marzo 30, 2024

Pizzicato

Coloca la mano. Así. Pulsa el Mi con el dedo 3. Este dedo, el corazón. Bartók se despierta sobresaltado en su modesto apartamento de la calle 57. La luz del final del verano atraviesa la persiana por sus rendijas. Está vestido con ropa de calle. Le duele todo el cuerpo. La pesadilla vuelve cada dos o tres noches. Intenta explicarle los rudimentos del piano a una niña muerta. Es su primera clase juntos. La niña está un poco menos pálida que él. Se resiste al sencillo ejercicio. Son las seis de la mañana. Ditta, puntual, está preparando café en la cocina. Bartók siente náuseas. La niña muerta aún le mira sonriente. Pulsa por fin la tecla, pero no suena nada. Buenos días, Béla. ¿Cómo te encuentras hoy? Ahora la habitación está vacía. La cama, la silla, el armario. Ni rastro de la niña. Igual, Ditta, igual. A pesar de que la ve incluso estando despierto desde su estancia en Saranac Lake, no ha encontrado cómo decírselo a su mujer y a los médicos. Se levanta con esfuerzo. Va al baño y mea sentado. Luego va al estudio y se sienta también. No hay tiempo. Tercer movimiento, compás 654 y siguientes, cuerda. Queda poco para terminar. Ditta entra enseguida en silencio con una bandeja. Él confirma que no es el olor del café lo que le produce náuseas. Los derivados del gas mostaza no están dando buenos resultados. Violines primeros y segundos, un solo acorde, pizzicato. Resto, corcheas dobles, iguales. Su mujer, cuando está trabajando, nunca le interrumpe. Se detiene unos segundos al cruzar por delante de la puerta. O como mucho, alguna vez, le ayuda a pasar páginas si se lo pide. Nada más. Posa la bandeja en la mesa auxiliar que hay a la derecha y se marcha de nuevo a la cocina. Él toma un sorbo. Anoche corrigió esa parte del piano, acompañada de escalas ascendentes de la madera. Contempla lo escrito. Ha sido angustioso regresar a las capacidades percutivas del teclado. Eso es para los jóvenes sanos, piensa con sorna. Qué lejos los años del Allegro barbaro y del furor primitivista. Y aún así, aún así, se rebela. Abandona el tres por ocho del tema y dibuja un pasaje mayestático de negras a tempo, fluctuantes y exactas. Acordes de martillos golpeando regularmente sus yunques. No, no, más bien como ondas, tienen que ser a la vez ondas ternarias, ondas de supervivencia, ondas de sangre no enferma, porque no van a poder conmigo. Ni la enfermedad, ni el exilio, ni la muerte. Si algo le intranquiliza es el concierto de viola. Eso lo lleva mucho peor. Es apenas un esbozo. Primrose tendrá que entenderlo. Tiene claro lo que quiere, aunque va con excesivo retraso. Demasiada fiebre. Demasiadas consultas. Centrémonos. El Adagio fue la despedida. Ahora necesita ser vital. La niña muerta está a su izquierda. Ya es una presencia endémica. Toca furtiva el La 0 con el dedo corazón, como le ha enseñado, pero no suena nada. Debería sonar tétrico y lúgubre. Una cuerda tañida en el infierno. Y no suena. Ese es el problema, piensa Bartók, que pronto no sonará nada. Aprovéchalo. Vivace, que no hay tiempo. Aprovecha que aún no suenan por ti las ambulancias del West Side. Repasemos otra vez. Tema del rondó, timbales, y a continuación una fuga. Tema y trio pastoril, beethoveniano. La danza de la vida. La puta danza de la vida. La niña sonríe divertida ante el exabrupto marcial. Le fascina lo que escucha. Bartók le devuelve una risa febril sin dejar de tocar. Compás 673, sigue en tres por cuatro antes del tempo primo, corcheas, scherzando. Ditta comprueba que va todo bien, es un decir, desde la puerta. Se une a la risa de su marido llorando en silencio. Siempre crescendo, Béla, arriba, como siempre has hecho. A ella también le gusta verlo trabajando y feliz, arrancando pellizcos a la vida, puede que por última vez.

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