agosto 05, 2023

Percusión

 La noche del 26 de octubre de 1721 hubo concierto. La Conserjería era el lugar más musical de París, más incluso que el teatro del Palais-Royale. Se oían rítmicas las humedades goteando por los sillares. Aullidos de presos sometidos al suplicio des brodequins. Crujidos de pulgares. Toda una Ionisation de Varèse oficiada ante el altar de la confesión, la reina de las pruebas. Papá Perrault llevaba muerto casi veinte años cuando Cartouche tenía apenas veintisiete. Se encontraba pocos días antes enderezando clavos en un burdel de La Courtille, una tarde extrañamente calurosa para lo avanzado que andaba el otoño, cuando fue apresado por los sabuesos del Duque de Orleans y conducido al Châtelet. Tras un fallido intento de fuga, el sujeto fue trasladado a la gran cárcel en la fecha indicada y condenado a morir en la rueda. A partir de ahí el concierto duró dos días. Con el habitual empeño de los jueces por explorar las capacidades percutivas de sus verdugos, le dieron el preceptivo tormento. Fue, sin duda, una brillante ejecución introductoria. Pero el verdadero recital de Cartouche iba a ser en la Grève a la mañana siguiente, un movimiento monumental a lo Bartók, aplicado sobre las teclas de sus huesos, un remedo del Gaspard de la Nuit, suplicio para cualquier ejecutante. Los apócrifos cuentan que en los tablones de la rueda montaron a otro reo, un solista voluntario ligerito de ropa, quizá devoto del bandolero, dispuesto a sustituirle en el aria de la agonía al son de los golpes de los sayones. Otros aseguran que el contrapunto del retentum libró a Cartouche del doloroso finale, cuya partitura contemplaba la amputación armónica de varios de los miembros antes aplastados. En las crónicas de La Regencia, Dumas describe con su habitual swing que en l’Hôtel-de-Ville, antes de palmar, delató a trescientos de sus secuaces, mínima sección para una orquesta que, en total, superaba los dos mil intérpretes. A Jean-Paul Belmondo tanta seriedad no le pareció en absoluto convincente. 

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