Tendría que volver a leer a Gabo, pero juraría que el coronel y su esposa son los papás de Pulgarcito. Puede parecer una simplificación injusta, a lo que responderemos explícitamente —Mierda. D’Aulnoy recogió en su Finita Cenicienta el tema del abandono infantil entre las clases altas y ahí está el quid, junto al ensamble y la babel. Al abandono le añades un par de malas hermanas, unos ogros hambrientos, un baile real y menudo panorama, doña, tremendo remix. Hay cuentos que son containers. La propia Finita es a la vez le Petit Poucet, antiPsique, Hansel y Gretel, y para acabar, Cenicienta perdiendo en su huida una chinela. Para qué desarrollar si puedes yuxtaponer. Tendría que releer a Gabo, pero juraría que el gallo también era un macguffin. Un maletín con espolones. Un Rosebud malayo. Mira que ya hemos leído alguna que otra novela y debo confirmar, madame, que su cóctel es de los que pega. Una distracción de carne y hueso, protagónica, simbiótica, mutante. Primera categoría en tragaderas. Una nada lineal que parece ser casi algo, una transparencia de cristal, un texto en franca carencia narrativa. Tendría que releer a Gabo, por última vez, pero juraría que el bote menguante de café es lo que faltó al rey y a la reina para poder vivir. Si hubieran sido pobres auténticos, de solemnidad certificada como el coronel y su esposa, sabrían que rascar el culo de un bote de café da la suficiente esperanza como para no abandonar a tus hijas en una gallera.
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