En el cuento Las hadas, vaya título, papá Perrault, una hermosísima y dulce joven escupe rosas y carbúnculos, a razón de una u otro por palabra. Debería ser un premio hablar piedras preciosas y flores silvestres, pero huele a enfermedad rara, a castigo de rey Midas, a condena divina. En algunos cuentos de moraleja existe el paralelismo de una hermana fea y maleducada, como en este, cuyo castigo es, a priori, mucho más grave. El hada la convierte en un oráculo que regurgita culebras y batracios, otro clásico de la literatura. La segundona maleducada no notará empeoramiento, porque ya daba asco de antes. En cambio la primera, la santa, pasará de una esclavitud familiar a otra política. Me explico. Huelga decir que la tradición contempla la existencia de un príncipe que, yendo de caza, se topa con la maciza escupediamantes, Helena tardomedieval, polvo para quien no la amó, sus versos humo. Dicho príncipe se enamora de ella, además de por su bondad y belleza naturales, por su provechoso don de escupir riquezas, qué coño. Inesperadamente, este Paris resulta ser muy avispado. Lo que Perrault no te cuenta es que al llegar a palacio y formalizar el contrato matrimonial, su suegro, el rey, pone a esta gallina de los huevos de oro, atada decúbito prono, a recitar la biblia 24/7 con la cabeza volcada en un embudo que va directamente a las arcas del estado o a los jardines municipales, según escupa joyas o vegetales. Solo descansa de los vómitos cuando el príncipe la viola dos veces al día obligándola a guardar silencio para que no le lluevan zafiros y crisantemos sobre el tálamo. Sospechan los doctores del reino que la descendencia escupirá también perlas, aunque cada seis o siete palabras y de contrastada peor calidad.
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