mayo 18, 2024

Perseguidor Wilenski

  La ciudad se está deshaciendo como una fruta podrida. Ayer fue Coltrane y mañana será Parker quien toque hoy ayer hace nunca. El tiempo es una balsa de sangre y heroína. El impudor estupefaciente. El sonido del cool inserto en Vivaldi. Ponme una máscara y déjame dormir hasta pronto. No nos damos cuenta, compañero Bruno, fiel como el mal aliento. La escena del nescafé en El perseguidor es previa a 1959. La escena del café arañado al fondo del bote en García Márquez vio la luz en el 61. Ambas plantean algo quizás muy sudamericano y por tanto universal: mientras haya café, hay dignidad. El tiempo literario, fruta podrida, se encapricha con que la primera escena, la más vieja, remita al presente futuro y la segunda, la nueva, al pasado remoto. Mientras haya tiempo, hay café. Mientras haya café, hay música. Y playas de Shyamalan. Y odiseas en el espacio, compañero Bruno, fiel como el mal aliento, donde el sonido no desapareció sino que entrará en otro lugar del cosmos, del entendimiento como recién nacido, del sulfúrico amor adolescente, del desorden nocturno del psicótico. Un tiempo que flotaría en libertad alejando de sí todo wagnerianismo, cada dios vengativo, nuestro romance eterno con la nada, cementerios rebosantes. La muerte prometida. El tiempo y su pérdida. La ciudad se está deshaciendo como una escala descendente en la distancia. Un saxofonista, descentrado en la pantalla, vaciándose los pulmones de arena. Imágenes no correlativas, somníferos, biografías. El color no es densidad, el peso no es una textura. La podredumbre huele a pasado mañana, a tarde imposible, a canción incorpórea, deseo, antecedentes, tiempo, compañero Bruno, fiel como el mal aliento, que velaste mi muerte antes de que sucedió, sucede, sucedería. Tardes enteras tocando Bach y, míranos, un montoncito azul de cenizas. 

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