Sherezade se quedará aún un rato despierta, una vez alejada del sultán. Recostada en su otro lecho, leerá algo de Houellebecq, dispuesta a mantener el pescuezo intacto cueste lo que cueste. A mi pésima edición de Las mil y una noches le faltan páginas. Un error de encuadernación. Así que poco o nada sé de ungulados. ¿En qué estarían pensando los operarios de la imprenta? A saber. Las leí, incompletas, hace 20 años y llevo queriendo ahorrar desde entonces para acceder a una edición digna. Son caras, las noches, pero salían un montón de camellos, eso seguro. En Moby Dick salen ballenas, ¿no? Obvio. Me aburren, en general, las cosas sin pezuñas. Las ballenas aún tienen dedos, pero en el mar, como que se usaban menos. La evolución conserva todas las páginas. Penungulados de Kipling. Perisodáctilos de McCarthy. Bóvidos de granja. El cuerpo me pide taxonomía, como a Melville. Resulta que hay más especies de ungulados que quesos en Francia. ¿Da o no da para paja? Mis favoritos, por favor, los de uñas pares. Rodolfo el reno. El búfalo de Bill. Peppa Pig y la vaca Lola. Hasta Flipper con Willy liberada. Una gran fondue evolutiva de pelambre, glándulas odoríferas y dedos vestigiales. Las mil y una noches del fanerozoico. En este marco narrativo quisiera desarrollar brevemente mis pequeñas subhistorias de camellos. Como la de aquel que vendió una joroba para pagarse el aumento de la otra, o la de aquel que cruzó el desierto, desde Baréin hasta Beirut, a la pata coja, o la de aquel otro que bailaba claqué sobre cadáveres enemigos cuando terminaba la batalla. Tal vez Sherezade sueñe estrategias que incluyan pezuñas de camello o tal vez arranque algunas páginas del Sumisión, pero lo innegable es que está dispuesta a mantener el pescuezo intacto cuente lo que cuente.
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