noviembre 02, 2024

Poesía triunfante

Al cabo de esta novelette está la poesía. El jueguecito del lenguaje y las ideas. La gran palabra. No quisiera que llegases al final y te encontrases un muro prosaico de rictus semánticos y tropos recurrentes. La apuesta es la más alta que puedo permitirme y no pienso perder la sonrisa cuando tires este libro por la ventana. Varios niños lo verán caer desde el parque y correrán a ver qué es. Leerán allí mismo sus primeras líneas [Hay que probar todas las puertas, se le revolvió el puto Barba Azul, con cajas destempladas] ateridos de preadolescencia, sumidos en lo prohibido. El más temerario se lo llevará escondido, para que sus padres no lo vean. De chavales nos tapaban la boca con diez cañones por banda, puede que con la sombra errante de Caín, incluso con ¡Paraíso perdido! Perdido por buscarte etc. Y estaba bien, pero no era del todo gran palabra. Si la manzana era el mundo, la rueca actuaba como órbita. Ya sé que es raro que manzana y rueca estén curvilíneamente relacionadas y que por esa razón crezcamos. Alcanzamos la juventud entre la fortuna y el suplicio. Con una vitalidad envenenada empezamos a caer y a fallar siempre en la caída. Tu ventana sigue abierta, lector. Abajo, por tu calle, camina una joven camarera con los pies destrozados, que vuelve a casa después de once largas horas de trabajo. Nuestro libro le caerá cerca y pensará que ha sido una suerte que no le cayese directamente en la cabeza. Lo recogerá, hojeará y seguirá andando con él bajo el brazo. A esa edad aparece la mano de Emmanuéle lo estuviera desabotonando, con la frente a la altura de tu plinto y si no te conozco, no he vivido. Muy resumido, porque ser joven es descender a los infiernos, perderse en los suburbios, buscar jardines feéricos. Y transcurre rapidísimo, che. La verdad sólida del poema tiene la virtud de hacerte perder la noción del espacio, del tiempo, del amor y de la música. Pronto pasará un señor en bicicleta, verá otro libro estrellarse contra la nieve embarrada, parará, mirará arriba sorprendido, lo pondrá en la cesta de la bici, volverá a mirar y seguirá su camino. A partir de ahí no hay que contradecir a los dioses, porque sabes de sobra que es una forma como otra cualquiera de asumirlos. La gran palabra ya estará dicha mil veces para entonces. Llegarán a deshora nuestras voces, tarde, siempre tarde, aunque míranos, aquí andamos, palabreando tanto y tanto y sin poder dejar de hacerlo. Barnett Newman dijo algo sobre los pájaros y no vamos, de facto, a desautorizarlo. Una señora con bufanda camina despacio. Da un puntapié a su libro caído sobre la acera, le cuesta una vida agacharse a recogerlo, pero le da ánimos llegar pronto a la residencia, habrá caldo, unas pastillas, con suerte dos o tres horas de lectura curiosa todavía, a su edad cuesta dormir, antes de caer rendida en la cama helada. Al cabo de esta novelette, de este arrabal de años y letras, debería hallarse, triunfante, insisto, la poesía, que es la menor de las ficciones y por ello la más justificada. Cuando la realidad da asco (marketing, plástico, fascio) y la ficción apesta (reguetón, memes, premios planote), dime tú cómo lo arreglamos si no es mediante una compacta poética de aliento. Al borde mismo de la fosa de las Marianas se escucha el lamento de Carnero, alto, húmedo y claro, clamando como el Bautista en el desierto: Hoy que la triste nave está al partir, con su espectacular monotonía, disposición convencional y materia vigente: ilustraciones que es sabio intercalar esa carcasa ocre es Helena. Incluso entrecortada, yuxtapuesta y sin sentido se aprecia con nitidez la gran palabra. La inmensa palabra. La enormísima palabra. Y yo me pregunto, os pregunto, quién cojones está escuchando allá abajo. Volvamos al principio. Al cabo de esta novelette estáis tú y mi sonrisa prosaica rictus tropo jueguecito. Por lo que sea, has decidido no tirarnos por la ventana y los niños, la camarera, el ciclista y la anciana se irán a la cama sin leer. Mañana alguien te preguntará que de qué iba este libro y tú dirás que no sabes explicarlo. 

octubre 26, 2024

Psittacus erithacus

 No os lo había contado hasta ahora, pero ya no puedo retrasarlo más. Como autor omnisciente que soy, he de deciros que Papá Perrault tenía un yaco africano encerrado en los sótanos de su caserón de París. No parece gran cosa a priori. Lo que cuentan de los loros, lo de la longevidad, lo de Humboldt y eso, es mayormente fantasía. Cualquiera puede tener un periquito canturreando en el balcón mientras escribe Barba Azul. No me refería a eso, sino a algo más gordo. Muy gordo. Esta vez va en serio. Lo digo. Allá va: Era el loro el que le dictaba al viejo Perrault los cuentos. ¿Cómo os quedáis, eh? El gato con botas lo redactó un pájaro. Y Cenicienta. Y Pulgarcito y lo demás. No un pájaro cualquiera, sino el loro más especial que existió jamás en Francia. Nadie, ni Ravel ni el ama de llaves, llegó a descubrir el secreto. Que Ravel, visitante esporádico y un poco a por uvas, no se enterase, diréis vale, pero es difícil tragarse que el ama de llaves haya bajado al sótano sin descubrir el paradero del animal, con rescate nocturno y entrega épica en refugio de aves. Pensaba que a estas alturas vuestra suspensión de incredulidad sería ya del tamaño de Córcega. Desde el sótano, amigos, es evidente, partía un túnel oculto por una puerta secreta, y más allá del túnel había un aviario subterráneo, insonorizado, terrorífico y tocho como la pirámide del Louvre. Por eso los gritos de auxilio del yaco no llegaban a oídos entrometidos. Solo Perrault conocía el acceso y solo él bajaba de noche a sonsacar al loro, mediante trozos de piña, papaya y paraguayo, las palabras exactas que todos conocéis de los libros, transcritas al dictado. Al principio el animal se resistía, pero el hambre aguza el ingenio. Y si la cosa al final se complicaba, Papá Perrault ponía a trabajar sus instrumentos de tortura: largas agujas de coser, hierros candentes, ruedas de carro y comadrejas glotonas. Luego, con el legajo a rebosar, se iba a beber cerveza a una taberna y hacía como que escribía. El loro cautivo, que resultó ser una lora, se llamaba Alejandra. 

octubre 19, 2024

Perfecto Reboiras

 Si estuviésemos hechos solo de palabras. Si fuésemos verbo. Canciones lentas para los encuentros furtivos, verborreas para levantar imperios, susurros para establecerse en los bosques otoñales. Si lo fuéramos, oídme bien, guardaríamos una esperanza: no buscar, como la alquimia, sino ser la palabra que haga renacer el mundo. Al pie de ese cañón, buscando y buscando para los restos, están Ofterdingen, el de las perras negras, algunos de Flaubert, muchos poetas indecisos, la práctica totalidad de los héroes de epopeya y, por supuesto, don Perfecto Reboiras, taumaturgo boticario. ¿Se reconocían como personajes literarios? ¿Sabían ellos que su realidad estaba compuesta de palabras? ¿Lo sabemos nosotros? Qué empeño en husmearse por fuera cuando hay que abrirse en canal y escudriñar dentro. La carne es sustantiva. El alimento diario, adjetivo. Casa, barrio, país son complementos circunstanciales. Naces, creces y te reproduces uniendo sonidos en sílabas, pero no mueres, porque no se muere cuando se está hecho de palabras, ni se olvidan de uno si está fabricado de recuerdos que, de pronto, vuelven a explicarse, bendecido por una lengua hábil, heraldo emplumado para las gatas blancas, los libros abiertos y este kit de supervivencia tan cerca de las últimas páginas. Porque quien dice renacer, dice sucumbir y, al segundo o tercer día, reordenarse. Quizás intuía ya don Perfecto, pues no era estúpido, que ser y buscar son la misma tarea. Pareciera continuamente que una manivela ontológica bien engrasada levantase con admirable fluidez un dique teleológico. Y bajo aquella ignorancia, aún hay quienes rastrean el Verbo Angular, la Clave de los Universos Imaginables, como si buscasen un caudal ignoto y concreto en las lejanas costas de los pagodas. Cuesta siete vidas asimilar que todas las voces por sí mismas son generativas, que cada una de ellas construye tanto lo cotidiano como cuanto deba existir de extraordinario e inadmisible. Algunos pretenden tropezar con un mampuesto dorado en lugar de aprender el oficio de los canteros. Una puta locura. Entretanto, Parnaso arriba, en el centro del maremágnum lingüístico, los dioses distraen sus días contándose unos a otros tal vez chistes verdes, rimando consonante o desguazando arquetipos, con mañas de albañil e ínfulas de rétor a un tiempo. Dioses que tienen nombres extrañísimos, Torrente Ballester, Madame d’Aulnoy, Guillermo Carnero, capricho de la tradición y la mitología. Dioses inaprensibles pues no fueron concebidos de sólidas palabras, sino en carne y luego en piedra y por eso resisten con cierta dificultad los continuos Apocalipsis que zarandean las tramas y los versos. Piensan algunos que ahí, escrito entre el hueso y el granito, está el fiat que desencadena la existencia literaria. En tanto las palabras subsistan todos viviremos en la tierra inverniza, dragones feos sumisos al mandamiento: «Huirás de la afasia como de la muerte». Porque sin duda es el olvido del lenguaje el mal que nos relega al polvo, al A4 de nuevo en blanco, a la conjetura cartesiana de que si nadie te lee, no existes. Yo te doto con la más perfecta fealdad, aunque una palabra tuya bastará para sanarme. Verbos de doble filo, diría don Perfecto. Como todos los verbos, sin excepción.

octubre 12, 2024

Pene de tigre

 El affaire empezó mientras Ravel leía a Barnes. Canturreaba una melodía pentatónica, todavía blandita y sin forjar, cuando por la página 42 decidió ir a conocer en persona a madame d’Aulnoy. Desde Montfort cualquier mención de algo que esté más allá de Versalles suena a literatura. Aleluya. Se duchó, perfumó y dandificó en un periquete, saliendo a una tarde glacial de enero de 1691. Volvió de inmediato a por otro abrigo más gordo, porque no quería pillar una pulmonía. El coche de caballos le dejó cuando oscurecía en casa de la marquise de Castelnau, amiga en común, también escritora. Una vez allí observó que la tertulia bullía a pleno rendimiento. Fue recibido por la anfitriona y presentado como «un músico prometedor», dignidad a priori lisonjera que no supo muy bien si debía tomarse a mal, estando a punto, como estaba, de cumplir los treinta. Escorada hacia un rinconcito del salón, sentada en un confidente, reposaba Marie-Catherine d’Aulnoy, cuarentona, pesante y enérgica, contando chismes sobre Carlos II a unas niñas. Ravel saludó a los concurrentes. [Lenclos, Racine, Scudéry]. Departió un rato. [Sablière, Fontenelle, Sévigné]. Gesticuló intentando llamar su atención. [Cornuel, La Bruyère, Montespan]. Y nada. Fue ampliamente ignorado por la escritora, a pesar del esfuerzo. D’Aulnoy, que se había quedado sola, leía un tomo de La Fontaine. En su rostro soñador prorrumpían con total nitidez los desconchones del destierro. Ravel iba a abordarla cuando alguien le pidió que tocase algo de Couperin. Bien sûr, monsieur. A ver si así, pensó, madame me hace caso. Tomó asiento ante el teclado con los ojos clavados en ella, que lo mismo se asomaba a ratos por la ventana, se rascaba el escote o pensaba en asuntos de hadas. Una baronesa no se deja arrastrar con facilidad hasta espectáculos piromusicales improvisados por clavecinistas desconocidos, que una tiene una reputación, cualquier distracción antes de prestar oídos a otro juntateclas. Ravel interpretó un prélude y, al acabar, hubo un silencio de lo más incómodo. Se abalanzó sobre algunas danzas, para tratar de remontar el recital, forlana por aquí, rigodón por allá, las cuales fueron aplaudidas en grado desigual y más bien por compromiso. Demasiado raro, se escuchaba entre susurros, eso no es del organista Couperin, se cree que somos idiotas, qué atrevimiento. La voz de la marquise de Castelnau refrenó la indignación anunciando canapés de oca y a otra cosa. Madame d’Aulnoy, que hasta entonces, como dije, había ignorado fuerte al juntateclas, se fijó por fin en él, debido precisamente al revuelo. No era guapo, aunque sí le resultó armónicamente sugestivo. Acercándose por detrás le dijo al oído: toca usted como si bailara sobre la tumba de Couperin. Tendrá usted que concretar a cuál de los Couperin se refiere, madame d’Aulnoy, dijo el músico dándose la vuelta. Oiga, ya que usted, por lo que veo, me conoce a mí, permítame a mí conocerle a usted. Y le echó, sin más preámbulos, mano al paquete. Maurice Ravel, para servirla, alcanzó a decir él con voz de pito. Tanto gusto. Madame de Castelnau, que era joven pero no tonta, les hizo acompañar con discreción a una alcoba que ella misma había diseñado para favorecer al máximo los placeres de la cama. Alto dosel, unos almohadones enormes, vino champenoise puesto en nieve, mirillas desde la estancia contigua para los curiosos. Confirmamos que París es una gran bola de musgo, sábanas, pelos y abortos. Ravel apenas podía aguantarse el deseo. D’Aulnoy, amante avezada, lo levantó en vilo y lo precipitó encima de la gran cama. Quiero hacerte, declamó, lo que la pluma le hace al papel. Y le arrancó de un tirón los pantalones. Pues yo quiero hacerte, se animó él, lo que hacen el corno inglés y el piano hacia el final del segundo movimiento de mi Concierto en Sol. No fue tan poético como lo de la pluma y el papel, si bien, para compensar, el joven se coló bajo la falda de la baronesa su buen cuarto de hora. Desnudos por fin y en absoluto celo, follaron a la luz de las velas hasta que el día rompió y la marquise de Castelnau les mandó el desayuno a la alcoba. Se portó como un tigre, confesaría horas después madame d’Aulnoy a su joven amiga. ¡Vaya potencia!, exclamó la marquise. Sí, muy potente, ¡y qué espículas! ¿Eso qué es? Espinas, querida, espinitas juguetonas en el glande. Castelnau abrió unos ojos como platos. No había forma de que me la sacara, el tío, dijo con picardía d’Aulnoy; he disfrutado como una gata. Castelnau quiso conocer más detalles. Haremos algo mejor, iremos las dos a su casa, sin avisar, esta noche. Me han asegurado, apuntó Castelnau, entusiasmada por la idea, que le gustan las manzanas fuji. Pues tendrá que conformarse con manzanas autóctonas, rió d’Aulnoy apretándose la pechuga entre las manos. Y a la joven marquise se le hizo la boca agua. 

octubre 05, 2024

Paradojas de Zenón

Íncipit. Los primeros son pasos breves, tanteadores. Introductorios. Tal vez circulares. Existía una idea difusa, seguramente generativa: señalar el contraste entre las fábulas primigenias (ya edulcoradas por Papá Perrault) y las versiones en almíbar posmoderno (oh, buzo de lavabos). Debían ser textos sin pretensiones, simples divertimentos expresivos, dislates simulacro del barroco. Si estilo francés, Pierrot et Colombine; si estilo italiano, maschere di carnavale. Tenía entre manos, pues, un proyecto. Una cantidad creciente de objetos a los que dar forma. Les puse un techo contra el que chocar, un tope necesario. Seréis cien, les dije. ¡Otro hectoedro!, respondieron. Sí, dije rascándome la calva. Pues vaya. Ese proyecto es la tortuga. Una tortuga exponencial que se las pela. Con ella, el cajón de los bocetos, de repente, rebasó la centena. Yo soy Aquiles, mucho más lento componiendo. Cuando alcance las cien entradas, triunfante sobre París, la tortuga estará cruzando Poitiers. Cuando llegue escribiendo a Poitiers, si llego, ella estará tomando el sol en Donibane Lohizune. Las paradojas, las paradojas, las paradojas. Se ha demolido a menudo la narrativa, así que ya es hora de descombrar. En el bosque había una flecha, pero no se movía. Un poco más allá acampaba un ciego que comía uvas de dos en dos mientras tú callabas. Se interponía un totum revolutum de material informe, sometido a altas presiones. La flecha quieta atravesó dicha hojarasca, potaje, puzzle, magma, orgía y se clavó cuánticamente en los dos ojos del ciego a la vez, que como ya estaba ciego de antes, ni lo notó. Anduvo la mitad de la mitad de la mitad del camino que quedaba con la flecha clavada y jamás alcanzó su destino. A veces somos crónica y a veces chisme. Con tanta indeterminación corremos el riesgo de que este caldo en que te atreves a chapotear, como chapotea Homero en su ceguera, se convierta en una recopilación de desconexiones locas sobre asuntos feéricos. No obstante, Ravel, D’Aulnoy, Carnero y yo preferimos llamarlo hiponovela. Creo que ya he usado el término. Una hiponovela rococontemporánea. Una densa resistencia literaria. Una carencia en sí. La tortuga vencerá a Aquiles si, y solo si, el ciego es atravesado por la flecha cuántica. Como siempre, eres tú, el leyente, quien le dará su razón y rumbo. Qué paradoja. Para derrotar a la tortuga hay que pararse, renunciar, comer raíces. No escribir de corrido. Eso nunca. También hay que leer y leer y leer, pero como leen los ciegos: el silencio del viento en los cerezos ateridos, el olor a bizcocho de un mar picado, el roce amarillo de las libélulas azules. Para matar la novela no basta matar la trama, el estilo, los personajes, la propia escritura. Estaría en blanco y seguiría siendo una novela. Que no escuchemos caer el grano de mijo significa precisamente que existe relato. Se necesita de un sacrificio que ni Patroclo ante los muros de Ilión. Un sacrificio que nadie, que sepamos, ha otorgado. Aquiles se pregunta a todas horas por el lugar que ocupa la tortuga, y el lugar se pregunta por qué Aquiles la persigue, y la tortuga se pregunta por el camino más recto hacia Poitiers. Eso es novela. La pregunta, el lugar, la pregunta, el lugar, otra pregunta, una pregunta en un lugar, pregunta, lugar lugar, lugar-pregunta y casi ninguna respuesta. Éxcipit. Los chicos quieren cargarse la literatura, cuando en realidad basta con que la literatura no les arrolle en su carrera. No veo en qué quedará tanta paradoja cuando Aquiles se coma con patatas a la tortuga.

septiembre 28, 2024

Postureo estético

 Debido a la caótica gestación de esta cosa, estoy atendiendo poquísimo al personaje de Carnero. Menos de lo que yo querría. Sé que es importante en la nebulosa trama, aunque aún no ha llegado su momento y, estando como estamos al 70%, puede que nunca llegue. Acabo de convertir a Bartók en un fantasma. Perrault y Ravel son poco más que guiñoles literarios desde el principio. Madame d’Aulnoy, tal vez la figura más íntegra, que ha ido creciendo sin pausa en protagonismo, no llegará a romper. Los demás elementos son secundarios: Gershwin mendicante, Barba Azul y Erzsébet enamorados, los pagodas de vanguardia, el Pulgarcito épico, la guillotina y no recuerdo qué más, paja intelectualoide, cocaína imaginativa, pretextos de escritura. He perdido, es verdad, el punch venecianista que traía de serie con demasiada facilidad, como se pierde un imperio o la cartera. La propia estructura atómica de estas patrañas, una vez desestabilizado el núcleo, exige ir terminando pronto, antes de que colapse el sistema y nos pille debajo. Sospecho que es la sombra de Carnero la que me está tapando el sol. Y es que cada palabra es postureo vacuo, aquí en la página en blanco. Las manchas del papel brillan a la luz de algunas ocurrencias y, sin embargo, Carnero, antaño picajoso, ahora condesciende. Hay que someterlo pronto, me digo, como a los demás. Mi silueta autoral aparece y se recorta a contraluz por el hueco de unos libros robados de un polvoriento anaquel. Pretendo ser un espectro de Brocken, algo que le amilane, pero Carnero, aún vivo, no se llega ni a incomodar, por mucho claroscuro y tiniebla que me arrogue. Examina estas mismas páginas, vivisección, análisis, consecuente diatriba. Carnero espartaco esteticista, Carnero el novisisísimo, Carnero y yo cadáveres sin rumbo y rosas. El gran poeta se impone sobre mi (supuesto) mausoleo de irreverencia y me impide descalabrarle como a los otros muertos. Ha sido un apóstol intocable, versos beatos, en su altísima hornacina. Es muy posible que no sea exigencia externa, sino mero autocontrol. Los hechos probados son que, en esta MI confusa letanía, no se me ha dado potestad para maltratarle, y no sé muy bien por qué. 

septiembre 21, 2024

Para que bailen los osos

 Para que bailen los osos hay que cantar a media voz. Ni muy fuerte ni muy flojo. Si quieres seguir con vida mantente de pie, esgrime tu garganta y elige bien el repertorio. Una vez encomendado al sagrado fantasma de Bartók, ya puedes centrarte por completo en la fiera. Va a ser una lucha de titanes. Desde sus observatorios, los astrónomos te mirarán raro. Eh, atentos a ese idiota, no sabe conmover a las estrellas, pensarán engreídos. Y seguirán con sus longitudes de onda, paralajes y transposiciones, porque nunca se han enfrentado a un oso. Dicta nuestra fe que, paseando por los pueblos valacos, el sagrado fantasma de Bartók se encontraba con ellos a menudo y, en lugar de escapar, los amansaba mediante improvisadas danzas de las que parecen danzarse desde siempre y los osos bailaban. Lo ancestral no tiene que ser ancestral, aunque sí parecerlo a oídos de los osos. La mayoría no quiere estridencias, así que descarta los exabruptos. Tampoco podrás engatusarles con susurros y palabritas de niño bueno. Lo cursi te lo guardas. Un solo zarpazo bastaría, pero no pasará, porque el fantasma te asiste y te acompaña. Hay que sujetar fuerte la línea melódica y no soltarla. Usa contrapuntos prácticos para rellenar los huecos. Nada de armonías prohibitivas. Camina en círculos como si tú también bailaras. Al fin y al cabo los dos sois plantígrados. Gira y el úrsido girará. Intenta huir y no cantarás más. Si el oso se pone a gruñir contigo, no suele ser porque vaya a emprender contra ti una embestida mortal. A veces sus rugidos son simpatía armónica. Llegarás a notar que no solo tu voz provoca aquella fluida cadena de arabescos y pliés, sino que es esa danza animal la que empuja el sonido a tu garganta. Es algo recíproco. El oso te engatusa también a ti. Te dice: abandona el delirio de la astronomía. Tu tesitura es la insuficiencia. Lo entenderás si sobrevives. Entonces, en un temerario silencio de blanca, el fantasma y tú haréis un rápido mohín de burla a las estrellas. Quién las necesita conmover si puedes hacer que bailen los osos. Justo ahí te sentirás tocado por la gracia. Nada que ver con aquello que canturrean los engreídos astrónomos. Seguramente su canto no sea sino ruido de ecuaciones para el cálculo de órbitas. Mucho lerele y poco larala. Tú haces bailar a los osos, ojo. Esa es la auténtica magia. Lo otro es presunción, nadie ha nacido que pueda conmover a las estrellas. Podría parecer que algunos lo hacen, pero no. Bartók lo sabe y ahora tú también. Tienen suerte los astrónomos de no salir nunca de sus observatorios y no cruzarse con un oso. Serían incapaces de hacerlo bailar y el oso los haría, en un santiamén, polvo de estrellas. Hacia el final del baile, llegado el momento, el oso se dará la vuelta y no volverá a girarse. Se marchará feliz y nadie podrá quitarle lo bailado. Es posible que te recuerde, o quizá no. Tú harás exactamente lo mismo. Comerás raíces, beberás en arroyos, dormirás bajo cornisas. Y el día menos pensado te encontrarás de frente con otro oso y, con ayuda del sagrado fantasma de Bartók, le harás bailar. 

septiembre 14, 2024

Poema 7

Hay 7 partituras manchadas de sangre en tu tumba. Hay 7 versos recordando, los engranajes edulcoran, y parece un tiempo menos malo. Hay un sacrificio hueco cuando me despierto [a la hora que sea], un montón de intentos contra el cristal. Las victorias son humillantes e insignificantes: una puerta gatera que rechina. Un timo en la cultura, dense todas por aludidas. Enajeno. Surco mi cráneo con los dedos y sin sentido alguno. Nos quedan un millar de cigarrillos por fumar y la piel arde fácil. Hay 7 cosas malas para rezar. Y está bien así.

septiembre 13, 2024

LA CAJA DE HERRAMIENTAS

Ya no le tengo miedo.


MAGIA Y ANARQUÍA [2024].

 

CICATRICES

Estas dos, y me señalo a los ojos, son de no dormir [...] de buscarte en lo oscuro del techo y de encontrar, cuando el gallo Montenegro canta, un mundo como el mío: donde vivir todo el tiempo, donde olvidar, donde soñar que sueño y ser un dios otra vez.

Estas otras, que ni siquiera he contado, son de buscar inspiración [otro patético intento de hacerme el interesante], de rezarle al ángel caído que reniega también de Lucifer; su trono es ocupado en soledad, sin súbditos, sin política, sin alteridad, pero como sabe más que los demás, él si tiene

Tengo alguna más en nombre del alcohol, un homenaje a la salida de emergencias, para cobardes dolientes, por la puerta de atrás y del fondo a la derecha. A la violencia del intoxicado, al que lucha solo.

La última que no me deja dormir, que me obliga a emprender estupideces, que me oculta ese miedo en medio de la batalla del que habla el resto, que intoxica en dulce y amargo como la cocaína mi triste e inexistente obra...

Estas dos, y me señalo a los ojos, son de no dormir, de buscarte en lo oscuro del techo, y de encontrar por la mañana un mundo como el mío donde vivir. Las que nunca he contado son las de hacer las cosas porque sí, sin pedir permiso al resto y sin dar más razones...

[Cómete todos mis puntos suspensivos, trozo de mierda]

Una la oculté con un reloj de pulsera en perfecto funcionamiento, y brotó de la soledad, era mi particular intento [nada original] de decirle al mundo que le sobraba. Os sobro. Me valemadre, hijos de la gran puta. Acabó con un cuchillo en mi cuarto que olía mucho a vegetales y poco a sangre. Dejarlo todo a medias.

septiembre 09, 2024

EL NIDO ENERGÉTICO

EL NIDO ENERGÉTICO es un espacio mental en el que el lavavajillas escalona sus luces rojas en un reflejo para transmutarse en altar, el LOCO se levanta y dibuja en los azulejos blancos un árbol verdirrojo con Dios en la copa, y Satán en las raíces, como es arriba es abajo.

Sobreviene una erección grabando en memoria-humana una recarga chacrática; asistimos como público a la magia de los aficionados. Alguien arranca una rama dorada que termina sirviendo de combustible en el hogar de fuego, podemos vernos. 

Llénalo todo de punk industrial y citas de ensayos de Silvia Federici en bocas de falses aliades. Llénalo todo de anarco-teología y techno ruso. Llénalo. El mundo liminal entre la esquizofrenia y la iluminación, ambas parecen algo, pero no son nada. Aprender una terminología que caduca antes de afianzarse dentro. Aprender unos códigos y observar las lindes del CANAL. Esta es mi piel, llénala de pinchazos. Deltoides, brazo, nalgas y entre los dedos del pie izquierdo. Año 2009, Mark Fisher se ahorca; su proceso de asfixia durará ocho años. Yo hago lo propio, comienzo a escribir narrativa. Nick Land termina de escribir The Shanghai World Expo Guide 2010, ¿dónde está la droga dura? ¿Dónde está el manifiesto aceleracionista? Dónde está La Gran Novela Americana escrita extra-muros de EEUU. 

EL NIDO ENERGÉTICO es un espacio liminal y mental incómodo y cálido. Nada bueno puede salir de allí. Nada útil. Nada que llame a sus iguales para estar juntos por siempre jamás. 

No.

MAGIA Y ANARQUÍA (2024). 



septiembre 07, 2024

Planteamiento, nudo, desenlace

 La ventana está abierta. Con el viento, las velas se han apagado. Papá Perrault lambucea ansioso la escudilla de callos de Caen que se acaba de zampar, para que su ama de llaves se ahorre el friegue del cacharro. Durante el refrigerio, la cosa cambia. Antes no había manera de subvertir el curso normal de la narración y mira ahora, todo patas arriba. Hay un lobo vomitando, un ogro simpático y un gatazo señorial anunciando en instagram una marca de zapatos caros, cada uno escrito en su papel y cada papel revoloteando por la cámara. No está mal como tablero de dirección. Papá Perrault se calza el pijama para la siesta. El ama de llaves vendrá después a darle friegas por todo el cuerpo para que el dolor de aire le baje a los pies. Escribe desde las primeras luces, vaya usted a saber el qué. A veces confunde el cristal con las pieles de ardilla. Nada raro. Oscurecerá pronto sobre Santa Genoveva. Han llamado a la puerta. Dos golpes de albada, uno, silencio. No son horas. París sabe que Perrault escribe de mañanas. ¿O era por las noches? Ravel sube ligero las empinadas escaleras. Buenos días, viejo, ¿cómo estás hoy? Hambriento, y también arrugado. Vivo, por lo tanto. No, vivo solo de momento. El desenlace habitual, también te digo. Pues no te creas, que los hay inmortales. El ama de llaves entra en la estancia, le baja los calzones a Perrault hasta medio muslo y se encarama, poniéndole las tetas en la cara. Son más de cuarenta años de friegas infalibles. La guardiana y el maestro, o algo así. Mientras tanto, continúa la charla. Debes ordenar la narración, viejo, asegura Ravel, no se entiende nada. El músico levanta la mano y coge una cuartilla demostrativa al vuelo. ¿Para qué?, contesta Perrault, si el lector ha muerto, tan tranquilo, en su cama. Escribimos para nadie. Exageras, Charles, responde Ravel, siempre hay generaciones nuevas, público valiente. El tiempo juega a nuestro favor mientras sigamos vivos. Pero Papá Perrault no está muy convencido de seguir vivo. La tuya parece una teoría de mierda, Maurice. Y en esas están cuando el ama de llaves trae el rancho: callos de Caen, sus preferidos. Amanece y ya no corre el viento. ¿Te quedarás a cenar, verdad? Con mucho gusto, viejo. Y entonces, mágicamente, los papeles voladores se desmoronan hasta el suelo.

Periplo del [meta]héroe

 Monomito abajo solo hay sombríos intrarquetipos. Lo descubrí una mañana sin sol pero también sin nubes, una de esas mañanas anodinas como l...