Hay muchos hombres que son más monstruosos que vos, escribió Madame de Beaumont sobre un papel perfumado, pero no me casaría contigo ni harta de vino, puto Chewbacca. Y la Bestia se marchó a llorar junto a la rosa marchita. Oh, piedad, señores míos, no descarguéis sobre mí la daga de vuestra ira. Monstruos, monstruos impíos, que surgen del légamo, serpientes resbaladizas, musgo, deseo, nieve. Háblenle de piedad a Beatrice Cenci, protoguillotinada, donde había una muchacha hay un cadáver, por la inclemencia de Clemente VIII. Qué ironía. Háblenle de misericordia a Ludovic, que ahora pienso en el tristérrimo Niño pez de Mark Richard y, tras leer a Queffélec, los confundo. Esa novela no podía acabar bien. Háblenles de compasión a las vírgenes, la del Vaticano, la Rondanini, las de Van Der Weyden, a los ángeles borrosos de Antonello da Messina. Háblenles de sus hijos crucificados… Las ramas, los cerros, el turrón, cerdo venecianista. Está bien, está bien. Al grano con Perrault. Ni Barbazul, ni el ogro de Pulgarcito, ni la suegra de la Bella durmiente, ni la madrastra de Cenicienta, ni el maridito de Grisélida, ni el lobo, ni el hada vieja, ni la madre que los parió a todos juntos sienten piedad por sus víctimas. Son psicopatías de manual. Carecen absolutamente de empatía. Tienen el lóbulo frontal como un plato de espaguetis. Estos son los hechos, aseguró de rodillas el gordo Leporello. Yo no sabía qué hacía il mio padron, donna Elvira, ni soy culpable di sue donnesche, madamina, il quadro non è tondo. Tampoco estuve presente, donna Anna, en el asesinato del vostro caro padre. No, don Ottavio, no vengue la sangue del vecchio descargando sobre mí la estocada del rencor. Oh, Zerlina!, di Masetto non so nulla! Huye, Leporello, huye. Di fuori chiaro, di dentro scuro. En el fondo albergo demasiada piedad, dijo el coro de los agraviados, yo que me creía despiadado.
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