De paseo por Austria-Hungría, se respira música. Los camiones en las autovías suenan a Strauss hijo. No exagero. Se escuchan polkas a cada claxon. Trish trash. En el Burggarten, junto a la Ópera, las tórtolas graznan como el clarinete jazzy de la Pastoral. Parecen bailar sobre la hierba cortada de la mañana. Un bebé llora armónicamente en su carrito por la calle Nußdorfer, llanto que suena sin remedio a Winterreise. Así todo el rato. Cerca de San Esteban se intuyen los cánticos de los fantasmas de las niñas del Blutgasse, afinados con tijeras y largas agujas de tejer. Pared con pared, un acordeonista callejero destroza algún valsecito sin amo, muy cerca de la casa en que vivió Mozart. ¿Qué suena peor que una flauta? Dos flautas. Flotando en este caldo sonoro no encontraréis melindres francesas, Chloes, Siringas, poemitas de Ronsard. Solo masonería compacta, Wie Stark ist nicht dein Zauberton, rondós marciales de Doppler y una cadencia nunca escrita por Haydn al final de cada movimiento del concierto en D-dur. La narrativa musical germana, siempre vertical y masculina. ¡Las tramoyas no cantan conmigo!, protestó Fischer-Dieskau en mitad de un ensayo del Wozzeck. Le parecía que no habían previsto suficiente sangre sobre el cartón-piedra del decorado. Se comió sin rechistar la bronca de Karl Böhm, por impertinente, pero dio a los de producción una buena excusa para solucionar el superávit de flautas.
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