abril 06, 2024

uhc

 nosebundo contento con su memoria infernal



por Manuel R. Sánchez

Perdido y descreído de todo

 Barba Azul y el Marqués de Carabás fuman en un callejón sin salida. El primero nació allí, junto a unos cubos de basura, y quiere salir de la mierda. El segundo es un advenedizo que no merece ni el bordillo en el que se sienta y pretende morir allí fumado, cueste lo que cueste. Vaya dos patas pa’un banco. Yo también leí de joven a Bukowski por encima. No recuerdo haber sangrado, ni por la nariz, ni por el culo, pero algo de hematoma siempre queda. Ese cardenal confortable de los eunucos emocionales. La potra de papá Perrault es digna de estudio. La viva imagen de Jesucristo en la pasión, seguro de resucitar, pero más gordito y jugoso. En el patio de La Conciergerie también se juega a los dados. Se hacen timbas en ángulos muertos y rincones malolientes, allí donde papá Perrault amasó su segunda fortuna. La primera fue follando con su tía abuela rica hasta dejarla KO de una catarata de orgasmos. Único heredero, dijo el notario. El FBI sospechó que la había matado por la pasta. Falsificaron un par de pruebas, lo dejaron en cueros y lo mandaron a una celda con vistas al Sena. En el penal se reveló pronto como un as. Se llevaba bien con todos, los peligrosos, los sodomitas, los guardias, los locos, Cartouche, los enfermeros y los de la funeraria. Pasaba anfetas, tabaco, goma de mascar, prestaba dinero, se hizo con un séquito pretoriano. Los presos hacían cola de nueve a once como si fuese un rey carolingio, yo que sé, el puto Carlos III, por ejemplo. En la celda dormía con los pies en alto, apoyados sobre el barrigón de Taylor, su compañero y esclavo. Si querías matar a otro presidiario, recurrías a él. Si necesitabas unos calcetines nuevos, le visitabas. Si pretendías fugarte, sin problemas, había organizado la próxima fuga masiva, mira qué calidades, quedan dos primeros sin vender, y el precio, un regalo. Era el emperador en Santa Elena. Un dios rústico con un gladiolo enorme asomándole por el culo. Cuando lo soltaron se subió a la torre de la ametralladora y diseminó sus beneficios al viento sobre el patio. Hurra, gritaban los reclusos. Se fue desnudo, tal y como entró. Hurra. Papá Perrault ha leído mucho desde Bukowski. Hoy trabaja en su tercera fortuna escribiendo cuentos sobre fumadores de crac neoyorkinos y traficantes de obra robada en museos de pueblo. Su prosa es limpia como la de un psiquiatra de la UCA. Ya ha firmado su primer contrato editorial. Nada como tener la suerte de cara, amigos. Y esto es solo el principio.

marzo 31, 2024

Notas de amor para la gente que escribe en este blog

he desaparecido, lo sé. 

Nunca estuve

menos perdido en el vicio de los 

círculos concéntricos.

 

ni rezos ni magia negra 

ni memories en el ojo; 

éste anzuelo.

 

he desparecido y no sé.

 

escribo a vuela-qwerty: las carencias

y creencias en la fe

de la droga que libera

que son cadenas

ahora salto desde lo alto

de la casa vieja

caigo firme y con la 

escalera de madera al hombre [listo]

para devolverla, es el credo-ateo,

por favor, mis poetas, no me crujan por 

este enfado que me duraba

 

hace tantos años que no sueño

que descanso en un fundido a

negro como la boca del demonio

como la intención de Dios

cae la 

noche

y me resuelvo

 

[nota de amor para la gente que escribe en este blog, gracias por dejarme ser parte de vuestro círculo]

 

esta es nuestra danza del diluvio, sos queremoh.

 

Manuel R. Sánchez

 

 

marzo 30, 2024

Pizzicato

Coloca la mano. Así. Pulsa el Mi con el dedo 3. Este dedo, el corazón. Bartók se despierta sobresaltado en su modesto apartamento de la calle 57. La luz del final del verano atraviesa la persiana por sus rendijas. Está vestido con ropa de calle. Le duele todo el cuerpo. La pesadilla vuelve cada dos o tres noches. Intenta explicarle los rudimentos del piano a una niña muerta. Es su primera clase juntos. La niña está un poco menos pálida que él. Se resiste al sencillo ejercicio. Son las seis de la mañana. Ditta, puntual, está preparando café en la cocina. Bartók siente náuseas. La niña muerta aún le mira sonriente. Pulsa por fin la tecla, pero no suena nada. Buenos días, Béla. ¿Cómo te encuentras hoy? Ahora la habitación está vacía. La cama, la silla, el armario. Ni rastro de la niña. Igual, Ditta, igual. A pesar de que la ve incluso estando despierto desde su estancia en Saranac Lake, no ha encontrado cómo decírselo a su mujer y a los médicos. Se levanta con esfuerzo. Va al baño y mea sentado. Luego va al estudio y se sienta también. No hay tiempo. Tercer movimiento, compás 654 y siguientes, cuerda. Queda poco para terminar. Ditta entra enseguida en silencio con una bandeja. Él confirma que no es el olor del café lo que le produce náuseas. Los derivados del gas mostaza no están dando buenos resultados. Violines primeros y segundos, un solo acorde, pizzicato. Resto, corcheas dobles, iguales. Su mujer, cuando está trabajando, nunca le interrumpe. Se detiene unos segundos al cruzar por delante de la puerta. O como mucho, alguna vez, le ayuda a pasar páginas si se lo pide. Nada más. Posa la bandeja en la mesa auxiliar que hay a la derecha y se marcha de nuevo a la cocina. Él toma un sorbo. Anoche corrigió esa parte del piano, acompañada de escalas ascendentes de la madera. Contempla lo escrito. Ha sido angustioso regresar a las capacidades percutivas del teclado. Eso es para los jóvenes sanos, piensa con sorna. Qué lejos los años del Allegro barbaro y del furor primitivista. Y aún así, aún así, se rebela. Abandona el tres por ocho del tema y dibuja un pasaje mayestático de negras a tempo, fluctuantes y exactas. Acordes de martillos golpeando regularmente sus yunques. No, no, más bien como ondas, tienen que ser a la vez ondas ternarias, ondas de supervivencia, ondas de sangre no enferma, porque no van a poder conmigo. Ni la enfermedad, ni el exilio, ni la muerte. Si algo le intranquiliza es el concierto de viola. Eso lo lleva mucho peor. Es apenas un esbozo. Primrose tendrá que entenderlo. Tiene claro lo que quiere, aunque va con excesivo retraso. Demasiada fiebre. Demasiadas consultas. Centrémonos. El Adagio fue la despedida. Ahora necesita ser vital. La niña muerta está a su izquierda. Ya es una presencia endémica. Toca furtiva el La 0 con el dedo corazón, como le ha enseñado, pero no suena nada. Debería sonar tétrico y lúgubre. Una cuerda tañida en el infierno. Y no suena. Ese es el problema, piensa Bartók, que pronto no sonará nada. Aprovéchalo. Vivace, que no hay tiempo. Aprovecha que aún no suenan por ti las ambulancias del West Side. Repasemos otra vez. Tema del rondó, timbales, y a continuación una fuga. Tema y trio pastoril, beethoveniano. La danza de la vida. La puta danza de la vida. La niña sonríe divertida ante el exabrupto marcial. Le fascina lo que escucha. Bartók le devuelve una risa febril sin dejar de tocar. Compás 673, sigue en tres por cuatro antes del tempo primo, corcheas, scherzando. Ditta comprueba que va todo bien, es un decir, desde la puerta. Se une a la risa de su marido llorando en silencio. Siempre crescendo, Béla, arriba, como siempre has hecho. A ella también le gusta verlo trabajando y feliz, arrancando pellizcos a la vida, puede que por última vez.

marzo 23, 2024

Postrecito especial

 Escucha, amiga, esta historia tan triste y tan real. Nuestra protagonista tiene tantos nombres que no podemos darle uno que sea apropiado. Ojalá un paradigma, un símbolo, Justicia/Castigo/Venganza, que no fuera ridículamente pretencioso. Hay que salirse por la tangente. En cualquier cadáver exquisito, el cadáver es El Cadáver, es decir, las partes se sacrifican sin apego por el todo, así que podríamos llamar Sinécdoque a nuestra heroína, y santas pascuas. ¿Qué tal? Ocurrente, doctor. Ah, la vendetta femminile, dulce, cabal y explosiva. Supongamos que Sinécdoque Zunz, residente en calle Liniers, recibe una carta. Una carta informando del suicidio de su padre. Este sufrió una tropelía y huyó y sus enemigos se fueron de rositas y nunca, nunca lo superó, el pobre. En primer lugar piensa ejecutar su revancha con la escritura y publicación de un libro, uno que narre prolijidades, trapos sucios y secretos ocultos, y llamarlo Merci pour ce moment. Sin embargo, le parece un escarmiento manido. Solo funciona con famosos, casi ninguna editorial querría respaldar la vida insulsa de un paria desconocido. Además, cuesta un porrón escribir. Escribir interesante. Sinécdoque Gallo, ahora ecuatoriana con visado de estudios en USA, necesita algo más concluyente y expeditivo para resarcirse, una reacción lucreciana, y en lugar de buscarse un marinero sueco y fugaz, encuentra a un exmarine llamado John Wayne Bobbit y se casa con él. El fuckin’ sueño americano. Los primeros días el matrimonio fue anglosajonamente puntual: risas, un hogar, adopción del apellido del esposo y centros comerciales. Pero al poco tiempo Sinécdoque Bobbit se da cuenta de que el tipo es un bala perdida. Igual lo de John Wayne debería haberla puesto sobre aviso. La desprecia, la engaña con otras, la golpea y viola. Un hijo de puta de manual. Como hiciera Grisélidis, asume estoicamente durante años el agravio matrimonial, que se le hace cada vez más cuesta arriba. En el último momento, cuando estalla, empapada en sangre de cerdo, atranca las puertas del gimnasio con sus poderes telequinésicos y provoca un incendio que abrasa a todos los asistentes al baile. Y es que a la hora de contar un batiburrillo y no acusar dispersión, el ensamblaje de piezas dispares se vuelve esencial, y por eso en las dos sesiones iniciales del posterior juicio, Sinécdoque Bachmeier estuvo en silencio como si fuera espectadora de un programa de entrevistas. El asesino de su hija de siete años, Klaus Grabowski, acusado también de violarla, reconoció una parte de los hechos, insinuó que había sido seducido por la víctima y detalló los pormenores del tormento. El tercer día de proceso, Sinécdoque consiguió colar una pipa en el juzgado y descerrajó ocho tiros a Grabowski, de los cuales siete impactaron en su espalda y el octavo en el ala derecha del águila de Weimar que había tallada en el frontal del estrado. Esa misma noche, cuando acabó el rodaje, Sinécdoque Salander pidió al catering un bocata de calamares. 

marzo 16, 2024

Palabras que yo todavía no sé

 Los loros, en nuestro imaginario colectivo, tienen solucionados los problemas del lenguaje. Porque hablan, obvio. Pero también debido a que poseen el otro ingrediente indispensable que a nosotros, ajetreados sapiens, nos falta. No es la inteligencia. Me refiero al tiempo. Sabido es que los loros son eternos y que cuando nosotros llegamos al mundo ya estaban aquí. Eso les permite aprender, valorar y, en última instancia, autorrealizarse sin límite. El loro de Von Humboldt, por ejemplo, aprendió una lengua muerta. Sobrevivió a sus dueños, extintos tras recurrentes luchas territoriales con los caribes, hasta convertirse en el último hablante de su idioma. Cuarenta años después se lo encontró Humboldt en tierras del Orinoco, fresco como una lechuga, repitiendo a chorro palabras y palabras en lengua atur. Sin problemas verbales. Ni renales. Un papagayo sanote. Los alemanes de esa época estaban muy preocupados por el lenguaje. Novalis se moría por encontrar palabras que aún no conocía. Goethe navegó en la fecundidad de la palabra. Hölderlin descubrió su simbiosis catártica con la poesía. Richter derivó las dificultades hacia un conflicto particular con sus propias ocurrencias. Y mientras, el hallazgo de Von Humboldt, pico, color y plumas, de vuelta de la vida, del mundo y de las formas lingüísticas del extrañamiento. Otro caso distinto fue el loro de Reboiras, ejemplar patrio, que guardaba en su interior toda la Historia detallada y crítica de Castroforte, desde la época de los marinos efesios y las pesquerías romanas. Era un aedo con alas. Así se refería, más o menos, en las leyendas locales. El loro en GTB es enigma filológico en sí mismo. Su dueño, que era boticario, es decir, alquimista, solo necesitaba descubrir la Palabra Secreta que disparase el mecanismo recitativo del pájaro y dictase de pe a pa la crónica completa de la ciudad. Otra vez la Palabra como piedra filosofal. La búsqueda sin fin del Verbo exacto. El vicio de poetas y glotólogos. Ayer hablando de pedos y hoy de loros. Qué incorrección. ¿Dónde estaba el pasaje de la sola palabra que te gustaba tanto? Magníficas aves, che. Antaño fueron dinosaurios chiquititos. Su evolución se dio en muy pocas generaciones. Cosas de la longevidad. Aprendes idiomas, descartas adjetivos, te mueres siempre tarde. Los loros tienen tiempo para conocer palabras, clasificarlas y elegir cuidadosamente las que van a usar. Su economía de medios es entendida por nosotros, animales incapaces per se, como una incapacidad animal. No, no. Los loros han seleccionado muy bien sus palabras, las que repiten, porque han tenido tiempo de meditar y resolver. Han descartado lo superfluo. Han alcanzado la perfección comunicativa. Está clarísimo que Flaubert mató al loro de Félicité para que no acabara dominando las palabras mejor que él.

marzo 09, 2024

Palanganato

Cambiando de tercio, hagamos un panegírico. Pongamos las cosas en su sitio, que si La saga/fuga de J.B. es mejor que el Quijote, se dice y punto. Una vez levantada la polémica, departamos de esa logia masónica rosacruz, femenina y suigéneris, que fue el Palanganato. Si la letra P regenta esta no obra, la invención quizá más feliz de don Gonzalo tenía que estar. Estar en un no lugar privilegiado, quizás un estante, voy improvisando, del cuarto de trabajo de papá Perrault. Cada vez que Ravel viene de visita y cierra la puerta tras de sí, la saga/fuga cae al suelo inevitablemente, como la razonable y por lo mismo loca Gramática de Andrés Bello. La retranca de Torrente Ballester era insuperable, pero ahí andamos, probando. Fue Lilaila, una de ellas, Barallobre seguro, quizás a fines del XVIII, la que trajo desde Austria el rito rosacruz a Pontevedra, que ya no engañamos a nadie con lo de Castroforte, ¿eh, Gonzalito? Cuando la Restauración, el juez fernandino de turno condenó a muerte a Lilaila por algo de una bandera premonárquica, a lo Mariana Pineda, aunque es evidente que lo que deseaban los próceres de la tardocontrarreforma era aniquilar los ritos masónicos mujeriles. Hasta aquí la ortodoxia. Resultó que la mártir aún tuvo tiempo de recibir la visita de su nieta Celinda, de doce años, en su celda y transmitirle punto por punto los fundamentos del conciliábulo de féminas. Pero. Nótese por su aislamiento una función adversativa de primera categoría. Pero. Donde Lilaila enunció palingenesia y metempsicosis, Celinda entendió palanganato y escopetástasis. Y bueno, durante el siglo XIX esta logia local fue un despropósito completo. La tía Celinda no es que hiciese lo que pudo con los mandamientos de la yaya, sino lo que le dio la imperial gana. Seguiría dando datos. Destripando, vamos. Sin embargo creo haber despertado curiosidades suficiente. Al menos entre los devoralibros más intrépidos. Ataos los machos, que esto del Palanganato debe tratarse como del uno por mil del total de lo que pasa en este don Quijote mejorado. GTB. Retranca. Palingenesia. Escopetástasis. 

marzo 02, 2024

Precios, frecuencias y variedad de los servicios

  Fueron marionetas y pagodas, pero podrían ser estorninos y lampreas. Al trenzador le bastan unos pocos mimbres para tejer la gran malla del arquetipo universal. El resto son o bien modas, o bien alardes. El viaje de retorno a ninguna parte necesita, se diría, de poco más que un viejo pescador y la superficie estentórea del mar. El amor, ya sea contingente, pansexual, puro y flamígero, autocrático, incluso abúlico, dependerá no obstante de precios, frecuencias y variedad de los servicios. Un vistazo a la luna llena a través de la niebla da para fundar una patria. Suele ser algo natural, como la decadencia. O confitado en aceite de venganza. El camino empieza, con héroe o sin él, porque al cabo de la obra alguien quiere tallar trochas en los bosques calcinados y liberar de encajes, quizá, a las guardianas del fuego de Vesta. Exigen su príncipe y su doppelgänger mendicante, la receta del bizcocho de la abuela, el olor mortal de la aldea arrasada por el aliento rojo del dragón. Solamente la triste estupidez, enemiga marmórea del arte, vuelve ancianos a los caminantes, los muda en cerriles del planteamiento, nudo, desenlace. Yuxtaposición, circunloquios, scherzos. Collage y cajas chinas. Metatexto. Paratexto. Contexto. Ultratexto. Pretexto. Cualquier rugosidad les viene grande. Cualquier guisante los desvela. Más allá de su cansancio perenne está Oulipo boca arriba, pero ellos son funcionarios de la censura. Podrían imaginarse a Potocka fallando un re bemol, pero acaban soñando con dios hecho hombre hecho monito rosado hecho bacilo de Koch, en aseada catábasis. El trenzador de hoy mira internet y es frugivorista. Trabaja diez horas en una oficina alienante a cambio de no llegar a fin de mes, por lo que confecciona unas pocas cestas que no van a tener asas ni orificio de entrada ni capacidad traslativa. No quiere distinguir su realidad, sino alternar con la vuestra. Desea empujar, tour de force, al caminante. Hay que irse acostumbrando. Amour fou, soft porn y derecho de retracto. Hace siete mil años un rapsoda se rebeló contra el poder, mató al padre ausente, amó como nadie jamás habría de amar, ironizó del narcisista con cilicio. Sin saberlo estaba inventando la literatura. El juego más inocente y el más peligroso, el juego de las palabras escritas y su lectura. Un pacto con el diablo disfrazado de temor de dios. La ouija del autoconocimiento. Será vuestra indómita disconformidad la que consiga hacer del trenzador de historias un pionero. Hace un siglo que se os invita a terminar la obra. Aunque en cada época el artisteo ha sido mitad puta, mitad santa, hoy se nos nota como nunca. When you call my name it’s like a little prayer. Si pensáis que no quedan arquetipos que fundir, es que no estamos a lo que estamos.

febrero 24, 2024

Pagodas y marionetas

 La señora D’Aulnoy se acercó a la taquilla y pidió entradas para el pase de las 18:15. Una reposición del Cocteau de posguerra. Sin determinar. Le daba igual. Cocteau parecía un tipo interesante. Compró un combo de palomitas con coca-cola y añadió una bolsita de discos de regaliz rojo, de esos que estiras y estiras y están tan ricos. Al entrar se dejó acariciar por las candilejas. Subió por el pasillo lateral con diligencia. En la sala había cuatro gatos, los mininos habituales. Se puso cómoda en una butaca del fondo y el chaquetón fue a parar a la de al lado. Le gustaba quedarse atrás, no al final del todo, pero casi. Después, en el cinefórum, nunca deseaba tener demasiado protagonismo. Estaba dispuesta a no participar, que se conocía y acababa a la gresca con cualquiera. En la última fila había una pareja dándose el lote sin reparo. La señora D’Aulnoy no pudo evitar sentir un pellizco de envidia. Por delante tenía no más de seis cabezas repartidas por el campo visual. Le recordaban a aquellas figuritas chinas de porcelana que tenía en los anaqueles del salón su abuela, la de Poitiers. Pagodas, los llamaba. Extasiada por esa idea, se relajó. Arriba, la pantalla y su blancura se volvieron grisáceas cuando las luces se apagaron por tramos, lentamente. Los anuncios del movirécord también la distrajeron de sus obsesiones. Llevaba días rumiando el mito de Eros y Psique. Esperaba encontrarse una película bélica que por supuesto Cocteau no había hecho jamás, no sé, tipo Dunkerke de Nolan, para desconectar. No hubo suerte, claro, y en vez de aquella de la reina y el anarquista, que hubiera sido más sutil e interesante, pusieron La Belle et la Bête. Le pareció una peli demasiado teatral, demasiado peluche, demasiado ensimismada. Se maravilló, eso sí, de las estatuas y los brazos sirvientes sin cuerpo visible. Y del humo. El diabólico humo, señores, por el culo. Las similitudes con lo de Psique eran, sin duda, de primer orden. A esas alturas de la película cualquier historia parecía parte de la misma historia. Así que decidió dejarse llevar y darle más tarde una vuelta de tuerca al asunto y escribir quizá sobre marionetas arrasando una playa de pagodas. La parejita de la última fila seguía erre que erre en su confusión de manos y baba. La señora D’Aulnoy se giró varias veces en la oscuridad cuando el pellizco de envidia se le fue a colocar entre las piernas. La película acabó sin pena ni gloria. Tras los créditos, las candilejas se prendieron. Un hombre muy, muy viejo de la primera fila se levantó y dio las gracias en nombre de la organización y del propio Cocteau, que no había podido asistir. Iba vestido con una sábana. Empezó la charla, cómo no, mencionando El asno de oro. Hablaba con familiaridad de esta obra, origen de tantas otras, dijo. En ella estaban ya la magia, las hermanastras odiosas, la servidumbre invisible, el secreto asediado por la curiosidad. Al acabar su discurso, cedió la palabra a los demás asistentes. Del subsuelo salió la cabeza de papá Perrault, que había estado hasta entonces hundido en su butaca. Pidió permiso para hablar y centró su intervención en la contraposición existente entre la divinidad de Eros y la humillación de Bestia. Mencionó a Barba Azul, el cual sin ir más lejos también arrastraba su condena de maldad y colgaba esposas como quien desgarra ciervos. La distancia entre la belleza de Cupido y la fealdad del derivado moderno tenía algo freudiano que cabría analizar. También mencionó que Bella poseía a su vez aspectos de Antígona, de Grisélida, de mártir a merced de los tetrarcas. Una chica rubia de la tercera fila le dio la razón. Objetó, no obstante, que la invención naïf de Straparola-Villeneuve —así llamó al famoso relato, en tono despectivo— no alcanzaba su culminación hasta la aparición de la figura de King Kong, ya en el Hollywood años 30, la auténtica fiera que todos teníamos en mente.  Acabó su intervención con un grito de pánico que no venía a cuento. Perrault estuvo de acuerdo, pues siquiera la terribilità de su Barba Azul podía compararse al contraste exquisito que se da entre la atrocidad inherente y la superprotección incomprendida del gran simio con respecto a la chica, atendiendo a una lectura social, es decir, en tanto sujeto marginado y atacado por la turba fascista. Walt Disney le arrebató la palabra entusiasmado para recordar que fue él, en el 91, quien hizo hincapié en esta dimensión y que si Bella, ahora y entonces, era una evidente metáfora de la Francia ocupada, no estaba tan claro que la Bestia simbolizase el nazismo, y para encarnar ese papel abominable tuvo que sacarse de la manga a Gastón y la caterva aldeana y ponerlos a perseguir judíos. Aquí la señora D’Aulnoy, bastante molesta con el comentario, se alzó en armas. Vamos a ver, buzo de lavabos, en 1991 tú estabas muerto y congelado, le escupió a la cara. Todos se giraron. Disney se quedó a cuadros. La chica rubia y el viejo de la toga apenas podían contener la risa. Ahora ya sabía este yanqui quien era la señora D’Aulnoy. Para calmar los ánimos, tomó la palabra un irlandés corpulento y barbudo, el cual llamó la atención del grupo en que estas fábulas trataban de desmentir con pragmatismo que la belleza exterior correspondía con un corazón puro, lo que las alejaba del original romano, piensen si no en los vampiros, esos aristócratas asesinos de modales exquisitos. Polidori, desde su butaca, asintió con vehemencia. El irlandés continuó su discurso, coherente al principio, pero acabó despotricando de John Darham, Anne Rice, Jack Palance y el Coppola que los parió a todos por haber convertido la pura maldad en un pastiche tardorromántico condenado a dar alas a esa ignominia familiar del crepúsculo y demás variantes. Polidori, entusiasmado, iba a decir algo, pero la desatada señora D’Aulnoy se adelantó: vamos a ver, almas de cántaro, ya está bien de obviar la figura esencial del mito, que no hacéis más que andaros por las ramas. No habéis mencionado a Venus ni una sola vez, porque, que yo sepa, en la Bella y la Bestia no hay más que un vago hechizo que pesa en exclusiva sobre el macho, pobrecito. Que tenga que recordaros que la mala del cuento es la putodiosa del amor, que dispara su maleficio venéreo exclusivamente a la mujer, que os habéis caído del guindo ahora y os creéis que se casó con Marte porque los que se pelean se desean. Esos castigos divinos son lo mollar del relato, junto a la venganza de Psique, y se modificaron con el tiempo porque el centro del universo tenía que ser el tío, el maromo, el gañán, el que a pesar del pelo ostenta la polla, y no, nunca, jamás la loca del coño, que aparece como una doña perfecta mojigata. Se hizo un silencio, esta vez sin risas. Los presentes la miraba como las estatuas de Cocteau. Alguno echaba humo. En mitad de esa incomodidad general, la pareja de la última fila aprovechó para bajar por el pasillo lateral, cogidos de la cintura, saludando entre dientes. Cayeron todos en la cuenta de que eran Vitti y Antonioni. Tenían que haberlo sospechado. El viejo de la sábana dio por terminado el cinefórum, si nadie tenía nada que añadir, y les convocó al siguiente ciclo, el mes próximo, que iría sobre el cine fantástico de Guillermo del Toro. D’Aulnoy masculló que eran marionetas de las opiniones dominantes y que ella prefería los pagodas de su abuela, que por lo menos estaban quietos y callados. Se puso el chaquetón y siguió a la parejita feliz fuera de la sala. Era casi de noche. Entró en el primer bar abierto que encontró a beberse un par de gintonics cargaditos. Dunkerke. Tenía que haberse quedado en casa y buscar en qué plataforma estaba Dunkerke. 

febrero 17, 2024

Paredro

 Está junto a mí, sobre mí, debajo. Sé quien es por el siglo que he tardado en conocerme, aunque apenas todavía le conozco. Es mi cuerpo, es otro cuerpo en este lugar, un alter ego sin nombre ni espejo en el que entrar y diluirse. Es él, sentado a mi derecha en el tren como yo tres filas atrás en el cine y somos cuatro hemisferios en total bregando contra sesenta y dos cabezas completas. Es el que pide altanero castillos sangrantes cuando solo me apetece zumo de naranja. Me pone más zancadillas que nadie por metro cuadrado, compra los libros que no voy nunca a leer, socializa en las animadas salas de los restaurantes mientras asisto a dichos almuerzos con desteñida desolación. Se aposenta de cara al mundo presente del mismo modo que yo me acomodo de espaldas a quintas dimensiones. Es mi autor, su papá Perrault, tu madre la oca. Alguien que echa paladas de sombra a la oscuridad, vaya ocurrencia tardogótica, Hulio. Tanta metaliteratura para esto. Hubiéramos preferido una tanda de ocurrencias ya plenamente pop: es el que maneja mi barca, es el que mece la cuna, es el guionista fantasma de Avatar, es la momia del loro de Barnes. El esclavo de mi propio torpe albedrío. Pared con pared, enemigo siamés, trastorno disociativo. También tengo referencias prerrománticas, para los muy nostálgicos, a saber, Novalis en la mina, Wollstonecraft vindicante, Polidori y su vampiro, el mismo loro seco de antes, pero en el cuento de Flaubert. Una hermandad íntima del quiero y del no puedo. Vuestro confidente y portavoz. El otro, nadie, ninguno, nada. Para aceptar a tu sosias nabokovsiano necesitas aprender a leer, ya no entre líneas, que se presupone, sino entre almas, y eso, señores míos, huele a deus ex machina que tira para atrás.

febrero 10, 2024

Poesía al cuadrado

 Hace algunas páginas abandonamos los cierres cinematográficos sin motivo aparente, como también dejamos de hablar de instrumentos de tortura. Rasgo número uno: los movimientos de este texto son por entero brownianos. Recomendamos pues al lector cinéfilo que regrese al regazo del rechoncho Hitchcock y a los sayones presentes que apliquen, siempre que fuera posible, la clemencia del retentum. Rasgo número dos: la piedad y la ternura de este libro serán siempre juzgados in absentia. Lo nuestro, pero no tanto lo nuestro, sino lo de ahora, es la revisión de los clásicos. Su mise en boite, su destrozo impío, su absorción rococontemporánea. Por eso encontraréis príncipes vueltos del revés como calcetines, gatos lenguaraces arrojados a los perros, pagodas de segundas vanguardias desfilando por las calles de París. Rasgo número tres: no se cimienta esta obra sobre estructuras burguesas, sino en lo que llamamos los lexiconautas dispersión de estilo. La niebla, el rompecabezas, las omisiones y el dislate son, en síntesis, la materia estética de estos escritos. Antepondremos la ocurrencia a la reflexión siempre que la reflexión no se anteponga a la ocurrencia. Rasgo número cuatro: la idea golpea a la poética, la poética corta al referente, el referente tapa la idea. No sabemos qué pinta Barba Azul rascándole la espalda a Erzsébet Báthory. Es inexplicable que hayamos mencionado a Drácula solo de pasada. No tenemos ni zorra de por qué a Ravel le gustan tanto las manzanas fuji. Y, por supuesto, jamás revelaremos la identidad secreta del ama de llaves de papá Perrault, información que podría hacer estallar una revolución en Francia. El juego ya lo era todo en Torrente Ballester y aquí, en esta escuela, somos muy obedientes. Rasgo número cinco: el compromiso para con el lector por parte del autor es de una sólida debilidad y quedará, de este modo, en las cuatro manos de ambos fijar los límites y redactar las cláusulas del pacto ficcional. Hay que terminar de imaginar, enlucir las fronteras apenas esbozadas, arrojarse desde el campanario, pensar mal, acertar, suponer y desdecirse, hay que sublimar las minucias, mitigar los hallazgos, ejecutar una poesía elevada al cuadrado que sirva de jergón a las lagunas de la trama. Rasgo número seis: los jirones y harapos de esta última no podrán ser en modo alguno motivo de reclamación por parte del lector, ni el autor estará obligado a resarcir a nadie por efecto o causa de dichas carencias. Como diría Umberto Eco, al ser este libro descomponible e intercambiable, carecerá por completo de interés y mataremos así al dragón. Esto último no lo dijo Eco, sino San Jorge. Rasgo número siete: cómprese usted un glosario de mitos griegos (y bíblicos, claro), porque no lo podemos evitar. Asterión es mi pastor, nada me falta. El objetivo, si es que hay alguno, es convertir las no mythologies to follow en mythologies de pleno derecho. Si D’Aulnoy hablase de perritos de aguas, los contrapondremos a la náutica de Aurora Luque. Si Madame de Beaumont escribe sobre los tres deseos, nosotros esparcimos trazas de Tilda Swinton en 3000 años esperándote. Si papá Perrault despacha casi con desdén lo que debió ser una complejísima probatura del diminuto zapato de cristal en los pies regordetes de cada hermanastra, el tratado noir dedicado a la tradición secular del uso de brodequins en Europa durante los siglos XV a XIX va a ser del tamaño de varias tesis doctorales. Rasgo número ocho: ningún exceso es suficiente. Nuestro texto es, en sí mismo, un espectro de Brocken. La deformidad y desproporción se atendrán, no obstante, a las normas euclidianas. Esta inequívoca incoherencia no es tal si tenemos en cuenta los trastornos obsesivos del autor, la cantidad ingente de correcciones, ubicación y supresión de comas, control exhaustivo de plagas de polisíndeton, retorcimiento, arruga y fundición de planteamientos, que en conjunto harían imposible llevar a término la opereta. Por eso se estructura, como viene siendo habitual, en cien lustrosos cañaverales de palabras, que podrían llegar a ser más que las canciones de Schubert si no ejercemos la violencia de la poda a sus ínfulas de acanto. Rasgo número nueve (last but not least): la música es lo que mueve este mundo. La música de las esferas activa los cielos. La música de la calderilla envilece a los hombres. La música de Ravel determina lo escrito. Si no te gusta la gran música —y SPOILER el reguetón no lo es— estás a tiempo de irte a leer el próximo premio planote o el último serial de don Arturo. Y hasta aquí mis instrucciones. Vale. 

Periplo del [meta]héroe

 Monomito abajo solo hay sombríos intrarquetipos. Lo descubrí una mañana sin sol pero también sin nubes, una de esas mañanas anodinas como l...