Tal vez el ogro solo quería almorzar. Almorzar niños abandonados. Niños perdidos. No quería acabar degollando a sus siete hijas. Pobre. Qué chasco. Sus pequeñas vampirinas de dientes separados. Un daño causado más allá de la intención inicial. Præter intentio, escribió al margen papá Perrault, yo solo quería asustarlos, señoría, y lo imaginó escondiendo las manos en los bolsillos del delantal. Pulgarcito, el héroe, el Odiseo ladino, azote de ogros gibosos y maestro de argucias, solo tuvo que cambiar los gorros de dormir de sus hermanos por las coronas de oro de las jóvenes ogresas. Otra vez el oropel. El capital que os hará libres. Las niñas nadando, tal cual, en su sangre. Ni rastro de preterintencionalidad, sino cálculo. Y como hoy va de ogros la cosa, hablemos de la suegra comeniños de la Bella Durmiente. En la segunda parte del cuento, escamoteada sin reparo al gran público, el viejo parisino ingenió una nueva aventura de infanticidios. Ya nos conocemos. Un macho negligente, una abuela malvada, unos chiquillos jugositos, salsa de cebolla y mostaza, una madre aún adormilada, dientecito de ajo, el mayordomo a lo Schindler, nariz de azúcar, un corderito sustituto, un cabrito expiatorio, los ingredientes habituales del estofado, en fin, un thriller alemán de sobremesa. Tal vez la mujer solo quería evitar que la tachasen de mala madre cuando contrató a aquella nourrice rubia.
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