discutiendo, los muy lagomorfos. Quedan unos veinte segundos para que la jauría los alcance. Como tantas otras veces, tira de la cuerda con un salto y desaparece de la trayectoria canina con las presas cobradas. Menudo jarrito de agua en el pescuezo. De camino a los dominios del marqués de Carabás, el gato encuentra a dos hombres enterrados hasta el cuello en un páramo. No es habitual esta forma de castigo, aunque tampoco insólita. ¿Qué delito atroz habrán cometido? La sed y la impotencia les ha hecho perder la cabeza. Discuten sobre si lo de la catedral de Augsburgo son pináculos o balaustres. Uno sostiene que las formas verticales pinzan con su altura los arbotantes. El otro que cómo va a ser eso, si la catedral de Augsburgo no tiene arbotantes, no como estructura externa al menos, aunque sí las suficientes terrazas como para albergar una buena cantidad de balaustradas. Y le replica el primero que las terrazas y balaustres se los ha sacado de la manga, porque las cubiertas de las construcciones en la región de Schawben son siempre a dos aguas. El gato con botas pasa entre las cabezas sin detenerse. Una gata sin botas, agazapada en unas zarzas oscuras, acecha a los enterrados en el crepúsculo. Será una gata cerval, pero parece una leona, se admira el gato. Si los reos supieran lo que se les viene encima no dirían tantas tonterías. 

octubre 21, 2023

Pan negro y queso

 Cuando la Bella Durmiente despertó, el reino se había quedado anticuado. Ella, como es lógico, no lo percibía de esta forma. Acababa de despertar de la siesta. Nada tenía por qué haber cambiado. Nos cuenta papá Perrault que sus ropas eran creación reciente de un joven sastre muy prestigioso, los muebles del castillo estaban a la última en panes de oro y trucos de ebanista, la música ambiente era la de siempre, una mezcla modernísima mitad fox-trot, mitad cuplé. El príncipe, a pesar del flechazo de Cupido, apenas podía evitar mirarla raro. Sus ropas se parecían a las que vestía su bisabuela en el óleo del gran salón del trono de papi, el rey, los muebles eran tallas policromadas del año de la tos, la música, madre mía, la música era todita sin autotune. Como su erección creciente estaba por ser lo único importante, no dio pábulo a anacronismos y carcomas. El amor fluyó junto a las viandas de la cena, que resultaron ser por igual añejas y exquisitas. Sonó el maestro Couperin, forlanas, rigodones, minuetos, y aunque la boda no fue en Las Vegas, se ofició en latín. Los besos y las caricias de los novios se les caían de las manos y los labios. Algo de gerentofilia había, para qué engañarnos. Él rondaba más o menos la veintena y ella debía tener no más de ciento diecisiete. A la mañana siguiente, saciados ambos del cuerpo del otro, se separaron. Ella para reanudar la gerencia en su reino aún medio dormido, como fray Luis su cátedra, tras un siglo en la cárcel del sueño. Él para que no le echasen en falta allá en el suyo, ni sus papis, los reyes, lo pensasen malherido, muerto o, casi peor, cautivo del Gran Turco al otro lado del mar. Inventó entonces, por no dar muchas explicaciones, la historia del carbonero que lo había acogido en su choza y aderezó el relato de su extravío con pan negro y queso, lo poco que el humilde paisano habría compartido a la hora de la cena, porque en realidad, hasta aquel reino pretérito aún no habían llegado el pan blanco y otras moderneces culinarias. 

octubre 07, 2023

Palingenesia

 Aunque no conocemos la Hintegridad de la Palabra, nuestra teoría es muy simple: el Huniverso contiene muy pocos Hespíritus fabuladores. Hauténticos fabuladores, queremos decir. No cuentan las Habuelas, ni los Hexecutive coaches, ni por supuesto los Habogados. Mediante palingenesia, dichos Hespíritus invaden los cuerpos de gente a priori Hanodina, convirtiéndolos durante el brevísimo lapso de sus vidas en literatos abrumadores. Así podríamos Hesnifar líneas metempsicóticas a lo largo de las generaciones e ir saltando de narrador en narrador desde Tartessos hasta Futuroscope sin tocar suelo. A nuestra derecha Lee Krasner, pictomercenaria pizpireta, toma notas rápidas junto a la desembocadura del Harlem, boceta mandalas Hirregulares en tonos verdes y morados y sufre un leve vahído cada vez que recuerda a su Hamado Pollock. Remontarse más allá de la raíz perraultiana, explicamos, supondría un Hesfuerzo indoeuropeo, aunque se cree que recogió el hálito de Malherbe, o puede que de Catalina de Zúñiga, a saber. Lo que sí parece quedar demostrado —y la palingenesia, digan lo que digan, fue también objeto de la ciencia Hempírica— es su transmigración inmediata al cuerpo de la véneta Bergalli, Hillustre rimatrice d’ogni grado, d’ogni forma, d’ogni età que pasó la primera mitad del siglo XVIII escribiendo sus versos y poniendo en valor los de otras rimatrici célebres, y desde tal fenómeno lírico del barroco veneciano fue el Hánima eterna a parar nada menos que a don Leandro Fernández de Moratín, que en aquel año de nuestro señor de 1760 daba sus primeros lloros en la Villa y Corte, Hastro Hindiscutible de la dramaturgia protorromántica patria y contrario a los matrimonios desiguales, el cual al morir, ya viejo, dejó vagar de nuevo su Hesencia fabulante en el Huniverso —los caminos de la palingenesia son Hinescrutables—. ¿Cómo es esto posible?, interrumpió incrédula Lee Krasner. Pues aún hay más, reímos, porque viajó también hasta Yàsnaia Poliana, lugar donde fue a toparse con el recién nacido Lev Nikoláyevich Tolstói, varón, aparentemente sano, tres trescientos, algo cabezón, ligeramente ictérico, que tiró de nodrizas de pechos Hopulentos y saludable Haspecto, complacientes por temerosas quizá de ser despedidas, creció, escribió y fue sepultado, y su Halma migró con insistencia al tercer día, caracoleando una vez más en el éter, hasta la minúscula parroquia de Serantes, cerca de un bosquecillo de robles y nogales en el fin del mundo, yendo a posarse allí en un nuevo Hinfante, primogénito bautizado como Gonzalo por su padre, rudo marino de paternidad vacante, y criado por su Hamantísima madre Ángela, mucho menos ausente, un niño que fue miope hasta las trancas y sin embargo pronto despierto para la lectura, las Hensoñaciones, las guerras entre lampreas y Hestorninos y los pasos de frontera portugueses. Lee Krasner levantó en ese momento la cabeza y se nos quedó mirando. ¿Entonces el Hespíritu de Perrault habitará hoy en algún otro cuerpo?, dijo, ¿se podría saber? Aún no, aseguramos, pero podría estar en Irene Franco o en Anastasia Untila, ni idea. ¿Y Hespíritus  pictóricos?, preguntó de repente Hilusionada, ¿haylos? La Hintegridad de la Palabra es un misterio y lo que conocemos de ella Hopera resurrecciones restringidas, repetimos. La viuda suspiró tristemente y volvió a sus bocetos como quien entretiene sus nostalgias con un producto inmoral —y por tanto fálico— de la Hindustria Hextranjera. 

octubre 01, 2023

Postwar abstracción

 Siempre hablamos mucho de papá Perrault, pero al otro lado de la ciudad está Madame d’Aulnoy, reflexionando en la cama sobre su turbulenta vida y cómo debería ser capaz de aislarse de la especie dentro de la especie misma. Con idénticos mimbres, levantar una catedral desde la mugre y la fealdad y la miseria. Se ha dormido bajo estos pensamientos, aliviada por la noche y el cansancio parisinos. Tras tres horas de sueño, escucha aún dormida un siseo que la obliga a despertar. El siseo se concreta en la voz quizá de un dios niño, o tal vez de una serpiente verde, nunca lo tendrá claro, que la impele con dulzura a abandonar el lecho. Como a madame le ha dado por remoloner un poco, la voz se ha vuelto tumulto en un momento. Asustada, se pone una bata, trata sin éxito de encender una vela y al final corre a abrir a oscuras la puerta vidriera del balcón que da a la calle de donde proceden los gritos. Lo primero que siente es el frío de la madrugada. Lo segundo, una luz diurna en absoluto posible. Abajo, en la rue Saint-Benoît, en formación paramilitar, Madame d’Aulnoy descubre todas las maravillas con que el arte secunda la naturaleza. Allí están Clyfford Still, espatulando el lienzo en flagrante prescindencia de bellezas, y Mark Rothko, estampándole en la cara los susurros de lo inmenso. Desde fuera se podría calificar como una suerte de batallón contrartístico, pero sería una imagen pobre para tamaño desconcierto. Lee Krasner va trotando entre las filas, pizpireta como un hada de los colores borracha; Robert Motherwell, delicadamente rojo pero abrumadoramente negro, emborrona de carbón la fachada de Marguerite Duras; y Ellsworth Kelly trata de ordenar tanto lo disperso y como lo soleado, de no perder la formación cartesiana, de no caminar sin rumbo. Una gran columna de minions dedicados a la abstracción, con Meyer Schapiro, oh capitán, mi capitán de hordas degeneradas, con John Chamberlain, lieutenant volumétrico, a la caza de la chatarra que tapia patios y desguaces. Y Robert, sobre todo el tito Robert, que si un Kennedy aquí, que si una cabra allá, bailando con Sigmar Polke un tenue valsecito sobre sus colchas sucias, pisoteadas, una parte de erección matutina y tres de deshilado nocturno. Las narices aplastadas o las bocas en las orejas, los ojos bizcos, ni pies ni manos y otras normales deformaciones. Apartado y excéntrico, Basquiat pinta una cabeza de burro en la pared de la Escuela de los Benedictinos. No sabrá nunca Madame d’Aulnoy el tiempo que duró la revelación. Congelada, entra al desvanecerse aquella de nuevo en el gabinete y se abalanza al escritorio para consignar en texto cada una de las figuritas inclasificables de su epifanía, con cabezas y manos móviles, en su mayoría de porcelana pero no necesariamente, pequeñas y pequeñísimas, feas y parlanchinas, metáforas estúpidas de una humanidad épsilon, lambda, pi que vomita su cochambre después de la guerra. 

septiembre 26, 2023

Una de dinosaurios

Marcela llevaba ya mucho a su espalda. Se levantaba temprano para ir a vender sus cosas al mercadillo y sacarse algo de dinero antes de ir a Jumbo a trabajar hasta las 22. Llegar a casa y estar con su familia, que cada una de ellas tenía los mismos problemas que ella, incluso tenían peores situaciones económicas. 

La vida allí se hacía cuesta arriba, ver como la pobreza hacía que la gente tuviera que asaltar a otras personas sabiendo que un fallo en un asalto te llevaría a la tumba directamente. Ver como sus familiares ahorraban dinero para ir a España sin papeles y verles de nuevo a los años por que les deportaron. Y quienes están allí aun sufriendo el racismo de la gente y trabajando sin papeles con miedo a que la policía les pare y vean que no tienen permiso de residencia. Todo eso lo sumas a como empresas europeas destrozaban el ecosistema de su país sacando de allí a los mapuches, ver como el desierto de Atacama ahora era al basurero de las grandes empresas... Eran el basurero de Europa y el laboratorio de pruebas de Estados Unidos para llevar acabo allí sus golpes de estado y leyes liberales, y racistas, para ver como funcionarían en sus países.

Con todo esto el día a día se hacía muy difícil, había quien caía en el alcohol, o las drogas que eran incluso más baratas, o quienes directamente acababan con su propia vida. No era fácil aguantar tanta mierda. Y como Marcela no es ninguna heroína de las típicas películas, también tenía todos esos pensamientos. 

Aunque a ella se le vino algo mejor a la mente, ¿y si la colonización no hubiera existido? Pues el mundo sería un lugar mejor para todes. ¿Y cómo podía parar eso? Ya que matar a Colón no habría valido, ya que cualquier otro colono lo habría hecho igual. Había dos opciones; o bien matar a toda Europa, o la vuelta de los dinosaurios. Y la verdad que ella veía mejor eso, acabar con toda Europa era complicado, pero salvar a algunos dinosaurios y que se reproduzcan sería lo más eficaz. Puede que con ello ni siquiera ella existiría, pero no podía seguir sufriendo, ni quería ver como sufrían las demás personas racializadas. Era hora de salvar dinosaurios.

Con unos rituales que sacó de libros que tenía su madre y gracias a ayudas de las ancianas de su pobla encontró la manera. Haciendo un par de cositas hizo lo que debía hacer, volvió al pasado. Ahora mismo se encontraba en otro lugar totalmente distinto, sin ciudades, sin carreteras, sin blancos ni policías.

No tardó en asustarse al escuchar el rugido de uno de los dinosaurios. Estando allí y ver la situación se dio cuenta que era imposible hacer esto, ¿cómo iba a comunicarse con ellos? Al menos no estaba sufriendo, prefería morir intentando salvar a la humanidad de la colonización que seguir trabajando para empresarios de mierda. Hizo crujir sus nudillos y avanzó en busca de alguna manera de salvar a la humanidad de la blaquitud. 

septiembre 23, 2023

Próximos a despertar

 Como todo bildungsroman, el Petit Poucet se agotaba en su propia idea constructiva. Cuánto más fructuoso y significativo resultaba, en el fondo, todo el corpus de obra derivada y qué divertido fantasear, envolver y reinventar arquetipos que fueron y serían infinitos en extensión y eternos en el tiempo. Los carteristas Grimm dejaron claro que se podía soñar lo ya soñado y Ravel esbozó como nadie lo tenebroso del bosque sonoro y la maldición de los pájaros que pían hambrientos. A veces una de estas reinterpretaciones deja en mantillas la matriz, la catacumba histórica, la idea primigenia. Si tras arduas lecturas tuvieras, por imperativo legal o por pura vanidad, que elegir entre Homero o Joyce, entre Goethe o Novalis, ¿estarías próximo a despertar?, ¿te descubrirías pidiendo que el camino fuese largo?, ¿confundirías, habiendo abandonado ya tus migas de nostalgia, la única luz de la casa del ogro con el hogar de tus padres? Y en un hipotético escenario en el que la confianza dialéctica diera sentido a la novela didáctica, ¿cuánto tardarías en cruzar los tablones entre Escila y Caribdis una calurosa tarde porteña?, ¿no recorrerías tal vez con método los desvaríos de su lógica y prestarías, como Linneo, más atención a las aves zancudas? Se hace casi obligatorio dejar constancia en cada nueva revisión que Pulgarcito ya venía aprendido de casa, y que la misma astucia que salvo a siete niños de la muerte fue la degollina de otras siete niñas, y que el actor mexicano Cesáreo Quezadas acabó en la cárcel por abusar sexualmente de su propia hija. 


septiembre 16, 2023

Psique

Algunas noches, al abandonar con el ocaso el ama de llaves la alcoba, papá Perrault convoca el espíritu remoto y barbado de Apuleyo. Prepara con esmero el papel vacío, el tintero portátil, la pluma hábilmente cortada. Al principio nunca sucede gran cosa, que no hay idea que fluya de un seso empapado todavía en sudor, fluidos y saliva, ni de un ingenio escurrido entre carnes de Venus gobernanta. Pero pronto empieza a escuchar una voz dispuesta a dictar palabras con aires de vieja, una voz neutra, femenina y masculina, que no desvela novelas, ni peroratas, ni relatillos de infantes, sino ningún otro artificio que versos: …en una noche escura…a tu divina frente, oh poderoso…decid a todos que ha sido…un arroyuelo apenas percibido…por el que la princesa viene… Papá Perrault se siente morir un instante y entonces entra en trance. Sobre el ara plana de color hueso vierte sangre negra y dibuja con ella, in media res, signos ignotos. Pretende consignar lo que dice la voz, dejar constancia del milagro. A veces la mano se aquieta para aspirar bocanadas de pigmento, dejando en el pliego un reguero de cadáveres de hormigas. Otras, el frenesí del autómata aumenta, consignando órbitas de Kepler y petroglifos informes. Con los ojos extraviados en alas de angelote, con los oídos obturados por tragedias líricas, nuestro viejo médium viaja a edades confusas para traernos, como traen del futuro la lejía, flechas de ponzoña venerea. Ya conocen vuesas mercedes que un pinchacito nimio de la postrera rueca del reino todo lo puede. En el clímax del ensueño, Perrault hace tiritar más febrilmente si cabe su mano diestra y deja por escrito un testamento de polenta oscura, dos óbolos verbales de condenado a la rueda y un sinfín de manchurrones ininteligibles para las generaciones de filólogos venideras. Vuelto en sí tras el hechizo, trata inútil de comprender lo revelado. A su pesar, la razón pronto desiste pues, como en tantas otras ocasiones, solo alcanza distinguir palabras sueltas: radiante, infierno, respirar, lenitivo… Apuleyo se ríe una vez más en su puta cara, como lo haría un bufón borracho. Toda búsqueda es insensata, se carcajea. Cada alquimia especula en torno al fracaso. Por eso, en el día de hoy, aún rumiando la derrota, le sobreviene la emoción esclarecida del triunfo. ¡Eureka! Entre lo infuso y el balbuceo de sus garabatos, papá Perrault ha encontrado unos versos perfectamente legibles, que serán emborronados de inmediato por alguna que otra lágrima: El dios vive en nosotros, donde nada requiere de poder no concedido a quien ama: ejercicio de la mente, laureles del amor. Y la certeza.

Paradojas de Zenón

Íncipit. Los primeros son pasos breves, tanteadores. Introductorios. Tal vez circulares. Existía una idea difusa, seguramente generativa: se...