No sé si a estas alturas quedarán dudas. Debajo de cada libro hay otro libro. Las cebollas, los puerros, las chalotas, las cebollitas de Cambray tiene capas y dentro un corazón como los alcauciles, los relojes y los internos del manicomio. La travesía ontológica de aquel Heinrich von Ofterdingen tardosurrealista, grávido allá, pero definitivamente cuántico acá, es la misma búsqueda de sangre de Erzsébet Báthory a través del prisma ultralírico de Valentine Penrose. Se masca, de nuevo, la tortura. Nos hemos ganado la potestad de poner a girar en la rueda un buen puñado de ideas, como vírgenes desmembradas, mientras alguien, tú mismo que lees, se tumba debajo a embadurnarse con sus humores y su mierda. No sabemos cierto si en el encierro final la condesa fue asistida por la cour d’amours de un pájaro azul o si vislumbró alucinada un colorido loro de luz como Fèlicité. Aún así, la investigación de Penrose es exhaustiva hasta dejar a la vista una red de obvias craqueladuras, grietas y desconchados. Durante los años del terror, la alimaña de Csejthe estucó sin descanso las paredes, suelos y techos de su leyenda como un alarife aplicado, diríase que con buen talante y entusiasmo, secundada por un poder que rebasa los privilegios de la nobleza feudal para adentrarse en jurisdicciones sobrenaturales. El Maligno. Nosferatu. Belcebú. El pacto habitual. Vayan llamando a otro exorcista, que Sidonay va tirándolos al río. Con su grimorio, Penrose picotea en el revoque fabuloso y nos deja un buen montón de cascotes y un par de corros de brujas con vísceras humanas. Nosotros, espectadores inexpugnables sobre nuestra atalaya, mitad primer mundo, mitad tercer milenio, paladeamos por igual el olor ferroso de las pétreas mazmorras y el etéreo proceder de la taumaturgia. Lo bello. Lo sublime. Lo pintoresco. Hacia el final, no obstante, solo queda la sensación de fracaso. Otro fracaso. Todo quisque en la vieja Hungría sabía de los apetitos y desmanes de la Báthory y, sin embargo, tardaron como tres décadas en emparedarla. Si pusiéramos en fila los cadáveres de las niñas, a metro y medio por niña, podríamos dibujar la línea de costa de la Liberty Island o vadear el Miño en A Guarda de espinazo en espinazo. Cualquier narratólogo de poca monta hallará sin esfuerzo trazas de Psique vengándose de sus hermanas, vestigios de un Barba Azul desquiciado, huella de las ogresas comeniñas que poblaban los bosques de los Cárpatos. La ficción siempre deformó la realidad porque la realidad sin deformar era insoportable. Después fue meridianamente sencillo realizar el camino inverso y aliñar los cuentos clásicos con las múltiples fechorías, ahora sí bien documentadas, que la gente de abolengo nos ha ido regalando a través de los siglos. Así, los vampiros se convirtieron en aristócratas preclaros. Las madrastras fueron progenitoras ilustres, pero adictas y negligentes. Los gigantes sacudieron la tierra desde sus despachos y avaricias de magnate. Los héroes feroces de ayer, última defensa, se fueron volviendo cada día más cotidianos y más inútiles. Remakes, retelling, adaptaciones, novelización, inspiraciones lejanas. Hoy la realidad oculta la ficción porque es la propia ficción lo que se nos está volviendo insoportable. La clarificación de Penrose resulta ser, paradójicamente, un ejercicio frustrante, si somos capaces de proyectar por un momento aquella Edad Media en la nuestra. ¿Cuántas niñas son enviadas en este momento a Csejthe a servir a la condesa en su matadero? Aquí, en Shanghai, en Monrovia, en Poitiers, en Ohio. Más arriba estaba el bosque lleno de linces, de lobos, de zorros y de martas, animales pardos en verano y blancos en invierno. Allí vivían las Vilas, las hadas. Y allí dormían seguros los vampiros. Debajo de cada bosque hay otro bosque y eso es muchísimo que talar. Debajo de cada muerta hay otra muerta. Y debajo otra. Y debajo. Debajo.
julio 06, 2024
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