Está junto a mí, sobre mí, debajo. Sé quien es por el siglo que he tardado en conocerme, aunque apenas todavía le conozco. Es mi cuerpo, es otro cuerpo en este lugar, un alter ego sin nombre ni espejo en el que entrar y diluirse. Es él, sentado a mi derecha en el tren como yo tres filas atrás en el cine y somos cuatro hemisferios en total bregando contra sesenta y dos cabezas completas. Es el que pide altanero castillos sangrantes cuando solo me apetece zumo de naranja. Me pone más zancadillas que nadie por metro cuadrado, compra los libros que no voy nunca a leer, socializa en las animadas salas de los restaurantes mientras asisto a dichos almuerzos con desteñida desolación. Se aposenta de cara al mundo presente del mismo modo que yo me acomodo de espaldas a quintas dimensiones. Es mi autor, su papá Perrault, tu madre la oca. Alguien que echa paladas de sombra a la oscuridad, vaya ocurrencia tardogótica, Hulio. Tanta metaliteratura para esto. Hubiéramos preferido una tanda de ocurrencias ya plenamente pop: es el que maneja mi barca, es el que mece la cuna, es el guionista fantasma de Avatar, es la momia del loro de Barnes. El esclavo de mi propio torpe albedrío. Pared con pared, enemigo siamés, trastorno disociativo. También tengo referencias prerrománticas, para los muy nostálgicos, a saber, Novalis en la mina, Wollstonecraft vindicante, Polidori y su vampiro, el mismo loro seco de antes, pero en el cuento de Flaubert. Una hermandad íntima del quiero y del no puedo. Vuestro confidente y portavoz. El otro, nadie, ninguno, nada. Para aceptar a tu sosias nabokovsiano necesitas aprender a leer, ya no entre líneas, que se presupone, sino entre almas, y eso, señores míos, huele a deus ex machina que tira para atrás.
febrero 17, 2024
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