febrero 24, 2024

Pagodas y marionetas

 La señora D’Aulnoy se acercó a la taquilla y pidió entradas para el pase de las 18:15. Una reposición del Cocteau de posguerra. Sin determinar. Le daba igual. Cocteau parecía un tipo interesante. Compró un combo de palomitas con coca-cola y añadió una bolsita de discos de regaliz rojo, de esos que estiras y estiras y están tan ricos. Al entrar se dejó acariciar por las candilejas. Subió por el pasillo lateral con diligencia. En la sala había cuatro gatos, los mininos habituales. Se puso cómoda en una butaca del fondo y el chaquetón fue a parar a la de al lado. Le gustaba quedarse atrás, no al final del todo, pero casi. Después, en el cinefórum, nunca deseaba tener demasiado protagonismo. Estaba dispuesta a no participar, que se conocía y acababa a la gresca con cualquiera. En la última fila había una pareja dándose el lote sin reparo. La señora D’Aulnoy no pudo evitar sentir un pellizco de envidia. Por delante tenía no más de seis cabezas repartidas por el campo visual. Le recordaban a aquellas figuritas chinas de porcelana que tenía en los anaqueles del salón su abuela, la de Poitiers. Pagodas, los llamaba. Extasiada por esa idea, se relajó. Arriba, la pantalla y su blancura se volvieron grisáceas cuando las luces se apagaron por tramos, lentamente. Los anuncios del movirécord también la distrajeron de sus obsesiones. Llevaba días rumiando el mito de Eros y Psique. Esperaba encontrarse una película bélica que por supuesto Cocteau no había hecho jamás, no sé, tipo Dunkerke de Nolan, para desconectar. No hubo suerte, claro, y en vez de aquella de la reina y el anarquista, que hubiera sido más sutil e interesante, pusieron La Belle et la Bête. Le pareció una peli demasiado teatral, demasiado peluche, demasiado ensimismada. Se maravilló, eso sí, de las estatuas y los brazos sirvientes sin cuerpo visible. Y del humo. El diabólico humo, señores, por el culo. Las similitudes con lo de Psique eran, sin duda, de primer orden. A esas alturas de la película cualquier historia parecía parte de la misma historia. Así que decidió dejarse llevar y darle más tarde una vuelta de tuerca al asunto y escribir quizá sobre marionetas arrasando una playa de pagodas. La parejita de la última fila seguía erre que erre en su confusión de manos y baba. La señora D’Aulnoy se giró varias veces en la oscuridad cuando el pellizco de envidia se le fue a colocar entre las piernas. La película acabó sin pena ni gloria. Tras los créditos, las candilejas se prendieron. Un hombre muy, muy viejo de la primera fila se levantó y dio las gracias en nombre de la organización y del propio Cocteau, que no había podido asistir. Iba vestido con una sábana. Empezó la charla, cómo no, mencionando El asno de oro. Hablaba con familiaridad de esta obra, origen de tantas otras, dijo. En ella estaban ya la magia, las hermanastras odiosas, la servidumbre invisible, el secreto asediado por la curiosidad. Al acabar su discurso, cedió la palabra a los demás asistentes. Del subsuelo salió la cabeza de papá Perrault, que había estado hasta entonces hundido en su butaca. Pidió permiso para hablar y centró su intervención en la contraposición existente entre la divinidad de Eros y la humillación de Bestia. Mencionó a Barba Azul, el cual sin ir más lejos también arrastraba su condena de maldad y colgaba esposas como quien desgarra ciervos. La distancia entre la belleza de Cupido y la fealdad del derivado moderno tenía algo freudiano que cabría analizar. También mencionó que Bella poseía a su vez aspectos de Antígona, de Grisélida, de mártir a merced de los tetrarcas. Una chica rubia de la tercera fila le dio la razón. Objetó, no obstante, que la invención naïf de Straparola-Villeneuve —así llamó al famoso relato, en tono despectivo— no alcanzaba su culminación hasta la aparición de la figura de King Kong, ya en el Hollywood años 30, la auténtica fiera que todos teníamos en mente.  Acabó su intervención con un grito de pánico que no venía a cuento. Perrault estuvo de acuerdo, pues siquiera la terribilità de su Barba Azul podía compararse al contraste exquisito que se da entre la atrocidad inherente y la superprotección incomprendida del gran simio con respecto a la chica, atendiendo a una lectura social, es decir, en tanto sujeto marginado y atacado por la turba fascista. Walt Disney le arrebató la palabra entusiasmado para recordar que fue él, en el 91, quien hizo hincapié en esta dimensión y que si Bella, ahora y entonces, era una evidente metáfora de la Francia ocupada, no estaba tan claro que la Bestia simbolizase el nazismo, y para encarnar ese papel abominable tuvo que sacarse de la manga a Gastón y la caterva aldeana y ponerlos a perseguir judíos. Aquí la señora D’Aulnoy, bastante molesta con el comentario, se alzó en armas. Vamos a ver, buzo de lavabos, en 1991 tú estabas muerto y congelado, le escupió a la cara. Todos se giraron. Disney se quedó a cuadros. La chica rubia y el viejo de la toga apenas podían contener la risa. Ahora ya sabía este yanqui quien era la señora D’Aulnoy. Para calmar los ánimos, tomó la palabra un irlandés corpulento y barbudo, el cual llamó la atención del grupo en que estas fábulas trataban de desmentir con pragmatismo que la belleza exterior correspondía con un corazón puro, lo que las alejaba del original romano, piensen si no en los vampiros, esos aristócratas asesinos de modales exquisitos. Polidori, desde su butaca, asintió con vehemencia. El irlandés continuó su discurso, coherente al principio, pero acabó despotricando de John Darham, Anne Rice, Jack Palance y el Coppola que los parió a todos por haber convertido la pura maldad en un pastiche tardorromántico condenado a dar alas a esa ignominia familiar del crepúsculo y demás variantes. Polidori, entusiasmado, iba a decir algo, pero la desatada señora D’Aulnoy se adelantó: vamos a ver, almas de cántaro, ya está bien de obviar la figura esencial del mito, que no hacéis más que andaros por las ramas. No habéis mencionado a Venus ni una sola vez, porque, que yo sepa, en la Bella y la Bestia no hay más que un vago hechizo que pesa en exclusiva sobre el macho, pobrecito. Que tenga que recordaros que la mala del cuento es la putodiosa del amor, que dispara su maleficio venéreo exclusivamente a la mujer, que os habéis caído del guindo ahora y os creéis que se casó con Marte porque los que se pelean se desean. Esos castigos divinos son lo mollar del relato, junto a la venganza de Psique, y se modificaron con el tiempo porque el centro del universo tenía que ser el tío, el maromo, el gañán, el que a pesar del pelo ostenta la polla, y no, nunca, jamás la loca del coño, que aparece como una doña perfecta mojigata. Se hizo un silencio, esta vez sin risas. Los presentes la miraba como las estatuas de Cocteau. Alguno echaba humo. En mitad de esa incomodidad general, la pareja de la última fila aprovechó para bajar por el pasillo lateral, cogidos de la cintura, saludando entre dientes. Cayeron todos en la cuenta de que eran Vitti y Antonioni. Tenían que haberlo sospechado. El viejo de la sábana dio por terminado el cinefórum, si nadie tenía nada que añadir, y les convocó al siguiente ciclo, el mes próximo, que iría sobre el cine fantástico de Guillermo del Toro. D’Aulnoy masculló que eran marionetas de las opiniones dominantes y que ella prefería los pagodas de su abuela, que por lo menos estaban quietos y callados. Se puso el chaquetón y siguió a la parejita feliz fuera de la sala. Era casi de noche. Entró en el primer bar abierto que encontró a beberse un par de gintonics cargaditos. Dunkerke. Tenía que haberse quedado en casa y buscar en qué plataforma estaba Dunkerke. 

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