Las golondrinas son los espíritus de los niños muertos, niños muertos antes de que Peter Pan llegue a tiempo de salvarlos. Puisque la terre est ronde, mon amour t’en fais pas, mon amour t’en fais pas. La cerveza que bebe papá Perrault en la posada está tostada y luce espesa. Sobre la mesa, papeles grávidos dan buena cuenta de las gotas que rebosan los tragos del viejo. Un tintero portátil ha manchado ligeramente la madera, nada que no pueda perdonarse con unas monedas. Los siete niños duermen. A veces las gotas de cerveza o de tinta se confunden con manchas de sangre. Allí está Allison, esa copia de Lucía la Maga, gritando por las habitaciones, sacando de su viaje a Renton y los demás, a todos los yonkis del mundo, y el bebé, ya tirante, en su cuna. Allí está la infanta difunta, lenta, más que lenta, anteayer modelo de Velázquez y hoy golondrina al viento, fantasma de palacio, bailando por los salones de El Pardo, con Pulgarcito y con el gato, su depresiva pavana. Allí Walter Stephen Mattews y Phoebe Phelps bajo sus pequeñas lápidas, señalando linderos en Kensington Park. Cuánto trabajo, Peter, feliz sepulturero, de dos en dos, de siete en siete, Omayra, Aylan, María Goretti, Helena Blazusiakowna, momias 317a y 317b, los hijos de Goebbels, escolares en Soweto, hambrunas de Somalia, multitudes ingentes de niños perdidos para siempre y en el centro Chicho Ibáñez Serrador, el señor de las moscas, abroncándoles fuerte porque no se ríen lo suficiente en los primeros planos, mientras golpean como piñatas a los adultos de Almanzora.
julio 22, 2023
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