Hay fruta. Mucha fruta. En los banquetes reales. En los trucos de las hadas. En las alacenas frugales. En los predios de los latifundios. El gato con botas gustaba más de la carnaza. Perdices, faisanes, liebres, hasta gorriones si andaban al descuido. Era un gato, pues, qué esperaban vuesas mercedes. Aún así, algunas veces le pillaron los chambelanes del marqués comiendo fresas con delectación de minino sediento. Lo de los ogros es harina de otro costal, porque no solo huyen por norma del frutero y abrazan sin reparo la chicha cruda, sino que además necesitan que el filete proceda, sí o sí, de un menor no tutelado, para no perder el paladar. Aquí los comefrutas somos todos primos de simio: príncipes, ancianas, leñadores, doncellas. Una reminiscencia arbórea, milenios de recolección aérea en el ADN. ¿A qué hijo de vecino no le complace una tajada de melón o un zumo de naranja? ¿Dónde fue a parar el placer clandestino de subir por las ramas a robar cerezas? Tampoco las hadas hacen ascos a los frutos sabrosos. La piña, la papaya y el paraguayo, entre sus favoritos. Y tienen que venir por avión, que los reinos de fantasía quedan lejos para los barcos, imposibles por carretera, y la fruta no conserva su tersura original y llega mustia a los ágapes. En realidad el comercio aéreo internacional de fruta lo gestionan emporios de hadas, con sede en ciertos áticos indeterminados entre la City y Kensington Park. En los almacenes de los aeropuertos se les tiene mucho respeto a las hadas de la fruta y nadie se atreve nunca a almorzarse ni un lichi aunque sus supervisores estén despistados. Os interesará saber también que a Papá Perrault le gustan las peras confitadas. Su ama de llaves las tiene muy dulces y jugosas, a pesar de estar fuera de temporada. Monsieur Ravel, por su parte, es un hooligan de las manzanas fuji. Ya le conocéis. No hay constancia de que el músico tuviese problema alguno con las peras, todo aquello son habladurías, pero sí es sabido y proverbial que Perrault no soporta las manzanas, por alguna fijación bíblica tal vez, y que por eso tiró de ruecas en sus cuentos. Algún crítico aburguesado, enemigo del autor, documentó en círculos oficiosos una famosa riña que mantuvieron Cenicienta y la Bella Durmiente por la sustracción e ingesta de un mango maduro. Ocurrió una tarde triste de noviembre, cuando las dos eran roomies en un castillo de los suburbios. Mientras Perrault, responsable legal, tomaba destilado de grosellas en una taberna del barrio, Bella se levantó hambrienta de una larga siesta y le robó el abultado manjar de la nevera a Cenicienta, que por culpa de la madrastra se había vuelto frugivorista a la fuerza. El viejo volvió tarde y borracho al castillo, cuando ambas ya se habían arrancado los ojos la una a la otra. También es digno de mención que tanto los pagodas como los oompa-loompas se alimentan exclusivamente de bananas.
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