Madame d’Aulnoy está que se sube por las paredes. Ya sabéis la mala hostia que gasta. Si todo sigue así Papá Perrault va a comerle la tostada. Es un ciudadano negligente, refunfuña, es un cerdo misógino, un pésimo escritor. Ella, por el contrario, escribe como los ángeles. Combina mejor los tropos y desarrolla con absoluta exuberancia su vívida imaginación. Lo dicen todos los críticos. Los que saben. Es-una-diosa-de-las-letras. Su Venus de Willendorf. La reina de las hadas. Debería bastar para prevalecer. A su pesar, no obstante, es la fama del parisino la que crece con el paso de las décadas, mientras ella cae en el olvido. Eso la encabrona máximo. La relega al papel de eterna aspirante, como Louis de Bourbon. Oh, Charlie, ganso seboso, qué habrán visto los lectores en ti, con tanta moralina estúpida, tanto desorden argumental y esa fijación pomposa por aleccionar a las mujeres. Oh, reyezuelo cuentista. D’Aulnoy le odia a muerte. No lo puede evitar. Ni quiere, porque es un simple. Un corazón simple incapacitado para gobernar la sofisticación. No vamos a descubrir ahora a nadie que por sistema las escritoras han sido sepultadas en su quehacer diario bajo prohibiciones ridículas y deberes ajenos a la escritura. Las que milagrosamente han conseguido salvar estos escollos en vida y plasmar de algún modo su relevancia han sido tapiadas para la posteridad, como Bathory por un tribunal de siglos, preservadas de la luz del Parnaso como princesas cierva, asediadas cual monarca hugonote por despiadados católicos de la amnesia. Que Papá Perrault es hombre y D’Aulnoy no lo es, ¿queda claro? Así se alimenta el sencillo mecanismo de la exclusión de género. Así se derroca a las mujeres. Mais c’est fini, escupe. Hoy, aquí ante nosotros, reclama su legítimo derecho al trono feérico porque el barroco es ella, señores, y da un puñetazo en su escritorio, ELLA, Marie-Catherine le Jumelle de Barneville, Baronesa d’Aulnoy. El refinamiento general, la estridencia absoluta, la siempre acertada selección de cada exceso. Y no solo ella, sino TODAS, las cuentistas, las fabuladoras, las novelistas, que son más. Muchas más que ellos. Madame de La Force, Madame de Murat, la Marquesa d’Aulneuil, Madmoiselle L’Héritier, Lubert, Lintot, Villeneuve, Leprince de Beaumont, Fagnan… Apenas recordadas en Francia aunque perduren en todo el mundo sus invenciones, versiones y rescates como excelsas obras anónimas. Hermanas, ha llegando el momento de vindicar con lo escrito vuestro lugar en el recuerdo colectivo. Paris bien vale una misa. Y si no es Paris será Poitiers, Pekín o Pernambuco. Aceptad la corona sin remilgos ni complejos, sin atisbo de impostura. Vosotras sois las que sois. Reinas de las hadas. Descalzaos los demás, que pisáis suelo sagrado.
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