La jauría de las perras negras nos hostiga. En mails, en carteles publicitarios, en informes macroeconómicos de pega, en discursos de próceres variopintos y salvapatrias. A veces las perras, bla, bla, bla, son blancas, cariñosas y letales, te desmenuzan en leche caliente como una galleta tostarica y caes hecho una gacha contra la superficie líquida, salpicando. También pueden ser perras terribles, cantos de sirena y alas de arcángel. Basta con leer ciertos poemas de Guillermo Carnero. Otros canes verbales son blanditos, como tigres de felpa, perras tristes y gordas, pianos bajo la lluvia. A resguardo en una posada, Papá Perrault pergeñó su Marqués de Carabás en otro ataque de indecencia y lo dotó de un proverbial tancredismo: la palabrería de un gato, caleidoscopio de la meritocracia, bastaría para sanarle. Un minino que no hizo en su vida más que apuntarse de joven a un par de másters en la privada, agenciarse unas panama jack nuevecitas cuando tuvo ocasión y échale guindas al pavo que yo le echaré a la pava. La palabrería es lo contrario de la literatura, miau, o debería serlo. Con qué facilidad nos perdemos en los cañaverales de palabras. Aquí tenéis, majestad, un conejo silvestre, dos perdices, un faisán. Pero el rey, cansado de tanta cháchara, soltó a sus propios perros.
julio 15, 2023
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