Madame D’Aulnoy no puede dormir esta noche. Los perros ladran. Capítulo 125. En camisón y palmatoria, reflexiona circunnavegando su escritorio, de paseo por la estancia. Gracias a internet aprendió que los gatos no tienen miedo a los perros, sino a los pepinos. No obstante, aún falta mucho para la era cibernética y todavía se cree con fervor que los cánidos y los felinos no se soportan. Ah, las gatas blancas, qué gran tropo zooliterario. Los gatos macho pueden ser de cualquier tipo y pelaje, atigrados, negros, parlanchines, idiotas, pero las gatas son siempre blancas, como Michele Pfeiffer. Avancemos. El gato con botas está enamorado. Ella es una tabernera del puerto de Niza. O quizá una modistilla de los suburbios de Poitiers. Ya veremos. D’Aulnoy esparce tinta frenética sobre el papel superior de un legajo que huele ligeramente a moho. Él sabe que ese capricho es un hándicap para la medra. Le conviene más un matrimonio con dote, al minino, un acuerdo con posibilidades, con buenas relaciones y gatitos eventuales, herederos de fortunas, títulos nobiliarios y almacenes hasta la bola de latas de whiskas. El Conde de Villagata y el Marqués de Carabás, socios inseparables. La gatita blanca será engañada con promesas, violada varias veces y por fin abandonada a su infierno suburbial, qué más dará Niza que Poitiers. Los perros ladran. No puedo más y la interrumpo. D’Aulnoy, mon dieu, qué drama. Ella me mira, saca los dientes y ladra: ¿qué quieres, alma de cántaro, un cuento de hadas?, ¿quieres un príncipe que busca el amor y una princesa maldita con pelo, uñas y rabo a la que amar por toda la eternidad?, ¿me estás pidiendo que pongamos fin al hechizo cristológicamente?, ¿te gustaría que saliese de una bellota un perrito muy pequeño, muy pequeño, muy pequeño? Impone, madame D’Aulnoy. Vaya si impone. A ver, doña, murmuro, que tiene usted libre albedrío, incluso dentro de mi obra, no puedo cambiar el pasado, lo de Pierre Menard solo funciona en el plano teórico, la resignificación de una obra es la mise en abîme de una minoría insignificante de lectores, escriba usted lo que le plazca, faltaría más. D’Aulnoy se queda pensativa en su aposento, con cara de perro suelto, eso sí, observando la nada reflexiva de la pared frente al escritorio circunnavegable. Esto es ficción. Por supuesto que madame no me conoce, ni sabe que existiré dentro de 300 años y dialogaré con sus cuentos. No ha pensado ni un solo instante en este textito que lees y leerás, pergeñado en los albores del tercer milenio de nuestra era común. Serán Halle Berry y Zoë Kravitz, ellas sí rastreables en mi tiempo y en mi espacio, las que me recriminen, de parte de D’Aulnoy, mi simpleza generalizadora. Gatas blancas, dónde se ha visto. Qué pelanas estás hecho, don.
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